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Domingo, 18 de septiembre de 2011

CULTURA › YURI HERRERA Y TRABAJOS DEL REINO, SU NOVELA SOBRE EL MUNDO DEL NARCOTRAFICO

Una fábula sobre el arte y el poder

El autor mexicano se resiste a “cierta práctica perversa” del costumbrismo y, por eso, su historia de un músico de narcocorridos en la corte de un capomafia elude los clichés que ponen en alza los sucesos de la realidad reciente.

 Por Silvina Friera

“El corrido no es un cuadro adornando la pared.” Lo dice un compositor y cantante de corridos, narrador y protagonista de Trabajos del reino (Periférica), primera novela de Yuri Herrera que omite deliberadamente vocablos en alza en la vida cotidiana de México, como droga, frontera y narcotráfico. Lobo, el Artista, conocerá al Rey, jefe de un cartel, y lo seguirá hasta su corte. Ese ser tan marginal como talentoso –su oído es una esponja maravillosa– trajinará los pasillos de un castillo donde, a diferencia de lo que imaginaba, las intrigas y conspiraciones están a la orden del día: zarpazos para arrebatarle el poder al soberano y luchas entre bandas rivales. Pronto el Artista se transformará en el favorito y todos se disputarán el privilegio de protagonizar sus canciones. A medida que desgrana cómo funciona cada resorte de esa maquinaria, la decepción zarandea el optimismo inicial hasta eclipsarlo. “Cuando se habla de narcoliteratura, se limita el espectro de una obra a uno solo de sus elementos; es una manera muy pobre de leer un texto, aunque es probable que haya libros donde se repitan los clisés cinematográficos de la violencia”, plantea Herrera, invitado al III Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), que termina hoy, a las 20, con una lectura de J. M. Coetzee.

–En Trabajos del reino aparece una pregunta clave: “¿De dónde sacaste que podías pensar?”, le dice el Rey al Artista. Siempre hay alguien que desde un lugar de poder está ninguneando al que intenta ser crítico.

–Es muy curioso, nadie me lo había comentado... Esa es una escena clave para mí, el momento en el cual se literaliza lo que se ha ido preparando a lo largo del libro: la confrontación entre estos dos personajes. Siempre digo que esta novela es una fábula sobre la confrontación entre un artista y un hombre poderoso, y en algún sentido todo conduce a esa escena. En un primer nivel está la confrontación entre un empleado, que de repente deja de ser empleado, y el empleador. En un segundo nivel, tiene que ver con mis preocupaciones específicas sobre cómo se relacionan los artistas con las instituciones culturales, políticas, con la crítica y las editoriales, y cómo puede uno seguir preservando y desarrollando una voz propia dentro de estas instituciones. Esa pregunta de algún modo funciona como una especie de premisa que llega un poco tarde. Todo lo que ha sucedido hasta ese momento es la explicación de por qué ese hombre puede pensar; es la historia de cómo él descubre que puede pensar.

–Cuando se publicó la novela en 2004, la violencia del narcotráfico era más difusa. ¿La realidad se alteró tanto que parece una ficción delirante y macabra?

–Los narcos mexicanos no inventaron la violencia y la locura del poder, pero sí están regalándonos una serie de ejemplos dramáticos de cómo el poder puede enloquecer, de los niveles de crueldad a los que se puede llegar. El arte ayuda a poner la mirada sobre ciertas cuestiones, trata de entender y sobre todo ofrece ciertas nociones e ideas que ya están en el aire. El arte no es un reflejo de la realidad, pero sí es producto de las emociones que están flotando. El arte toma esas emociones, las procesa y las convierte en algo más que se añade a la realidad.

–¿Cómo fue trabajar con la lengua oral del norte mexicano?

–No creo que uno tenga que estar con una grabadora en un afán casi antropológico, como si las expresiones lingüísticas populares fueran princesas que tienen que ser rescatadas (risas). Yo me dejaba llevar por la fuerza de esa lengua que tiene su manera de contener el paisaje y la historia. Si hay algo que odio es el costumbrismo, esa práctica perversa de poner las palabras populares entre comillas o en itálicas, como si fuera algo de lo que uno no se quiere hacer responsable porque es una curiosidad de los pobres. Ese lenguaje que se escucha en las calles, en bares o en fiestas tiene su razón de ser en tanto encuentra maneras de nombrar la realidad de modo tal que no hay formas mejores para nombrarla.

–¿Qué ejemplos podría mencionar?

–Hay algo que escuché, cartonear, que se usa para hablar de cómo ciertas ciudades proliferan de manera anárquica; son ciudades de cartón. En vez de decir “yo vivo en tal lugar”, la gente dice “yo cartoneo en tal lugar”, de modo que está definiendo el lugar donde vive, los materiales y la relación con el lugar. Las prostitutas definían su trabajo como clandestinas o cautivas. Las clandestinas no dependían de un proxeneta; las cautivas sí. Pero estos nombres no fueron asignados ni por las autoridades ni por la Real Academia Española, sino que fueron generados a partir de sus condiciones de trabajo. Lo que hice fue tenerle respeto al tino con que estas palabras han sido generadas, pero también asumí que en la novela, ese lenguaje es un artificio, para trabajar estas palabras o expresiones en función de un efecto que quiero producir.

–Ese trabajo con las expresiones de la oralidad está más cercano a la poesía que a la narración, ¿no?

–Claro, para mí la narración es una operación poética. La narración literaria no debe ser rehén de los hechos. La narración literaria tiene que hacer la operación poética de mirar y transfigurar la realidad. En ese sentido, la narrativa está más cercana a la poesía que al periodismo porque tiene otros objetivos y otras premisas. Cuando hablo de operación poética, estoy pensando en que uno ofrece una mirada y eso es lo que hacen muy bien los poetas: extrañarse de cualquier objeto, de cualquier persona, de cualquier emoción y generar una nueva manera de decirlo. Uno tiene que abrirse a los espacios que le está ofreciendo la lengua y no dejar que la lengua lo limite. Uno está nombrando cosas, pero no debe dejarse encerrar en esos nombres. La lengua puede funcionar como algo liberador, pero también como una materia alienante. De repente hay que dejar que el silencio haga su parte.

–En este sentido, hay en la novela un pequeño fragmento-poema muy potente: “Escuchar la suma de todos los silencios./ Nombrar la holgura que promete. Y luego callar”.

–Claro, y eso es algo que tenemos que aprender de la música. Uno puede encontrar la manera más poderosa de decir algo en la medida en que deja que salga del silencio. Todos esperamos hacer música, que en algún sentido es emoción en estado puro. Uno puede intentar entender cerebralmente cómo funciona la estructura de una pieza musical, pero siempre tiene que regresar a lo otro. Al fin de cuentas, un músico es alguien que está misteriosamente transformando sus emociones en una anotación que después se convierte en tiempo. Como escritor trato de hacer eso, no sé si con mucho éxito.

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“La narración literaria no debe ser rehén de los hechos”, dice Herrera, que descree de la “narcoliteratura”.
Imagen: Carolina Camps
 
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