Miércoles, 13 de noviembre de 2013 | Hoy
CULTURA › ENTREVISTA AL EDITOR JORGE ALVAREZ
El mítico creador del sello musical Mandioca y difusor de futuros grandes escritores en los ’60 verá hoy, a los 81 años, la presentación de la colección Jorge Alvarez, en la Biblioteca. La primera publicación será Obras completas de Germán Rozenmacher.
Por Silvina Friera
La curiosidad es el alma del ingenio. Jorge Alvarez vuelve al ruedo de la edición. Quizá no basta con las “aventurillas” que supo protagonizar, adelantándose a su tiempo, con ese afán insaciable de desacralizar la relación con los escritores y los músicos. Aunque parezca una desmesura de la imaginación, consiguió lo que parecía imposible: la gente pedía en las librerías los libros de Jorge Alvarez, como se pide una marca de café o de cigarrillos. Lejos de apostar por lo seguro, en el catálogo de esta experiencia que dejó profundas huellas en la historia cultural argentina del siglo XX, inventó autores más que publicarlos. Por entonces, en la década del 60, daban sus primeros pasos David Viñas, Ricardo Piglia, Rodolfo Walsh, Germán García, Manuel Puig, Copi y Juan José Saer, por mencionar apenas un par de escritores. Cuando se vio obligado a decir “adiós a los libros”, emulando a su admirado Ernest Hemingway con las armas, en una fiesta en el famoso edificio de El Hogar Obrero de Caballito, invitado por Pirí Lugones, escuchó a Javier Martínez cantando “Avellaneda Blues” con Claudio Gabis en guitarra. “Blues en español con alma y letra discepoliana y con una voz que parecía elegida por el mayor fabricante de aguardiente”, recuerda el editor en sus Memorias (Libros del Zorzal). El creador del sello Mandioca, “la madre de los chicos”, editó a Manal, Miguel Abuelo, Moris, Vox Dei, Los Brujos, Alma y Vida, Tanguito; y luego, a través de Talent y Music Hall, a Pescado Rabioso, Sui Generis y Billy Bond y la Pesada del Rock & Roll.
Picasso decía que “lleva tiempo ser joven”. Alvarez, a los 81 años, suscribe la frase. Cuando habla, salta del “vos” a ese “tú” adherido a su lengua durante los años de exilio en España. Regresa a todo trapo, como si un tiempo circular lo reclamara para reeditar algunos de sus autores y títulos de aquellos años, para publicar también a otros. La colección Jorge Alvarez, que se presentará hoy a las 19 en la Biblioteca Nacional, comienza con las Obras completas de Germán Rozenmacher, el primer autor que publicó con Cabecita negra y otros cuentos (1963); y Tres historias pringleses, de César Aira. “Horacio (González) es una maravilla de persona: educado, fino, inteligente, informado; sabe todo, tiene criterio, me dejó sorprendidísimo. En mi época no había un personaje como él –compara Alvarez, mientras almuerza unos ñoquis en el Café del Lector de la Biblioteca–. Llegué aquí, como venía todos los años desde que me tuve que exiliar, un mes o quince días, lo que me daba el cuero. Y hace un año lo conocí a Horacio y me encantó. Uno se desacostumbra con facilidad y de repente me quedaba con las cosas feas de Buenos Aires. Pero Horacio está entre las cosas lindas. Yo siempre le digo que es una injusticia que no sea editor, porque podría haber sido un editor fantástico. De hecho lo es, pero no con todo el boato que eso significa. Es tan cariñoso conmigo que me puse mimoso. Es una relación rara, porque el editor no soy yo, es la Biblioteca. Mi nombre vinculado con la Biblioteca a algunos les causará gracia, a otros no. Pero como soy audaz en el buen sentido de la palabra, lo que digan no me preocupa. Si les gusta lo que hice, bien. Si no les gusta, yo no puedo agradar a todo el mundo.”
–¿Un editor tiene que ser audaz? ¿La audacia es la clave?
–No necesariamente. Pero a mí me gustan los audaces. Y cuanto más audaz, mejor. Siempre he admirado a los editores audaces. Y a los escritores audaces como Hemingway, que era corresponsal de guerra. Admiro a los corresponsales de guerra porque están obligados a tener síntesis, a decir todo lo que puedan en poco tiempo. A mí me gusta eso, ¿sabes? Decir todo lo que puedo, pero no ponerme muy sagrado. En fin, son manías. Un editor audaz fue Max Brod, el de Kafka, y otros editores que andan dando vueltas.
El niño que fue soñó primero ser pianista de jazz –como Duke Ellington, Oscar Peterson y Count Basie–; luego fantaseó con ser gangster, por la admiración que los bandoleros levantaban en su imaginación. “En casa de herrero, cuchillo de palo”, reza el refrán. Pronto comprobó que las cosas no son como se esperan o como deberían ser. Su madre, profesora de piano, no movió un dedo para cumplir ese sueño. El piano –creía– no le serviría de nada, no le daría de comer. El flirteo con el mundo del hampa duró un par de suspiros. Un día en la estación de trenes de Once pretendió robar un ejemplar de Patoruzito, pero lo descubrieron. “Me di cuenta de que delinquir no era lo mío. Qué fracaso más estrepitoso. Nunca más intenté robar ni un alfiler”, revela en sus Memorias. Aunque los ñoquis se le resisten, él insiste. “Hubiera debido ser actor –cuenta el editor–. Yo llevaba años estudiando teatro y perdiendo el tiempo. Un día Menegazzo Cané, maestro y director de actores, me llamó y me dijo: ‘Jorge, decídase: si va a ser actor, sea actor’. Me dio dos días para pensarlo. Me fui a casa y al día siguiente le dije: ‘No quiero ser actor’.” Por las cabriolas del destino y su amistad con Leopoldo Torre Nilsson, Alvarez hizo de extra en un film del cineasta argentino y en otro del español Luis García Berlanga. Y protagonizó Puntos suspensivos o esperando a los bárbaros (1971), de Edgardo Cozarinsky, junto con Marilú Marini, Roberto Villanueva y Ernesto Schoo.
“Yo me peleé con (Mario) Vargas Llosa y con (Gabriel) García Márquez porque se habían subido a un tren y se veían mejor que nosotros. Y puede ser que lo sean, pero no tanto. Le publiqué un libro a Vargas Llosa, Los jefes, y no me lo perdonó nunca. Supongo que él sabía que yo tenía razón. Me parece que Vargas Llosa no hubiera existido sin esa novela. ¿Vos estás peleado con Los jefes? No sé por qué... Te la voy a publicar. ‘Ni se te ocurra’, me dijo. La publiqué igual. García Márquez tiene una manera de ser antipática. Yo no soy tan antipático como él, lo digo honestamente, porque puedo ser antipático, sobre todo cuando quiero. Yo creo que los escritores son como obreros metalúrgicos. ¿Qué diferencia hay entre Vargas Llosa y Augusto Timoteo Vandor? Los dos han hecho en cada momento lo que les ha parecido mejor. Eso es respetable, por lo menos para mí –aclara casi susurrando, sin subrayar la provocación–. También yo he actuado mucho así, con diferentes suertes.”
Alvarez dice que siempre admiró a los escritores judíos y que volver al juego con las obras de Rozenmacher es un tributo. “Me ha faltado serle honorífico a Germán, me parece el mejor de todos los autores judíos. Apenas tuve la oportunidad de hacer algo, quise hacer sus Obras completas, un tostón de casi mil páginas. No se publicaron sus obras completas antes y yo siempre he tratado de hacer las cosas que no hace nadie, no sé si por esnobismo o porque forma parte de mi personalidad. No me puedo reprochar a mí mismo mi lenguaje esquizofrénico. Con mis amigos hablaba de una manera y en casa de otra, con falda, gafas y coño; era un poco antiguo, ¿no? Yo tengo la manía de desacralizar y la Argentina es un país sacralizador, le gusta sacralizar todo. ‘Desacraliza que algo quedará’, decía David Viñas. Nunca fui efectista o fui tremendamente efectista, pero con mucho respeto por los efectos. Me encantaba llegar a las presentaciones del brazo de Norma Aleandro, de Norma Pons... me gustaba mezclar los ambientes.”
Alza la mano derecha con una delicadeza extrema para que la moza lo vea. No la quiere molestar pero necesita decirle algo. Hace rato que abandonó los ñoquis. Ella se acerca risueña, como si intuyera la próxima ocurrencia de Alvarez.
–Oye, ¿sabes que estaban duritos? Comí unos poquitos...
–¿Se los va a llevar?
–No.
–¿Entonces qué hacemos?
–Admirarlos...
En sus Memorias repasa instancias cruciales en las que el editor decidió cambiar de piel y volcarse hacia la música. “Recuerdo que después de que se acabó la presentación de Mandioca en la Sala Apolo se me acercó en la puerta un muchacho que me dijo algo como esto: ‘¿Vos sos Jorge Alvarez? Hoy empezaste a terminar con la música comercial’. Era Luis Alberto Spinetta. Se había dado cuenta de todo lo que eso significaba, de que algo importante se iniciaba. Nunca tuvimos una buena relación, no se llevaba bien conmigo, y creo que yo con él tampoco. Nos peleábamos bastante, se enojaba mucho cuando yo cantaba entre risas ‘Muchacha ojos de papel’ con voz y posturas tangueras. Pero nos tuvimos un mutuo respeto, él fue el gran poeta del rock argentino.”
–¿A quién prefiere: a los músicos o a los escritores?
–Ahora, al final de mis días, prefiero a los músicos porque son menos suficientes y no te dan demasiadas lecciones a la hora de vivir. El escritor tiene la manía de darte clase; es imposible evitarlo. Yo no soy grandilocuente, no estoy recitando a toda hora: “César, los que van a morir te saludan”. Más bien tengo desprecio por ese tipo de escritor. Usé una palabra muy fuerte: son escritores que me gustan menos. Nunca me gustó Juan José Saer, pero edité un libro de él, Responso, porque nunca fui un reaccionario. Yo soy bastante transparente, no oculto lo que pienso, por eso soy un tipo de encontronazos, me peleo bastante.
–¿Aún hoy?
–No. Hoy estoy rebajado, tampoco te podés estar peleando todo el tiempo. Antes era mucho más enojadizo.
Nunca había leído nada de Aira y le pareció una descortesía de su parte. Cuando se puso más o menos al día, Alvarez lo llamó y ahora evoca ese diálogo en el que discutieron un poquito. “A mí me gustaría hacer un libro donde en cinco o seis novelas se pudiera reflejar lo que siento que tú eres. ‘Ah, eso lo voy a hacer yo’, me contestó. Aira parece un escritor de otra época, se corresponde más a los Mallea, a los Mujica Lainez. Me halaga y me divierte tener una novelita campestre de Aira en la colección.” Alvarez anda en la “discusión interna” de cómo sigue la colección. “Tengo ganas de hacer crónicas de las crónicas. Una antología con textos de Hemingway y otros autores que me gustan. También me gustaría publicar a Beckett y a Pirandello”, agrega. “Me ofrecieron muchas veces hacer cine, aunque lo rechacé. Filmé una película por hacerle un favor a Cozarinsky. Pero no cometería dos veces el mismo error. Los directores de cine son más dictadores que los escritores y los directores de teatro. Son peor todavía. A mí no me gusta el cine porque no hice lo que se me dio la gana. Por eso no sirvo para el cine”, se queja apenas levantando el tono.
–¿Un editor hace lo que se le da la gana o lo que puede?
–Eso tiene que ver con la personalidad de cada uno. En algunos libros hubiera metido la mano. Así que no hice siempre lo que quise. Pirí Lugones hubiera sido una escritora formidable. Los oficios terrestres me parece el mejor libro que publiqué. Yo creo que Walsh hubiera sido un escritor deslumbrante, pero él estaba en otra. El quería ser un político deslumbrante y la política es un escalón un poco más heavy. Por eso nunca me dediqué a la política. De David Viñas reeditaría todo, incluso lo que no me gusta, como Cayó sobre su rostro o Dar la cara. David era un gran ensayista. Me hubiera gustado discutir con el Che Guevara porque es un lindo interlocutor, por lo menos para mi gusto... Hacer lo que hice. ¿De qué otra manera lo podría definir? A veces me preguntan, “¿vos te diste cuenta de lo que estabas haciendo?”, que parece un teleteatro de (Alberto) Migré (risas). Claro que me di cuenta de que “Esa mujer” era un cuento maravilloso y que Walsh pintaba para ser el Borges de hoy. Es algo que lo dijo Viñas, un ser muy inteligente que seguramente debía poner muy bien inyecciones.
–¿Cómo es eso de poner bien inyecciones?
–Los que ponen inyecciones son muy precisos y dan en el blanco: tac... ¿No se trata esta historia de dar en el blanco? Yo creo que tengo una parte pedante que intento ocultar. Soy el único editor que conozco que logró que la gente en las librerías preguntara: “¿Qué tiene de nuevo de Jorge Alvarez?” Eso no pasaba ni con (Giangiacomo) Feltrinelli ni con (Arnoldo) Mondadori ni con ningún otro editor. Siempre di en el blanco.
“¿Y tú qué haces?”, pregunta a Página/12 cuando llega el café con crema que pidió, tal vez un poco cansado del pasado que lleva sobre sus espaldas. Como si pidiera que le concedieran una tregua. La mirada se le nubla cuando menciona a Juan Tarodo –Juanito, “la mitad de mi alma”–, batero del grupo pop español Olé Olé, que murió en mayo de este año. “Creo que fui bastante prudente con mi cosa gay. Me enamoré pocas veces de los escritores porque nunca antepuse mis deseos a la edición. Los homosexuales me aburren un poco –confiesa Alvarez–. Yo soy populachero, no lo digo nunca para no quitarme halo. En realidad, soy una mezcla extraña de Yuyeta y de Mimí.”
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