Jue 27.03.2014
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CULTURA › OPINION

Atropellados por el morbo

› Por Emanuel Respighi

Un cronista de América Noticias apoya su micrófono en el portón de la sala velatoria para intentar captar los gritos y sollozos de Nazarena Vélez, en la última despedida de la actriz a su marido, recientemente fallecido. Pide silencio a sus compañeros para tomar el audio de uno de los momentos de mayor dolor por el que puede atravesar un ser humano. Al periodista no le basta con eso. Durante más de un minuto, lo único que se ve en pantalla es el color gris del portón y la cámara y el micrófono buscando entre las rendijas el mejor lugar para irrumpir en el último espacio de intimidad que parecía nunca poder violarse. Ese era el límite, se suponía. No para el cronista. Tampoco para la gerencia de noticias: el video se repetirá una y otra vez durante toda la jornada, adornando la canallada bajo el zócalo de “Exclusivo: los desgarradores gritos de Nazarena”. Nadie se pregunta para qué, con qué sentido, hasta dónde. El periodismo televisivo parece ya no tener límites.

La más reciente, extrema y miserable invasión a la privacidad no es un hecho aislado. Casi al mismo tiempo en que en América se daba el último paso de lo posible, de lo humano, por Twitter una productora de TV suplicaba a sus seguidores por alguna imagen del interior de la sala velatoria para poner al aire. Tampoco la mala praxis es potestad de la pantalla chica: hace días, la “nota” la daba un cronista de la revista Caras, que tomó una fotografía en medio del velatorio del diseñador Jorge Ibáñez. Como en el “Cuento de la buena pipa”, los límites se corren siempre un paso más, ante cada nuevo caso policial. Los manuales de estilo y ética periodística fueron atropellados por el morbo. El rating minuto a minuto es el nuevo, incuestionable y único criterio.

Que la pantalla haya perdido sentido común y humanidad es parte de un proceso en el que las señales informativas requieren contenidos las 24 horas, los canales generalistas priorizan la programación en vivo y la distinción entre la vida privada y la pública se ha vuelto cada vez más difusa. Asistimos hipnotizados, adormecidos, a una cultura del impacto que ya no es periférica como antaño y que nos forma como televidentes pero también como ciudadanos. El juego mediático es tan perverso como peligroso. Aun cuando no es menos cierto que Vélez ha hecho de su vida un reality show, exponiendo frente a las cámaras cada acto, nada parece justificar un proceder que tiene más de carroñerismo que de periodístico. En la era en la que la TV ya no se piensa, sino que se mide, buena parte de los periodistas olvidaron en algún lugar de ese proceso a la ética. El resto tal vez ni siquiera conoce su significado.

La pantalla televisiva se ha puesto peligrosamente amarilla. Y, esta vez, no es por culpa de Los Simpson. Aun cuando muchos superen en su falta de moral al mismísimo Homero.

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