Viernes, 28 de noviembre de 2014 | Hoy
CULTURA › IMPERDIBLE RETROSPECTIVA DE ALEXEI GERMAN A ORILLAS DEL MAR
Fallecido en febrero del año pasado, German fue uno de los secretos mejor guardados del cine ruso. Y el foco que le dedica el Festival de Mar del Plata, con obras maestras como su film póstumo, Qué difícil es ser Dios, confirma su talento.
Por Diego Brodersen
Indudablemente, uno de los focos de atención más intensos de esta 29a edición del festival marplatense, la retrospectiva casi completa dedicada al realizador ruso Alexei German (o Aleksey Gierman, dependiendo de la transliteración del alfabeto cirílico que se prefiera) es un punto de peregrinación para los cinéfilos más duros presentes en esa ciudad balnearia. Casi completa porque serán cinco los largometrajes que podrán apreciarse durante estos últimos días de festival, en otras palabras, todos sus films en solitario; el único faltante es su primer título, codirigido junto a Grigori Aronov en 1968: Sedmoy sputnik o The Seventh Companion en idioma inglés, cuya copia fue aparentemente la figurita difícil para el equipo de programadores. Nacido en la bella San Petersburgo en 1938 (por aquel entonces llamada Leningrado), German fue uno de los secretos mejor guardados del cine ruso hasta que su nombre comenzó a circular abiertamente hace algunos años. Algunos afortunados habían podido ver su penúltima película, ¡Khrustalyov, mi auto!, en el Festival de Cannes cosecha 1998, y los más conocedores poseían alguna desvencijada copia VHS de Mi amigo Ivan Lapshin (1985). Eso y poco más.
Las noticias comenzaron a llegar a comienzos de esta década: finalmente su anhelado (y dilatado, como se verá) proyecto de trasladar a la pantalla la novela sci-fi de los hermanos Strugatski, Qué difícil es ser Dios, tendría un final feliz. Rodada entre 2000 y 2006, a los tumbos y con infinidad de dificultades presupuestarias, las latas de negativos durmieron el sueño de los justos hasta que, hace algunos años, German pudo iniciar el montaje definitivo del film. Pero el autor no pudo ver la obra terminada y su sorpresiva muerte en febrero del año pasado dejó en manos de su hijo y su viuda los últimos detalles de la edición definitiva. La historia detrás de la realización de Qué difícil es ser Dios es el broche final en un relato de dificultades, censuras y dilaciones, razón por la cual el nombre de German no es ni remotamente tan conocido como el de algunos de sus colegas generacionales: Nikita Mijalkov, su hermano Andrei Konchalovski, Elem Klimov o Larisa Shepitko, por nombrar a algunos de los realizadores que conocieron el poderío (en todo sentido) del cine soviético y atravesaron con mayor o menor fortuna el glásnost, la perestroika y la nueva Rusia poscomunista.
¿Que si el cine de German está a la altura de los mencionados? Basta con ver sus cinco películas, realizadas a lo largo de cinco décadas, para tener una respuesta a la pregunta: un sí rotundo. Y con apenas un puñado de títulos. Tener la oportunidad de apreciarlos en orden cronológico y en pocos días es asistir a un proceso de gigantesco crecimiento como artista, de abandono de fórmulas y refinamiento de formas, de búsquedas cada vez más intensas y ambiciosas. El joven realizador detrás de Dura prueba bajo sospecha (1971) intenta horadar las capas más superficiales del relato bélico –toda una institución en el cine soviético–, y el film puede ser visto como una lucha contra presiones tanto internas como externas. El preciosismo de la escuela fotográfica soviética está allí, en sus magníficos encuadres en pantalla ancha, así como también el relato del héroe en tiempos de guerra y la unión de soldados y milicianos en contra del enemigo fascista. Pero más allá de los tópicos hay también momentos de enorme belleza y verdad: el campesino que sale a correr a su vaca en medio de los disparos cruzados, una mirada poco luminosa sobre los valores del realismo socialista redivivo de los años ’70, el diálogo franco y no exento de humor en el momento más inesperado. Tal vez por ello la película fue lanzada en unos pocos cines y su exhibición comercial no fue autorizada en las salas de cine de la URSS hasta varios años más tarde.
Su siguiente largometraje, Veinte días sin guerra (1976), se abre y cierra con sendas secuencias de soldados avanzando, pero es fundamentalmente un film intimista, como bien lo demuestra una escena temprana en la cual –en estricto plano fijo y sin cortes– un oficial de licencia le cuenta al protagonista las vicisitudes de la relación de pareja con su ahora ex mujer. La guerra mata, sí, pero también separa y divide a los que están vivos. Nueve años más tarde, en plena transición a otra era política y social, German estrenaba Mi amigo Ivan Lapshin, donde pueden rastrearse algunas pizcas del cine de Fellini y el estilo psicológicamente realista de sus films anteriores comienza a ser reemplazado por una mirada por momentos hiperrealista, en otras definitivamente surrealista, siempre algo hiperbólica. La vida a comienzos de los años ’30 en un pequeño pueblo, poco antes de la Gran Purga –la primera, la más terrible de todas–, es vista por German con un enorme sentido de la ironía: lejos de cualquier romanticismo o idealización, aquí conviven el hacinamiento, el miedo a la delación, la hipocresía y el servilismo. El talento del realizador radica en poder hablar de todas esas cosas con un enorme sentido del humor y un tono que roza el grotesco sin abrazarlo nunca en su totalidad. Mi amigo Ivan Lapshin contiene además las únicas imágenes en colores en toda la filmografía del cineasta, para quien el blanco y negro parecía ser no sólo una posibilidad, sino una obligación.
En ¡Khrustalyov, mi auto! (1998) conviven la observación aguda de actividades banales, una mirada ácida sobre el pasado de su país y una personalidad estilística depurada que, a esa altura de su obra y más allá de algunas influencias, sólo puede ser definida como “germaniana”. Algunas de las características más notorias de ese estilo –que pueden asustar e incluso dejar afuera a más de un espectador– incluyen un velocísimo ritmo, que la película nunca modera en sus dos horas y media de proyección, el abandono de un relato claro y definido en pos de escenas que intentan destilar ideas, sensaciones y emociones y el uso sistemático del plano secuencia que, lejos de la elegancia tradicional, se concentra en encuadres asfixiantes, movedizos y barrocos. El protagonista de la película es un reconocido médico y militar que, pocos días antes de la muerte de Stalin, reconoce que su nombre ha caído en desgracia y será perseguido y condenado a cierta clase de ignominioso ostracismo. Cerca del final aparecerá el mismísimo Stalin, en la que tal vez sea su representación cinematográfica más irreverente y patética.
Qué difícil es ser Dios, el testamento fílmico de German, es un hueso aún más duro de roer que Khrustalyov. Si el espectador llega unos cinco minutos tarde a la proyección no se enterará de que la historia no transcurre en la Tierra, sino en otro planeta que parece atascado en un período idéntico al Medioevo, al cual ha ido a parar un grupo de investigadores de nuestro mundo. Adaptación iconoclasta de la famosa novela de ciencia ficción homónima, el film de German es una experiencia física indescriptible, suerte de contracara del Andrei Rublev de Tarkovski. Aquí no hay trances religiosos o espirituales, apenas una filosofía del cuerpo y sus dolencias y placeres: los fluidos corporales, la lluvia y el barro componen una topografía humana en la cual reinan la dominación, la violencia y la penuria extrema. Punto máximo de destilación de ese estilo visual preanunciado desde su primera película, el film cuenta con una genial actuación central de Leonid Yarmolnik, como Don Rumata, y un diseño de producción a la vieja usanza que sólo puede ser descripto como extraordinario. El doblaje de los actores en la etapa de posproducción, presente en sus primeras películas como necesidad técnica, es aquí utilizado como recurso estético: las voces, sonidos y ruidos conforman un auténtico tapiz sonoro, por momentos una sinfonía cacofónica. Cine exigente, que poco da por sentado y nada sirve en bandeja, Qué difícil es ser Dios es una de las experiencias imperdibles de esta edición del Festival de Mar del Plata.
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