Viernes, 5 de diciembre de 2014 | Hoy
CULTURA › VALERIO BISPURI Y ENCERRADOS, UN NOTABLE LIBRO DE FOTOGRAFIAS
El fotógrafo italiano recorrió 74 cárceles de toda América latina, realizando una serie de retratos que buscaron escapar al lugar común. “No puedo prometer que va a cambiar algo. Sí que voy a mostrar su problemática”, les decía a los presos.
Por María Daniela Yaccar
Durante una década, los ojos y la lente de Valerio Bispuri vieron lo que pocos: 74 prisiones de Latinoamérica. Lo particular, más allá del trabajo, es el modo en que lo desarrolló: pedía autorizaciones y se metía solo a las unidades penitenciarias, llegaba a los pabellones y les contaba a los privados de su libertad el proyecto que estaba encarando, entablaba fugaces relaciones con ellos para poder hacer las fotografías, lidiaba con policías que a veces lo seguían por los pasillos, controlando de cerca lo que hacía. “Quería encarar un proyecto que contara todo el continente”, dice el italiano, autor de Encerrados (Contrasto), libro de tapa dura que recopila su recorrido y que incluye textos de Roberto Saviano y de Eduardo Galeano. Hoy lo presentará a las 19 en la Biblioteca Nacional (Agüero 2502, Auditorio Borges) y habrá unos pocos ejemplares a la venta.
La historia comenzó en Ecuador, en 2002. Por invitación de un escritor, llegó a la cárcel de Quito. En ese debut no le fue bien: le tiraron orina en la cabeza. “Aprendí que no podés entrar así como así. Que tiene que haber una previa: hablar, discutir, generar un contacto. En la fotografía es importante hablar con la gente, lograr profundidad y conocimiento. Entrar y sólo sacar fotos no vale nada”, cuenta a Página/12. Hizo “una gira” por cárceles del Ecuador y volvió a Buenos Aires, donde estaba viviendo en ese momento (se había instalado aquí en diciembre de 2001, un poco por casualidad y otro poco porque la crisis causó curiosidad a su esquema de pensamiento europeo). Fue entonces cuando el proyecto empezó a tomar forma, a hacerse de conceptos.
“La primera vez que pensé ‘acá algo está pasando’ fue cuando me encontré en la cárcel de Devoto y vi cuatro presos que estaban tomando mate en su celda, tranquilitos. Me imaginé que eso era cualquier bar de Buenos Aires. Hablaban de fútbol. Se me hizo un click en la cabeza: la cárcel es un espejo. Empezó la idea de ver la cárcel como reflejo de un mundo, un país, una cultura. Y se elaboró, con calma, la idea de hacer esto. Si es el reflejo de un país, la cárcel es, también, el reflejo de un continente”, relata Bispuri, quien también inmortalizó en imágenes el ríspido tema del paco. En cada nueva visita tenía que obtener el beneplácito de una serie de actores, bien distintos entre sí: autoridades políticas y penitenciarias, directores de prisiones, guardias, policías, los privados de su libertad. “La capacidad de comunicación era muy importante”, sentencia. A los detenidos les decía: “Estoy acá con el corazón. Creo que es importante presentar este mundo al afuera, con un proyecto internacional. No puedo prometer que va a cambiar algo. Sí que voy a mostrar su problemática”.
Una de las llaves para abrir los candados y poder meterse fue presentarse, en cada caso, como un fotoperiodista que quería mostrar aspectos positivos y negativos del universo retratado. Jamás mencionó la palabra “denuncia”. “En algunos países fue complicado. En Chile, por ejemplo, me hicieron esperar dos años para entrar a una cárcel. Pero, en general, los países más de izquierda son más duros, como Venezuela. En los de derecha es más fácil: en Colombia me abrieron todas las puertas, llegué a entrar a una cárcel de máxima seguridad donde había ex guerrilleros de las FARC, un lugar donde nunca había entrado un europeo”, desliza el fotógrafo.
Anécdotas y experiencias juntó por doquier, pero se acuerda, particularmente, de lo que vio en el pabellón 5 de la cárcel de Mendoza, donde le habían dicho que vivían “presos duros y feroces”. Era un lugar “inhumano”: “Había animales muertos, no tenía baño, todo estaba roto, en una celda de dos metros cuadrados dormían cinco, seis presos”, describe. El director de la cárcel y los guardias se oponían a que se metiera allí. El insistió. El director le hizo firmar una nota: no podía enviarlo ahí adentro con un guardia, tenía que ir solo y, si algo le sucedía, era pura responsabilidad suya. Quiso entrar igual. Dice que se lavó la cara en el baño y se dijo: “Vamos, Valerio, vamos”. Las piernas le temblaban.
“Estoy para ayudarlos, para ver la condición en que viven y para ver si podemos hacer algo con estas fotos. Si me hacen problemas, va a ser peor para ustedes y más van a ganar los guardias”, les dijo a los hombres que estaban detenidos. Pasó dos horas con ellos, lo recibieron muy bien. “En 2009, cuatro años después, gracias a una exposición que hice en el Centro Cultural Recoleta, una decisión del gobierno argentino y Amnistía Internacional, el pabellón dejó de existir. No digo que mis fotos permitieron esto, pero sí creo en su poder de generar algo, más allá de solamente mostrar”, dice Bispuri. “Esta fue una de las experiencias más lindas de todo el recorrido.”
Pese a que vivió episodios poco felices, como salvarse de que le inyectaran una jeringa con sangre infectada, siempre le importó correrse del tándem cárcel-violencia con el que insisten los medios. “Violencia también hay afuera”, destaca. “En Sudamérica, la gente se junta más que en Europa. Cuando tienen problemas, se ayudan, cocinan juntos, es más comunitario. Supongo que por eso aquí hay muchos menos suicidios. En el mismo espacio cotidiano conviven las peleas sangrientas y los partidos de fútbol, las bromas y las mujeres que se maquillan como si tuvieran una cita”, reflexiona. Siguió por Bolivia, Colombia, Uruguay, Paraguay, Brasil y Venezuela. Estos dos últimos pasos fueron “muy duros”. “En Venezuela (Los Teques, Caracas), los presos están armados”, advierte. Ganó premios importantes, llevó sus fotos por distintos países del mundo y publicó el libro gracias al crowdfunding (la vaquita virtual). Se le complicaba encontrar un editor porque la publicación le costó 20 mil euros. Las páginas muestran escenarios horribles, los alambrados, retratos, miradas, el fútbol, las mujeres con sus hijos, la libertad que se perdió o... la que nunca se tuvo (como escribe Saviano en el texto introductorio). Las imágenes son todas en blanco y negro.
“Durante estos diez años descubrí que existen celdas de aislamiento donde se puede dejar a un preso durante dos meses sin ver la luz, que los niños se pueden quedar a vivir con sus madres hasta los cuatro años para luego ser entregados en custodia. Descubrí que las mujeres presas no tienen derecho a visitas íntimas como los hombres, que una zapatilla colgando afuera de una celda indica una zona liberada, que la rabia llega a ser un sentimiento positivo y que la solidaridad existe también en las condiciones más extremas”, concluye Bispuri.
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