CULTURA › RECONOCIMIENTO DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL DE TRES DE FEBRERO A EDGARDO COZARINSKY
“La obra de Cozarinsky ha sido saludada como una de las más destacadas de la ficción narrativa, el ensayo visual y la experimentación documental”, ponderan desde la Untref, que lo nombró Profesor Honorario. El escritor y cineasta lo considera “un gesto de amistad”.
› Por Silvina Friera
El golpe familiar de un “estribillo” viene a la memoria como una ráfaga. ¿Cuántos principios de una novela –o un cuento– se pueden recordar sin necesidad de volver sobre las páginas de los libros? ¿Cuántas primeras frases quedan tatuadas en la intimidad lectora donde se anudan pensamientos y emociones, pesquisas y asombros, alquimias inesperadas y pequeñas epifanías? Quizá pocas se salvan de caer en el precipicio del olvido. “Los cuentos no se inventan, se heredan”, dice el viejo “en voz baja pero firme” de El rufián moldavo, la primera novela de Edgardo Cozarinsky reeditada este año por La bestia equilátera. “Es peligroso inventar cuentos. Si resultan buenos terminan por hacerse realidad, después de un tiempo se transmiten, y entonces ya no importa si fueron inventados, porque siempre habrá alguien que después los haya vivido”, continúa el viejo. La prosa del escritor –que el viernes fue distinguido como Profesor Honorario de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref)– suena limpia, fluida, perfecta.
“La obra de Cozarinsky ha sido saludada como una de las más destacadas de la ficción narrativa, el ensayo visual y la experimentación documental”, ponderan desde la Untref. El escritor donó a la universidad su biblioteca y sus papeles de trabajo, materiales que han permitido constituir el Fondo Cozarinsky. El narrador de Vudú urbano –libro “converso, diverso, perverso por no seguir la corriente”, lo definió Guillermo Cabrera Infante– declara algo que podría ser el manifiesto artístico de Cozarinsky o un modo de aproximación a su estética y sensibilidad “lateral”, entre los márgenes. “Detrás del esplendor de las grandes capitales, me divierte detectar una ciudad fantasma que lucha por manifestarse. En las fachadas de iluminaciones presuntuosas y vidrieras rastacueros, busco la mancha de humedad, la fisura prometedora, un rastro del desierto sometido. Divisa: desentrañar en la fatua presencia, la sombra que espera.”
Ese primer libro de ficción –Vudú urbano–, un texto a esta altura de culto con ese narrador que es una suerte de flâneur que captura escenas callejeras, fue publicado en 1985. Entonces ya había filmado varias películas como Puntos suspensivos (1971) y La guerra de un solo hombre (1981), entre otras. ¿Por qué postergó la escritura, la literatura? ¿Había una tensión entre vida y literatura? ¿Por qué esa “tensión” no se daba entre vida y cine? “Había miedo, falta de confianza en mí mismo, que con los años se va perdiendo, como también se pierden las ilusiones”, dice Cozarinsky a Página/12. “Tensión, lo dije a menudo, hay entre las ganas de estar solo y en silencio, es decir escribiendo, y el gusto por estar rodeado y peleando, es decir hacer cine.”
–¿Qué significa ser Profesor Honorario de la Untref?
–Lo siento como un simple gesto de amistad. Me cayó bien, de entrada, la atención a las disciplinas humanistas, a la creación artística, a iniciativas como la de una universidad virtual, algo volcado hacia el futuro de las nuevas formas de conocimiento, y al mismo tiempo la creación del Museo de la Inmigración en el viejo Hotel de Inmigrantes: un gesto de reconocimiento, que llega en el momento más necesario, a lo que la Argentina actual debe a quienes vinieron a formar el país. Además, que Aníbal Jozami, rector de la Untref, sea coleccionista de arte me hizo entender inmediatamente que esta no es una universidad dedicada a formar empresarios.
–¿Por qué decidió donar su biblioteca a la universidad? ¿Le costó despegarse de sus libros, aquellos que lo formaron y acompañaron?
–Estoy donando, gradualmente, una parte de mi biblioteca. A mi edad ya sé que hay libros que no volveré a leer, y otros que van a acompañarme hasta el final. Envié desde París cuarenta cajas y de los miles de volúmenes que tengo en Buenos Aires han ido otras tantas. Pienso que me quedaré, finalmente, con unos cientos, no muchos. Los otros estarán en la biblioteca céntrica de la Untref de modo que, si sintiera la necesidad, podré ir a consultarlos sin dificultad.
–¿Es un lector que deja marcas, que subraya, que hace signos, corchetes, círculos, rectángulos, anotaciones al margen o al pie de las páginas?
–Depende de que el libro me interpele como para marcar, subrayar, incluso comentar. Muchos volúmenes leídos están vírgenes de toda intervención.
–¿Qué libros lo hicieron escritor o le contagiaron el gusto por la escritura, por imaginar que era posible escribir sus propias historias?
–Es difícil saberlo. Diría que al final de la infancia, La isla del tesoro de (Robert Louis) Stevenson, en la primera adolescencia Martin Eden de Jack London. A los 13 años me sacudió La metamorfosis y entré en (Franz) Kafka. A los 15 descubrí a Borges y gracias a él que se podía escribir en castellano sin pomposidad ni folklorismo.
–Aunque nunca integró el grupo Sur, merodeaba por esos pagos o, como dijo Alan Pauls, fue el “ala chingada de grupo Sur”, ¿no?
–La frase de Alan es genial, pero no sé si es exacta porque, como decís, nunca pertenecí a Sur ni a ningún otro grupo. A lo sumo estuve de visita.
–¿Es verdad que trabajó con Borges? ¿Se animó a mostrarle algo de lo que escribía?
–A Borges lo conocí en las librerías de la calle Viamonte, cuando la vieja facultad de Filosofía y Letras estaba allí. El solía quedarse a charlar con María Rosa Vaccaro, la dueña de Letras, y yo los escuchaba. Más tarde lo vi a menudo en lo de (Adolfo) Bioy Casares, cuando me hice amigo de Bioy y de Silvina. No diría que “trabajé” con él aunque fui a sus clases, tan poco didácticas, más bien conversación entre amigos. Nunca me hubiera atrevido a mostrarle algo de lo que escribía. Ni a él ni a nadie, eran años en que estaba paralizado por el miedo a publicar.
Cozarinsky se fue a vivir a Francia en 1974, cuando la triple A mataba a mansalva. En París no tenía planificado hacer vida académica, pero se anotó en los cursos de Roland Barthes. “De Barthes me conmovió el lado literario reprimido por la hegemonía teórica francesa de su época, y ver cómo se fue liberando de ésta para darles permiso de expresión a sus sentimientos a partir de Fragmentos de un discurso amoroso”, recuerda el escritor.
–¿Está escribiendo algo?
–Sí. De qué se trata me voy a enterar cuando lo termine. Hay una novela y un ensayo. Me llevan más de lo que yo los llevo.
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