Vie 07.10.2016
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HISTORIETA  › OPINION

Yo no fui o confesiones del portero distraído

› Por Juan Sasturain

En esto, en este asunto de las historietas, como en el fútbol –para bien o para mal– el que prescribe ahí arriba piensa que siempre se trata de lo que hacen los jugadores. Ni los dueños, ni los técnicos ni los teóricos ni los comentaristas: los jugadores. Si le cabe algún mérito al que no juega pero está ahí, en el borde, reside en que elige –dentro de lo que hay o le cae en mano– con cierto criterio, aprovecha las virtudes de cada uno y los pone a hacer (y se sienta a disfrutar) lo que mejor saben. Y los alienta cuando les sale algo bien. Pero ni siquiera propone una línea de juego sino que trata de responder, con mayor o menor perspicacia, a lo que parece más convincente y representativo, original y verdadero entre lo que ve, que por supuesto no es todo lo que hay.

Incluso, yendo un poco más lejos, el que prescribe sospecha que es probable que la tarea principal del que no juega sea saber (o tener la intención de) abrir la puerta –o apenas dejarla abierta, entornada– para que los que sí lo hacen salgan a jugar. Y que alguno, incluso, se cuele sin permiso. Algo así como un portero distraído. Eso es lo básico.

Y en esto, como en el fútbol también y más precisamente como en el picado –su forma primigenia y no contaminada de juego ocasional– es muy importante la amistad: al que prescribe le gusta jugar –dentro de lo que se puede y se dé– con amigos, con compañeros, no con socios ni cómplices ni clientes. La amistad debe ser entendida, claro está, en el sentido esencial que le daba el Negro Fontanarrosa: amigos son los que nos permiten y a los que permitimos el trato sin guantes porque aquello que compartimos está más allá de la diferencia incidental e incluso de los buenos modales. Un amigo –decía el Negro– es alguien que viene y te dice “acabo de ver una película iraní extraordinaria” y vos le podés decir: “No me empieces a romper las pelotas”. Exactamente eso.

El que prescribe –además de menguantes ganas de laburar– ha tenido y tiene pocas expectativas, cierta pasiva impunidad y muchísima suerte. Es una azarosa combinación que no garantiza nada pero que suele favorecer / acompañar procesos no necesariamente exitosos pero sí perdurables. La suerte y la impunidad le han permitido durante estos años disfrutar y abusar de la amistad, la laboriosidad y el talento de Lautaro –el verdadero tutor / encargado de la criatura homenajeada–, de la paciencia y disponibilidad siempre creativa de Gabriel y de una cuasi invisible empresa editorial que sostiene y apoya sin preguntar / opinar más que lo mínimo no imponible. El que prescribe es consciente de que todo eso junto no es frecuente que pase. Y agradece mucho a todos a quienes corresponde agradecer.

Finalmente, el que prescribe sabe que ha acertado a veces y se ha equivocado seguido, que nada indica que todo eso no volverá a suceder y que en el fondo tampoco será demasiado importante. De lo que sí está seguro es de que este laburo de diez años –diseminado y sostenido en el esfuerzo y la voluntad creativa de tantos y tantos autores y artistas queridos, y con la consecuente fidelidad de lectores siempre alerta– es una de las mejores cosas que le han pasado. No que ha hecho (porque lo hicieron todos) sino que le han pasado; por encima y por adentro.

Por eso dice, una vez más: Yo no fui, pero siempre estuve ahí. Suerte para mí.

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