LAS LIBRERIAS QUE SE DEDICAN A LA EDICION, OTRO REFUGIO PARA LA LITERATURA
La Internacional Argentina y su editorial Mansalva, Crack-Up y Eterna Cadencia son la muestra de un nuevo fenómeno. Francisco Garamona, Néstor Pascuzzi y Pablo Braun cuentan su experiencia.
› Por Silvina Friera
Los paisajes se camuflan o se reciclan y a veces engañan con su velo de novedad. La figura del librero-editor se consolidó entre los años ’20 y ’40. Manuel Gleizer, que se vanagloriaba de haber editado 20.000 ejemplares en seis años (1922-1928), afirmaba que “al público hay que buscarlo, no esperar buenamente que concurra a las librerías”. Mucha agua corrió por el río de la historia y del mundo del libro, y esa tradición anfibia, más que perderse, quedó relegada a un rincón de la memoria. La cartografía del mercado crujió por la crisis de 2001, pero la devaluación del peso, que parecía que arrasaría con todo, reveló su lado inesperado. Los libros del exterior se encarecieron tanto que se volvieron un lujo imposible; los costos de la edición local, sin poder afirmar que se abarataron sustancialmente, perdieron su condición prohibitiva. Se fue creando una atmósfera favorable en torno de las posibilidades del libro en Argentina. Lo confirman, en parte, los emprendimientos libreros editoriales que surgieron desde 2005 por el barrio de Palermo: La Internacional Argentina, imbricada con la editorial Mansalva, de Francisco Garamona; Crack-Up, de Néstor Pascuzzi, y Eterna Cadencia, de Pablo Braun.
inauguró a principios de 2005. Pero el librero, poeta y editor Francisco Garamona está sumergido, dichosamente, en ese mundo desde los 16 años, cuando comenzó a tirar del ovillo del sueño de la librería propia. Se formó con el anticuario rosarino Armando Vites en los ’90, tuvo un puesto en Plaza Francia y en 2002 abrió su primera librería, Ascasubi, en Rosario. El pequeño monje budista, de César Aira, fue el primer libro de Mansalva, a fines de 2005: ya publicó 33. “La idea era sacar libros de los autores que nos gustan, como Aira, Arturo Carrera, que es un amigo y un gran poeta; publicar a nuestros contemporáneos y poner en librerías una serie de libros que circulaban en fotocopias o no tenían la movida de distribución que necesitaban”, explica el librero, autor de los poemarios Parafern, El verano, Carcarañá, Pequeñas urnas, Cuadernos de vacaciones y La leche vaporosa, entre otros. Junto con el de Aira, publicó El mendigo chupapijas, de Pablo Pérez, las tres novelitas de Dalia Rosetti, reunidas en el volumen Me gustaría que gustes de mí; Aún soltera, de Dani Umpi, y una reedición aumentada de La máquina de hacer paraguayitos, de Washington Cucurto.
“El vínculo entre la librería y la editorial tiene que ver con una forma de vida: la vida en torno de los libros, leyendo y escribiendo. Que la editorial funcione en la librería le da un dinamismo que permite que todo cierre”, plantea Garamona. “Aquí nunca habrá un Coelho, a lo sumo un Oliverio Coelho”, bromea. Esta librería de “usados seleccionados”, tal vez una de las mejores, se nutre de un buen catálogo de literatura argentina, traducciones y libros agotados. En La Internacional Argentina, nombre que homenajea a una novela de Copi, uno de sus escritores preferidos, hay mucha literatura argentina contemporánea, de los ’80 para acá, y poesía argentina de los ’60 hasta ediciones más recientes. “Trabajamos también de un modo curatorial, imponiendo a algunos autores, como Emeterio Cerro, a quien nunca se le dio la importancia que para nosotros tiene.”
El local de apenas 40 metros cuadrados, en la esquina de Gascón y El Salvador, es lo suficientemente acogedor como para quedarse toda la tarde revisando estanterías, sin dejar rincón por sondear. Garamona se jacta de ser el librero que tiene más libros de Aira, y señala los dos estantes destinados a “el autor de la casa”. “El centro se desplazó y ahora todo el mundo anda por Palermo”, admite. “Más que un nuevo polo librero editorial, es un polo social. Corrientes y Avenida de Mayo son inamovibles, pero pusimos la librería en Palermo porque vivíamos cerca y no había ninguna de usados en la zona.” Garamona no quiere saber nada con tener un bar. “Me gusta ir a los bares, tomar mi cafecito y leer, pero la cosa gastronómica no tiene nada que ver con el libro. Prefiero tener locales pequeños donde haya un solo librero, en este caso Laura Crespi, mi mujer y socia, o yo, porque lo mejor es que una librería sea atendida por sus dueños.” La editorial se llama Mansalva por el título de una antología que el poeta mexicano Gerardo Deniz publicó en los ’70. “Me parecía bueno que la librería tuviera su nombre y la editorial otro. Creo que lo hice también para que no me caiga todo el mundo con sus manuscritos, como una manera de ocultarnos”, ironiza el poeta, librero y editor, que a los 32 años lleva la mitad de su vida entregado a la pasión por los libros.
Néstor Pascuzzi, uno de los fundadores y socios de Crack-Up (Costa Rica 4767), pide una cervecita, se burla sobre su faceta de librero con un perfil acaso más “reventado” y repasa el momento en que pegó el salto. El proyecto nació cuando un amigo le sugirió que pusiera una librería. “La idea primigenia era tenerla a la vuelta de Filosofía y Letras, sobre Pedro Goyena, pero como no había locales nos vinimos a Palermo”, recuerda. “Yo trabajé cinco años en la Yenny de Santa Fe y antes había estado en Distal. Vendí mi departamento, buscamos esta casa y abrimos la librería el 25 de marzo de 2006. No sabíamos cómo llamarla, es como cuando escribís una novela y no tenés el título. Yo tiré un par de nombres y a uno de mis socios, que era muy fitzgeraldiano, le gustó Crack-Up. En vez de tener empleados, mi idea era convocar a gente del palo que supiera, y con un pequeño capital. Nos juntamos seis libreros y el empuje de todos hizo que el clima crack-up se pudiera sostener, aunque después el negocio no rindió y varios se retiraron. Ahora somos dos socios, Diego Singer y yo.” Pascuzzi tiene 44 años y trabaja en librerías desde los 27.
“Los libreros son los que tienen carreras truncas. Yo estudié abogacía, letras, filosofía, metí la cabeza en historia, pero el oficio de librero no se estudia, se hace de horas en el salón. Después está lo comercial, un aprendizaje en el que llevo tres años. Conozco a libreros que hace treinta años que trabajan en librerías y los quise tentar cuando buscaba socios, pero le tenían miedo a lo comercial. Yo también tuve miedo, pero salté”, dice Pascuzzi. “Bolaño hablaba de la mala onda de los libreros chilenos, decía que tenían ‘cara de ahorcados’, tipos un poco recelosos de cómo funciona el mundo. Y sí, hay algo de eso, hay un recelo con el comprador de libros de autoayuda”, asegura. “Mi principal modelo fue Juan Bajo, de Distal. El me formó y por su culpa tuve la fantasía de ser librero.” El clima crack-up, según Pascuzzi, se genera porque es una librería atendida por sus dueños. “Ahora tenemos empleados en el bar, pero yo llegué a cocinar. Hacemos un poco de todo y eso permite que me pueda tomar una cerveza con el cliente porque tengo una relación con él. La banda de socios anterior era bastante curda; hay una relación entre la librería y el café. El bar no fue rentable el primer año porque tomábamos más de lo que vendíamos. Pero pudimos encauzarlo.”
El primer libro que publicó la editorial fue Cer dos, en junio de 2006, una antología de poesía donde no figuran los nombres de los poetas, como si fueran poemas anónimos o una creación colectiva. Después siguieron las primeras novelas Mar para Bastián y Hiemal, ambas de Pablo Judkovski, y el primer poemario La constelación de Andrómeda, de Mariel Manrique. “Nos tomamos nuestro tiempo para editar por falta de recursos”, reconoce Pascuzzi. “Tengo la idea de traducir Crack-Up, aunque esté traducida en una edición española. Tenemos apalabrado a Marcelo Cohen como traductor, y sería una coedición con la revista Otra parte”, anticipa. “El viejo librero tenía algo más utópico, había cierta creencia en lo espiritual de la literatura que se perdió. La relación con el libro es la más íntima e intransferible que uno puede tener con una persona, sin que la persona esté presente”, subraya el librero, cuyo canon está integrado por escritores como Faulkner, Onetti, Saer y Piglia. “Las librerías son buenos lugares de resistencia. Acá vendemos muchos libros extemporáneos, títulos de Adorno, Blanchot, Montaigne, y muy poco las novedades”, aclara.
A veces una crisis personal clausura puertas pero abre ventanas imprevistas. Pablo Braun arrancó 2004 sin proyectos. Se separó y renunció al trabajo en una fundación que compartía con su ex pareja. “Me encerré y leía doce horas por día; me odiaba todo el mundo. Leí casi 300 libros en ocho meses, de los 500 que me había comprado. Lo único que hacía era leer e ir a las librerías”, recuerda Braun, ahora con 33 años, en el bar de Eterna Cadencia, en Honduras y Fitz Roy. “Pensé en abrir una librería sin tener idea de cómo funcionaba este mundo; soy un librero autodidacta, aprendí del ensayo-error. Empecé a buscar casas, y compré ésta en septiembre de 2004. La obra para reciclarla me llevó un año y tres meses.” Hasta que inauguró la librería –quizás una de las más lindas, que logra que alguien se sienta “en casa”– el 20 de diciembre de 2005. “Como soy muy ciclotímico, tuve mucho miedo, pero no me arrepiento”, afirma Braun.
“Eterna Cadencia es lo que significa para mí la literatura”, revela Braun. “Me gustaba más Desasosiego, y aunque me desaconsejaron que le pusiera ese nombre, como soy muy terco estaba muy decidido. Hasta que un día se me ocurrió Eterna Cadencia, por el movimiento, el eterno paso del tiempo y la eterna búsqueda de la sabiduría a través del libro.” Con la librería inaugurada, a Braun le picó el bichito de la editorial propia. Se anotó en un curso de edición y la primera clase dijo que quería tener una editorial. Lo cumplió, aunque algunos compañeros lo hayan mirado con esa expresión entre risueña y compasiva que generan los personajes que deambulan por los cursos. El azar o el destino lo cruzó con Leonora Djament, joven editora con vasta experiencia tras su paso por Alfaguara y Norma. Después de charlas e intercambio de figuritas, se dieron cuenta de que había una sintonía fina, y Braun logró tentarla para el proyecto editorial.
Desde agosto 2008 se publicaron los primeros libros en tres colecciones, ficción, ensayos y crónicas: la novela Cuarteto para autos viejos, de Miguel Vitagliano; dos reediciones de Oscar Masotta, Sexo y traición en Roberto Arlt, con prólogo de Luis Gusmán; e Introducción a la lectura de Jacques Lacan, prologado por Germán García; Fantasmas de Malvinas, crónica del historiador Federico Lorenz sobre su viaje a las islas; Frío en Alaska, cuentos de Matías Capelli; 1983, del fotógrafo Dani Yako, con textos de Estela de Carlotto, Raúl Alfonsín, Martín Caparrós y Beatriz Sarlo, entre otros; los imperdibles relatos de Recorre los campos azules, de la irlandesa Claire Keegan, traducidos por Jorge Fondebrider; los cuentos de Continuadísimo, de Naty Menstrual; los relatos de Los padres de Sherezade, de Daniel Guebel; la antología de cuentos sobre el tabaco, Vagón fumador. Acaba de salir otra antología, El futuro no es nuestro, con relatos de varios jóvenes narradores latinoamericanos. Y para este año está previsto publicar a Mario Bellatin, Los fantasmas de la masajista; Daniel Link y Juan Villoro, entre otros autores.
“Vamos a publicar unos veinte libros por año, buena literatura, mucha ficción y ensayo”, resume Braun, fanático del uruguayo Mario Levrero, “que me obligó a leerlo entero”. Braun cree que se está formando un circuito librero-editorial en Palermo. “Quiero una librería donde la gente venga, por eso tenemos el bar y hay una determinada selección de libros, porque no me interesa tener una librería de paso con libros de Coelho. Mi intención es que sea un pequeño centro cultural literario; que no sólo vengan a comprar libros sino a charlar. Ahora estoy pensando en organizar debates los martes.” ¿Cierran las cuentas de una librería que publica libros? Braun se ríe y responde: “Estamos en el mundo de la cultura, si querés hacer plata, andá a vender heladeras”.
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