Sábado, 7 de febrero de 2009 | Hoy
EL DESFILE DE LLAMADAS, TODO UN CLáSICO DE MONTEVIDEO
Celebración ancestral –su origen se remonta al siglo XVIII– es una de las instancias clave del Carnaval uruguayo. Pero la identidad que se formó en aquellas cuadras que median entre los barrios Sur y Palermo conserva su vigencia y tiene, este año, proyección internacional.
Por Facundo García
Estaba chispeando. Algunas gotitas tenían la suerte de ir a perderse en la piel de las negras esculturales que atravesaban como relámpagos de lentejuela las callecitas del Barrio Sur. A un lado, sus compañeros de parranda miraban las nubes con desconfianza. Había que armar todo para la primera noche del Desfile de Llamadas –la jornada más importante para muchos carnavaleros– y la idea de que se largara el agua los preocupaba. El conjuro funcionó: sea por bendición de los ancestros o por el bramido que expresaron una vez más esos tambores que las manos lastimadas van manchando de sangre en el avance de la marcha, lo cierto es que el tramo más potente de la fiesta popular se inauguró con una velada inmejorable que puso a bailar a todo Montevideo.
A las siete de la tarde, los vecinos ya saludaban a los comerciantes de su zona con un “te veo esta noche, vó”. Panzones tomando mate en la puerta, mujeres mayores zurciendo breteles hasta último momento –una aguja en una mano y el termo bajo la axila– y tamborileros ansiosos trajinaban adoquines realizando acciones fascinantes de nombre secreto para el recién llegado. El cuadro se completaba con grupitos de adolescentes que, entre cuchicheos, relojeaban a los visitantes desde la semipenumbra de viejas casas grandes que otrora fueron inquilinatos. Hace dos siglos, ese mismo paisaje fue sede de ritmos similares, usados por los esclavos para comunicarse entre sí cuando tenían un rato libre (de ahí el nombre de “Llamadas”).
Tan poderosa es la identidad que se formó en aquellas cuadras que median entre los barrios Sur y Palermo que hacia 1978 la dictadura decidió reducir a escombros el legendario conventillo “Medio Mundo”, que quedaba en Cuareim 1080 y fue uno de los centros que perfiló a la cultura carnavalesca tal como se la conoce hoy. Desde luego, no hay demolición que baste para aniquilar al candombe: ése es el motivo por el que en la tarde del jueves Waldemar “Cachila” Silva –descendiente de una familia señera de aquel caserón– controlaba los vestuarios y fogatas de su agrupación, que bautizó, precisamente, “Cuareim 1080”.
Más se acercaba la noche, más brillaba la sonrisa de Cachila y su alegría se repetía en la remera de Barack Obama que acababa de estrenar y había elegido especialmente para la ocasión. Los argentinos también dijeron presente entre las 40 mil personas que asistieron al primer capítulo del jolgorio. Era entretenido y filosófico ver a esposas con cara de loro retratando a sus maridos junto a señoritas que con sus plumas hacían pensar, más que en aves, en ángeles morochos. Hubo quien alquiló una azotea para mandarse un asadito y otros que como Pelu –un compatriota con cara de atorrante– prefirieron estar cerca de la calle. Haciendo ejercicios para su cuello contracturado, Pelu justificó la decisión: “Yo vine para convertirme en ‘lomonauta’, navegante entre el mar de lomos. No me muevo de acá”.
Como siempre, el fuego fue un ingrediente importante de la previa. Las llamas son indispensables para lo que los candomberos llaman “templar las lonjas”, es decir, dar calor a los cueros de los instrumentos para que suenen mejor. En consecuencia, las fogatas que se habían iniciado tímidamente se volvieron constelación, avivadas por el viento de la rambla que da al Río de la Plata.
En ronda, un grupo de montevideanos aprovechaba para repetirles a los extranjeros que no hay que confundir las comparsas con las murgas. “Se centran en el trabajo de la percusión, las bailarinas, las vedettes y las coreografías con arquetipos populares, más que en el canto o los espectáculos ‘teatrales’. Y cada comparsa tiene entre cien y ciento veinte integrantes, en tanto que las murgas uruguayas rondan los diecisiete. De esa multitud, entre setenta y ochenta personas se encargan de los tambores, que se dividen en pianos, chicos o repiques”, aleccionaba Selva, una argentina que se hartó de Buenos Aires y empezó a gritar los goles de la Celeste. Multiplicando esas cifras por veinticuatro –ése era el número de conjuntos que actuaban– se puede tener una idea del sonido atronador que ponía a bailar a la ciudad a eso de las nueve.
Los más grandes les marcaban el ritmo a los chiquilines: “Borocotó-borocotó-chás chás”. La onomatopeya se voceaba de acá para allá como una partitura invisible, sin que la coincidencia con cierto apellido implicara ganas de pasarse a otra compañía. Ya en la calle Isla de Flores, se levantaron estandartes con colores que representaban a naciones africanas. Detrás venían las estrellas y las lunas, en reconocimiento a los que no están y a lo nocturno como refugio de la libertad. Siguiendo la fila sacudían la cadera las “mamás viejas”, figuras que antiguamente eran encarnadas por esclavas mayores que se ponían ropa usada de sus patronas y las parodiaban. Pegaditos iban los gramilleros, ancianos que caminan como en trance, supuestamente afectados por el amor hacia las jovatas y por las hierbas “medicinales” que llevan en una valijita.
En el palco oficial, los senadores Jorge Larrañaga y José “Pepe” Mujica –probables candidatos a presidente para las elecciones de octubre, por el Partido Nacional y el Frente Amplio, respectivamente– intercambiaban impresiones a menos de un metro de distancia, en un gesto político que sería extraño en otras latitudes. No muy lejos andaba Pedro, hijo del dictador Juan María Bordaberry. “Entiendo que estés confundido –asentía un uruguayo con pinta de manejar el ambiente–. Lo que pasa es que acá tenemos una cultura política distinta a la de ustedes. Esos dos pueden opinar diferente, pero nadie los va a cuestionar por compartir una grada. Menos si todos están bailando.” ¿La lluvia? Bien, gracias.
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