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Domingo, 10 de mayo de 2009

UNA NUEVA VERSIóN DE EL BESO DE LA MUJER ARAñA, DE MANUEL PUIG

Identidad, dominación y dependencia

Rubén Szuchmacher dirige la versión teatral del encuentro entre el guerrillero Valentín y “la loca” Molina, que sigue ayudando a disolver estereotipos sobre figuras míticas, más allá de un momento histórico determinado.

 Por Julián Gorodischer

Ahora tengo que aguantar que me digas lo que me dicen
todos: que de chico me mimaron demasiado y que por eso
soy así, que me quedé pegado a la polleras de mi mamá...
(Molina, en El beso de la mujer araña, de Manuel Puig).

Molina (Humberto Tortonese) se sacó de encima el nombre de pila de varón, y se hace llamar a secas: Molina. El estreno de la obra que dirige Rubén Szuchmacher, 33 años después de la primera edición de la novela de Puig, reformula preguntas que, con su vigencia, garantizan el estatuto del clásico: cómo se encaja o se resiste al rol adquirido en el sistema de la dominación. Puede hacerse el ejercicio y se verá: hay que aplicarle a la obra la reflexión de la llamada madre de los “estudios queer” (Judith Butler, autora de Cuerpos que importan, invitada reciente a la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires) y verla dialogar con las intervenciones de Tortonese y Martín Urbaneja, producida artísticamente por José Miguel Onaindia: se sigue desnaturalizando el modo en que se afirma una identidad ante el mundo.

Teoría de la dominación

En una celda sin nombre para presos sin número, espacio–tiempo no precisado por referencias puntuales a un marco específico, conviven un guerrillero de no se sabe qué organización y un “abusador” de no se sabe quién o qué cosa. “Molina es un pobre tipo, es una loca, un homosexual que no entró a la cárcel por corrupción de menores, sino que, pienso, entró porque se acostó con uno que en lugar de 18 tenía 17 y la madre lo denunció”, declaraba Tortonese a pocos días del debut.

Identidad escindida entre un deber y un querer ser, estigmatización ejercida por una mayoría “discursiva”, mandatos autoimpuestos que contradicen el deseo: la inteligente apuesta de la dirección es recargar las coincidencias entre dos “sufrientes”. Ahí es donde el encuentro “con el otro” cobra actualidad: el énfasis en lo abstracto ayuda a que se conforme un “tratado general sobre la identidad del sometido (a un hombre o un mandato)”, desligado del aquí y ahora de los personajes o el público.

Una elección más obvia habría traspolado la escritura de Puig al presente actual en que “la guerrilla” latinoamericana de los años ’70 sobresale como tema de interés y es valorado por la agenda de editoriales, productoras y medios de prensa. En la obra El beso de la mujer araña, en cambio, el énfasis está en difuminar la referencia a lo concreto: un cuadro onírico, dos personajes sometidos a una voz en off, un agujero por donde pasan comida, un aislamiento sin plazos ni términos pautados; el sometimiento y la estigmatización separadas de un tiempo concreto no se limitan a una sola dimensión espacio-temporal.

El “puto” y el “guerrillero” se reducen a un “uno” estigmatizado y estigmatizante a la vez, que integra en un solo cuerpo las contradicciones entre la resistencia y la reproducción del orden de lo instituido.

Frente a qué resisten

“El sexo no es sencillamente algo que uno tiene o una descripción estática de lo que uno es: será una de las normas mediante las cuales ese ‘uno’ puede llegar a ser viable, esa norma que califica un cuerpo para toda la vida...” (Judith Butler, en Cuerpos que importan.)

Roles e invertidos

Lo verdaderamente productivo es pensar a dónde conduce la elección por el predominio de lo abstracto y la inversión de poderes que permite al “puto” pasar de una minoridad o relegamiento estereotípicos a macho alfa, administrador del/ los relato/s, que hipnotizan al macho (reseñas orales de films románticos). Como postula Butler, el teatro puede hacerse cargo de desandar los fósiles del lenguaje y el sentido: se desmitifica al guerrillero para mostrar sus grietas: la sumisión al aparato, el prejuicio sobre los “putos”, la contradicción de amar al/la burgués/a a la par de que se lo repudia en público. Desde el texto de Butler, o desde la versión teatral, se convoca a extrapolar la teoría sobre minorías sexuales en los términos universales de la subordinación.

El resultado, en estas escenas, es que el estereotipo estalla como signo, para que aparezca un orden verdaderamente subversivo en el cual “la loca” domina al macho de la lucha armada mientras él le pide más y más relatos de película romántica; ella resiste como puede, hasta donde pueda, por él, ante la autoridad. Desarmando el aparato de símbolos que constituyen al macho y a la hembra, se complejizan figuras, ambas, desentendidas de la lógica que se les adosó como sentido unívoco desde “el principio de los tiempos”. “La loca”, “el macho”: quizás exploten como un campo minado de sentidos fósiles. O tal vez los que revientan sean “Hollywood y la Revolución, las dos utopías del siglo”, como definía certeramente un comentario a la primera edición de El beso de la mujer araña.

“Todas las personas deberían construirse como lo que les gusta; el secularismo actual tan antirreligioso y moderno,también puede ser una forma de absolutismo y fanatismo”, escribió Butler en El género en disputa. La obra está en esa sintonía: no se reduce a los argumentos previsibles sobre opresores y oprimidos, piensa las formas invisibilizadas de lo dominante en todos los grupos. “Hacer propio al género es deshacer las nociones dominantes de la categoría de persona”, aclaró Butler en una conferencia en la Feria del Libro.

Provocador

El Sultán (Valentín) seguirá vivo, en este caso, mientras Scherezade (Molina) siga contándole una más entre las mil historias que repartirá entre las noches que pasen juntos. El Sultán –el recio– expresa condición enamoradiza, practica el sexo entre hombres, se identifica con heroínas de drama pasional. El adora las historias de amor y le pide detalles a la princesa; se enoja cuando queda inconcluso el devenir del romance, se queja...

–Ay, no me exijas tanta precisión –responde “la loca”.

¿Romance y consumación del acto sexual entre detenidos políticos del mismo sexo? ¿Otro tabú develado? Se violentan, trastruecan, subvierten los modos previstos para abordar determinados géneros de la “realidad comprometida”. El arte –diría Butler– es un soporte ideal para visualizar los elementos de la dominación. Una estructura trastrocada permite notar cómo las propuestas revolucionarias tendieron a reproducir, en el interior de sus organizaciones, los mecanismos de la humillación sufrida. La sumisión del guerrillero y el control de relato de parte de “la loca” “deshacen –citando un título de Butler– el género”; ambos, Valentín y Molina, concretan, con su vínculo, una utopía de transformación de estereotipos vigentes; esa visión (del macho/ la hembra; el sultán/ su princesa Scherezade) despierta una pulsión transformadora.

En palabras de Butler: “El arte es la interpelación que modifica la vida”.

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Humberto Tortonese (Molina) y Martín Urbaneja (Valentín) ponen el acento en la universalidad del texto.
 
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