Sábado, 16 de mayo de 2009 | Hoy
ARRANCó LA COMPETENCIA OFICIAL DEL FESTIVAL FRANCéS
Mientras Jane Campion da un paso atrás con su film Bright Star y el coreano Park Chan-wook da nuevas pruebas de su pasión por el exceso con Thirst, la primera perla vino de una sección paralela: Police, adjective, del rumano Corneliu Porumboiu.
Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
La tormenta de viento y lluvia que ayer tomó por sorpresa a Cannes –y que apenas si permitió a Martin Scorsese acudir a la sesión de fotos frente al mar que antecedió a su presentación de la fundación que preside, dedicada a preservar el patrimonio fílmico universal– pareció parte del decorado del día, una jornada cinematográfica dedicada a las tempestades del alma. Si hay un tema esencialmente romántico es el del amor como enfermedad, como un dulce mal que atraviesa a una pareja de agonistas. Dos de las películas que pasaron ayer por la competencia oficial del Festival de Cannes vuelven sobre esta materia recurrente de la literatura y el cine. Y no podrían ser más distintas. Mientras Bright Star, de la neocelandesa Jane Campion, adscribe a las formas más canónicas –por no decir convencionales–, Thirst, del coreano Park Chan-wook, elige en cambio la que ya es su marca de estilo, el exceso, en todos sus sentidos.
Inspirada en la biografía del poeta romántico John Keats (1795-1821), que murió a los 25 años de tuberculosis, Bright Star se concentra básicamente en su historia de amor platónico con Fanny Brawne, “la mujer de la próxima puerta”, como hubiera dicho François Truffaut, una joven y bella vecina completamente ajena al mundo literario, pero que gracias a su sensibilidad es quien llega a comprender mejor al hombre y su obra, por entonces muy cuestionada. Como corresponde a la época, Keats y Fanny se permiten apenas miradas, rodeos, algún tímido roce de manos, después de haber sido de-salentados respectivamente por la madre de ella, pendiente de las habladurías de Londres, y del mejor amigo de él, quien considera a Fanny una mujer ignorante y frívola, porque se dedica a la costura, con un talento equivalente al de Keats con la pluma. La creciente fragilidad del poeta condenará fatalmente ese amor antes de poder ser consumado.
De la directora Jane Campion –Palma de Oro 1993 por La lección de piano– se podía haber esperado una película sino más audaz por lo menos más potente, en la relación de sus personajes, en las imágenes con las que recrea un mundo perdido en el tiempo. Al fin y al cabo, Campion ya había dado muestras de manejar de manera original el film de época, como lo hizo en su vigorosa versión de Retrato de una dama (1996), sobre la novela de Henry James, con una tensión y una iracundia en las antípodas de las buenas maneras del cine de James Ivory. Pero aquí en Bright Star Campion parece sufrir en cambio el síndrome de la BBC (una de las compañías productoras): todo es de una corrección formal excesiva, como si en la película hubiera tenido más peso la escenografía y el vestuario que la propia directora.
En las antípodas de tanto esmero pictórico se ubica, en cambio, Thirst / Bakjwi, la flamante película del coreano Park Chan-wook, Gran Premio del Jurado de Cannes 2003 por Oldboy, la película que lo dio a conocer en Argentina. En el estilo siempre inmoderado de Park, aquí los amantes condenados son una pareja de vampiros contemporáneos, tan sedientos de sangre que son capaces de eviscerar a sus propias familias. Que el vampiro masculino sea un cura católico víctima de un fallido experimento médico no deja de ser un plus, ya que los crucifijos no tienen absolutamente ningún efecto sobre su condición. Pero lo que califica de romántico a Thirst no es tanto la naturaleza vampírica de los personajes ni la inexistente referencia a la estética gótica con que habitualmente se los representa, sino la pasión enfermiza que el cura siente por la mujer de quien alguna vez fue su mejor amigo, pasión que ella le retribuye de la manera más exaltada y monstruosa. Religión, matrimonio, familia, todo es presa del sonido y la furia de Park Chan-wook, que trabaja simultáneamente varios registros, del horror al humor negro, hasta casi perder la noción de cuál es el centro de su film, si es que finalmente tiene alguno.
Si lo que se busca es rigor, la gran película del festival –al menos en sus primeros tres días– es la rumana Police, adjective, de Corneliu Porumboiu, Cámara de Oro a la mejor ópera prima de Cannes 2006, por la estupenda Bucarest 12:08, que llegó a ser un moderado éxito de público en Argentina. En su segundo largometraje, que participa de la sección Un Certain Regard, Porumboiu (34 años) vuelve a demostrar su corrosivo sentido del humor y su afiladísimo escalpelo para diseccionar a la sociedad de su país, pero aquí en manos de un director ya mucho más maduro, capaz de proponer un film que plantea un problema de orden moral indiscerniblemente ligado a un problema de lenguaje.
Como en Bucarest 12:08, Police, adjective es un film simple y accesible en su superficie, pero que por debajo de esa evidente sencillez de recursos –económicos y formales– propone una sofisticada lectura de la realidad. La trama no podría ser más transparente. Un policía de una ciudad de provincia de Rumania tiene asignado un caso banal, seguir a un estudiante secundario que fuma marihuana y que incitaría al menos a dos de sus compañeros a fumar también algún porro. Desde la letra de la ley rumana, el hecho es punible y puede acarrear incluso la cárcel, pero el policía –joven, recién casado– se resiste interiormente a cumplir con su deber, a pesar de la presión de sus superiores, formados sin duda en la era Ceausescu.
Nada más, pero tampoco nada menos. Police, adjective es un film hecho de simetrías, de paradojas, como que en su primera mitad casi no tiene diálogos, porque consiste en el seguimiento que el policía hace del muchacho y en los informes que redacta a mano y que la cámara va leyendo completamente muda, como quien lee una carta. Por el contrario, casi toda la segunda mitad está dedicada a tratar problemas de lenguaje, ambigüedades de la palabra, desde una burda canción romántica que el policía discute con su esposa (de quien se sugiere es profesora de Lengua) hasta el tour de force final durante el cual, diccionario mediante, el comisario intenta convencer al obstinado novato de las diferencias entre ley jurídica y ley moral, pasando por la noción de “conciencia”. Una pequeña obra maestra, que para tranquilidad de los cinéfilos porteños el Bafici –donde Porumboiu el año pasado se desempeñó como jurado– seguramente no dejará pasar.
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