Sábado, 6 de junio de 2009 | Hoy
OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
“Tú no has ganado nada.”
José Luis Chilavert
La iniciativa se planteó en Facebook hace un par de meses, y el 21 de mayo se realizó la presentación oficial: en Kika, Jeal Producciones convocó a los Premios Luca Prodan a la Música Independiente, que ya reciben postulantes para nada menos que 49 rubros repartidos entre artistas nacionales e internacionales, en géneros que van del tango al reggaetón. No es la primera vez que el nombre de Luca se utiliza para repartir premios, pero el proyecto llama igualmente la atención: utilizar al pelado, que se cagaba de manera olímpica en esa clase de estampitas, y promocionar el evento en una discoteca palermohollywoodense –que también podría haber sido Una noche en New York City–, tiene tanto sentido como instaurar los Premios Sid Vicious al Deporte o los Premios Ozzy Osbourne a la Música Folk.
Pero después de todo, ¿por qué habría que extrañarse? Desde que el mundo es mundo y la industria es industria, los premios poseen una lógica propia, una sintonía diferente de las cosas. Para complicar aún más el asunto, el del premio es un concepto mutante: es el terreno de juegos más divertido para la sardónica sonrisa de Jack Nicholson en Los Angeles, pero también el magro conformismo del hincha que ya vio perder a su equipo y obtiene el premio consuelo de que en el último partido del día el eterno rival caiga por goleada. Es el premio a la paz con nombre de inventor de dinamita, y el triunfo del hijo de uno en el concurso de manchas del jardín de infantes. Es la Copa del Mundo, el boleto capicúa y la rifa de los estudiantes rumbo a Bariloche, es aplauso, medalla y beso: con todas sus camaleónicas posibilidades, a todos les gusta recibir un premio.
Allí van, entonces, en el mismo oro y en el mismo barro, el esforzado volante de contención que recibe un premio a la perseverancia clavándola en el ángulo en el minuto 90, el político perseguido galardonado por su lucha por los derechos civiles, el escritor coleccionista de títulos literarios engualichado por tanta envidia ajena, el ganador del Gordo de Navidad y el que calzó el 314 a la cabeza, Melba Mondragón de Domínguez (el lector que la recuerde podría hacerse acreedor de un... premio), el guitarrista del año en la Encuesta Pelo 1980, el fabricante de yerba premium con su distinción a la excelencia y el noble potrillo que se llevó al tranco y de orejitas paradas el Gran Premio Carlos Pellegrini.
(He ahí un lindo brote de megalomanía: no conforme con la aparatosidad de un premio en sí, hubo quien buscó el non plus ultra de inventar el Gran Premio.)
“No soy matemática, pero quisiera hablar de dos simples números que últimamente me vienen preocupando: el cero y el uno”, dice Laurie Anderson –mutada en presentador de voz masculina– en la apertura de Home of the brave, de 1984. “Echemos un vistazo al cero. Nadie quiere ser un cero. Ser un cero es ser una nada, un nadie, un ‘ha sido’. Por otra parte, casi todos quieren ser un número uno: ser un número uno es ser un ganador, al tope de todo, lo máximo. Lo cual explica un poco la obsesión nacional por este número en particular. Ahora, en mi opinión, el problema con estos dos números es que están demasiado... cerca. Dejan muy poco espacio para todos los demás.”
Punto para Mrs. Anderson: ¿qué pasa con el runner up, el segundo, o el tercero o el quinto, el billete sin premio? ¿Qué pasa con los que no tienen nada en la estantería, aunque hayan hecho cosas dignas de premio? Quizás es por eso que, en cierto punto de su larga historia, la Academia de Hollywood tuvo un brote de corrección política y dejó de decir “And the winner is...” para apelar al más elegante “And the Oscar goes to...” Vamos, ánimo, llegado a este punto todos somos ganadores, aunque solo el que levanta la estatuilla pueda después triplicar sus honorarios por película. Nadie puede tomarse demasiado en serio los American Music Awards, tan proclives a premiar según la tabla de recaudaciones y de venta de discos: la lógica de ese premio particular sí es de winners, el no obtener premio es aún más humillante, la certificación de ser un cero. Otros premios hacen hincapié en una orientación “más artística”, pero siempre quedará la duda de qué es lo que se premia, las ganas de ver a una estrella de rock subir al estrado y declarar “este premio me pone muy feliz, pero no por las razones que ustedes creen”, y que llegue a casa y use el gramófono dorado como adorno en la pecera tropical.
Los premios atraen, aburren, divierten, provocan discusiones inútiles, exceden la capacidad de asombro. Con el correr del tiempo apenas recordaremos si aquel programa que nos gustaba tanto ganó el Martín Fierro o quedó afuera del festejo por emitirse en el canal rival del que transmitió la ceremonia ese año. La ceremonia, precisamente, es lo que más sorprende de los Carlos Gardel, que premian –entre otros– a un género nacido sin ninguna ceremonia. “Y el Gardel de Oro es para... ¡Moris, por haber inventado el rock barrial con ‘El Mendigo del Dock Sud’!” La ceremonia que tanto gusta a las discográficas, entregarle el Disco de Oro o el Disco de Platino a un artista entre flashes y bocaditos, huele a cartón pintado: el sello le informa a Capif que vendió quichicientos mil discos de Enemigos íntimos de Joaquín Sabina y Fito Páez, y Capif emite el disco triple de platino y abundan las sonrisas y los brindis y las felicitaciones. Lo que todos prefieren dejar bajo la alfombra es que el sello vendió todos esos discos... a Musimundo, que en todas sus sucursales hace hermosas torres de CDs que esperan compradores que no llegan. Los discos de oro son un premio... a la creatividad de los ejecutivos.
Volviendo a los premios Luca Prodan: la elección del nombre también es curiosa por tratarse de unos galardones “a la música independiente”. Quizás haya que recordar que Sumo fue muchas cosas –casi todas buenas– pero no fue una banda independiente. Sí en sus inicios (para ponerse en preciosista, toda banda que comienza es independiente: no hay un empresario que pague la sala de ensayo y los instrumentos, los músicos consiguen eso con el sudor de su frente), sí cuando recorrió el circuito de pubs y editó con su propio dinero el notable Corpiños en la madrugada. Después apareció Walter Fresco y los hizo firmar para CBS, hoy Sony Music, hasta hace poco Sony BMG: fue en una compañía multinacional donde Sumo y Luca hicieron su carrera. Pero en eso no hay juicio peyorativo. Un resabio de ese modo “capanga de plantación de algodón” con el que los sellos tratan a menudo a los músicos llevó a la tajante conclusión de que todo lo que hace la discográfica grande es una perrada. Por extensión, la independencia se convierte en un valor positivo en sí: si es Bayer es bueno, el mero hecho de no bajarse los lienzos ante una multinacional parece alcanzar para darle lustre a una banda, aunque sus integrantes no tengan idea de cómo se construye un acorde con séptima disminuida.
La independencia como valor intrínseco es, si se quiere, efecto de dos experiencias exitosas en el campo, ambas nacidas en los ‘70: una de ellas contó con el aporte del recientemente fallecido Nono Belvis, que fue parte de la seminal iniciativa Músicos Independientes Argentinos. La otra nació como experiencia multidisciplinaria y terminó forjando un fenómeno de masas finalmente aplastado por su propio peso. Autogestionarios y enormemente celosos del cuidado de su obra, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota fueron el modelo deseado por infinidad de agrupaciones que los siguieron e intentaron el mismo milagro, llevarse la legítima tarasca por cada show y cada disco vendido, no permitir el bastardeo de compilados hechos por el billete fácil, no acatar otras órdenes que las del propio instinto artístico. Cuando la cosa funciona, el premio mayor es que el triunfo es de uno y de nadie más, y los fracasos enseñan más que el tirarle una pelota resentida al entorno. El uno y el cero viven en la misma casa.
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Se dijo al principio, y es momento de repetirlo: no es la primera vez que se utiliza el nombre de Luca Prodan para una repartija de premios. Hubo un tipo que hizo lo mismo, que en su momento y en graciosas ceremonias en su boliche supo premiar a la revista web El Acople por su aporte al medio, galardonar a La 25 y Callejeros por su creciente popularidad. Era en Cemento y el tipo era Omar Chabán, hoy más cerca de Devoto que de la gloria de un premio.
And the Luca goes to...
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