Sáb 07.11.2009
espectaculos

RECORRIDO POR LA FERIA DEL LIBRO DE SANTIAGO

Un “viernes chico” entre volúmenes

En el encuentro editorial trasandino el público manifiesta su respeto e interés por la literatura argentina, invitada de honor de este año. Fogwill, por ejemplo, no necesitó meterse al público en el bolsillo, porque ya lo tenía de antemano.

› Por Silvina Friera

Desde Santiago

Santiago tiene una apariencia desordenada y un tanto caótica. Si no fuera por el valle, que parece contenerla, ese desorden bien podría atravesar la Cordillera y prolongar su contagio. “Jueves es viernes chico”, dice el taxista, refrán que resume las imágenes que compone el tránsito en la previa del fin de semana. En una de las zonas más populares de esta ciudad, un edificio imponente de estilo neoclásico a la chilena anuncia la llegada a la Feria del Libro de Santiago (Filsa). Es el centro Cultural Estación Mapocho. Por aquí ya no pasa el tren, pero no fue un punto más en el nudo de las comunicaciones santiaguinas. En esta superficie de más de veinte mil metros cuadrados, que aún huele a ferrocarril –tal vez el olor sea una falsa impresión de la retina–, la antigua estación Mapocho fue la más importante red ferroviaria del país. El reciclaje preservó la fachada original, las columnas y la cúpula. Sólo el color cambió. Antes era blanca; ahora es rojo ladrillo. Cerca, del lado norte, se encuentra el río Mapocho, palabra que posiblemente sea una variación de “mapuche”, que significa “gente de la tierra”. Donde antaño se esperaba el tren, hoy los santiaguinos se encuentran con los libros, en este país de poetas y de notables escritores que no dejan de manifestar su admiración por la Argentina, el país invitado de honor de esta 29ª edición.

La sensación térmica en la fiesta cultural más importante del país transandino se hamaca de un extremo a otro según pasan las horas. Al mediodía, el calor aprieta; a la nochecita, el frío lastima. En el stand de la Argentina –montado por la Dirección de Asuntos Culturales de la Cancillería, también a cargo de la programación de las actividades culturales–, la escritora Silvia Maldonado está en pie, pese al cansancio que acumula desde que comenzó la Filsa, el viernes pasado, cuando por primera vez dos presidentas, Cristina Fernández y Michelle Bachelet –a nadie se le escapa la emoción que ha significado ver a dos mujeres, dos políticas latinoamericanas progresistas, en vivo y en directo–, inauguraron esta feria. “Los libros argentinos tienen un atractivo enorme para los chilenos”, le dice Maldonado a Página/12. Hay muchos libros editados por la Conabip (Comisión Nacional Protectora de Bibliotecas Populares) y la Biblioteca Nacional, a pesar de que las mujeres, que entraron gratis el miércoles, arrasaron con los catálogos y casi amagan con agotar los 5000 ejemplares de un pequeño libro publicado por la Biblioteca Nacional, que se entrega gratis: Rutina y transgresión en el lenguaje, de Humberto Giannini, un prestigioso filósofo chileno, miembro de la Academia Chilena de la Lengua. “Soy biólogo, pero él fue mi profesor”, dice un viejo alumno de Giannini mientras se lleva un ejemplar.

Dicen que unas manos largas de editores argentinos que participaron en las jornadas profesionales robaron algunos libros del stand argentino. El público local circula por los 80 metros cuadrados del stand del país invitado de honor, revisa las bibliotecas, pregunta. Aunque es una feria nac & pop, algunos detalles anecdóticos revelan que siempre hay nichos por donde se cuelan estudiantes, intelectuales o lectores “más entrenados”, que no frecuentan las ferias y son más bien “bichos de librerías”. Además de preguntar por Borges, curiosamente otro de los escritores más solicitados es Macedonio Fernández. “Creo que mucha gente relaciona a Macedonio con Borges. Además, Macedonio es un personaje que resulta muy excéntrico”, sugiere Maldonado. Por los pasillos de Mapocho irrumpe, mochila al hombro, el chileno Alejandro Miranda, de Eloísa Cartonera. En su deambular por la feria consiguió agotar los libros que había traído desde Buenos Aires. Su mochila está casi vacía. Le quedan apenas unos ejemplares del poemario El tractor y El amor es mucho más que una novela de 500 páginas, ambos de Washington Cucurto, el padre de la criatura cartonera. Miranda avisa que se va a “fabricar libros”. Faltan varios días, la feria está justo en la mitad. El chileno –que adoptó el mate y el ámbito de la sede boquense de la editorial cartonera– no tiene celular, entonces pide que le escriban a su dirección de mail y se pierde entre la multitud.

La escritora cordobesa María Teresa Andruetto, reciente ganadora del Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil, explora el interés de los chicos por las historias de miedo. Muchos padres, educadores y maestros la escuchan. El menú de las actividades argentinas es variado. Los poetas de ambos lados de la Cordillera parecen encabezar el frente de la amistad argentino-chilena. El tema que los congrega es la poesía argentina y sus regiones. En “el país de los poetas” están Carlos Aldazábal, Santiago Sylvester y Samuel Bossini con los chilenos Juan Camerón, Manuel Silva Acevedo y Jaime Quezada, entre otros. La charla la coordina el poeta chileno Jaime Huenún. “Lo nacional no es sólo lo que pasa en Rosario, Bahía Blanca y Buenos Aires –plantea Aldazábal–. Pero tampoco hay que quedarse en el ghetto de las literaturas regionales; se trata, en cambio, de llevarlas al mapa nacional.” Huenún comenta que en Chile los grandes poetas son de provincia, como Neruda o Gabriela Mistral, para mencionar los nombres más paradigmáticos. Claro que hay algunas excepciones, como los santiaguinos Enrique Lihn y Vicente Huidobro. “Lo que pasa en la Argentina es que hay una gran región que se dice ‘la nación’. Esto sucede desde la época de Rivadavia, cuando se publicó la primera antología de poesía argentina, La lira argentina, en la que todos los poetas que la integraban eran de Buenos Aires, y otras tradiciones como la altoperuana no aparecían”, aclara Aldazábal. Los poetas argentinos tal vez cargan con el lastre de vivir en el país de los grandes cuentistas, de los narradores. “Nosotros reconocemos que Chile es un país de grandes poetas, no tenemos un complejo de inferioridad”, admite Bossini. “Que Argentina es un país de narradores es más un prejuicio –interviene Aldazábal–. Neruda tomó muchas cosas de nuestro gran poeta mendocino Jorge Enrique Ramponi.” Ningún chileno se inquieta, ni murmura ni se sorprende.

La estrella argentina de la Filsa es Fogwill, ese hombre de gestos de loco, que compite con las facciones alucinadas de Beckett pero en versión más endemoniada. Los lectores chilenos que fue amasando en los últimos diez años lo acompañan en la presentación de la novela Vivir afuera. Están Alvaro Matus, Matías Rivas y Pedro Pablo Guerrero. “Quiero que traten de pegar y evitar los elogios fáciles”, pide Fogwill. Pero la muchachada no se atreve a cumplir con el pedido. Rivas señala que Fogwill “inventa bastante mejor que Borges” y define a Vivir afuera como un retrato de la Argentina menemista de los ’90, “una novela coral intensamente política”. “En sus cuentos, verdaderas joyas de precisión, despliega un talento de empirista y es capaz de generar atmósferas inquietantes, perfectas –pondera Rivas–. Tanto esta novela como sus cuentos están en sintonía con el mundo en que estamos viviendo. Es un escritor social absolutamente controvertido.” Matus promete ser breve. “Un aspecto que quisiera destacar es su enorme generosidad a la hora de hablar de otros escritores. Fogwill nos abrió un campo de lecturas, (Mario) Levrero, (Alberto) Laiseca, Marosa di Giorgio y César Aira. Que un escritor de este nivel hable con tanta generosidad y promueva la literatura de su país es un hecho poco frecuente.”

Le preguntan en qué momento del “mito Fogwill” escribió Vivir afuera. “Estaba en la etapa de aterrizaje; ya había salido de la cárcel, era absolutamente pobre, pero estaba empezando a ganar plata de nuevo y estaba naciendo mi cuarto hijo. Y estaba dejando la droga; la cocaína es muy fácil de dejar, ya la dejé como dieciséis veces”, responde. El dice que la ciudad que aparece en esa novela no tiene que ver con sus conocimientos sociológicos, como algunos intuyen, sino con su oído. “Aprendí a escuchar a la gente imitándola. Era gran animador en mesas de café, en tertulias, cuando iba. Ese era mi oficio, que tiene que ver con psicopatologías como la histeria”, afirma. No necesita ponerse al público en el bolsillo, ya lo tiene. “La poesía chilena es la poesía magistral de América. No hay muchos países donde estén vivos monstruos del calibre de (Raúl) Zurita, (Gonzalo) Rojas y Nicanor (Parra). En Argentina tenemos a (Juan) Gelman... y tres o cuatro monstruitos más”, provoca Fogwill. En otra de las salas, la Compañía de Teatro de la Universidad de La Plata presenta A los muchachos, de Maricel Beltrán y Adriana Crespi, un homenaje a los artistas populares. El Negro y el Ruso viajan, esperan, sueñan con “la buena estrella”. Jueves es viernes chico, ha dicho el taxista santiaguino, para la gente de la tierra.

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