Mar 31.01.2006
espectaculos

SE VIENE FEBRERO, EL MES DE LAS MURGAS Y EL CARNAVAL

Buenos Aires le rinde culto a Rey Momo

Los fines de semana, 41 murgas tomarán por asalto las calles y las avenidas porteñas, renovando un mandato cultural que asume nuevos códigos.

Gastón, Santiago, Daniel y Mabel son ciudadanos comunes, con oficios ordinarios. Sin embargo, en las noches de Carnaval se calzarán sus multicolores trajes rasados para tomar el mando de alguna de las 41 murgas de Buenos Aires –que se presentarán todos los fines de semana de febrero a partir de las 19 en las principales calles y avenidas de la ciudad (ver aparte)– y mover el esqueleto frenéticamente al ritmo del Rey Momo.

Los cuerpos camuflados con nieve loca, la persecuta eterna de la bombucha, las mascotas encabezando el corso, la vibración de los bombos y platillos... Un frenesí que pertenece al imaginario de la metrópoli porteña desde hace casi tres siglos. Porque la murga del Carnaval –al mismo tiempo que el candombe– se abrió paso ya en el siglo XVII, importada por los conquistadores españoles (ver recuadro). Un ritual que terminó de sentar sus bases a principios de siglo XX, influido por las prácticas que traían los inmigrantes españoles e italianos. Un ritual constituido por aquellos tiempos como tradición, pero tradición siempre viva. Porque el Carnaval aún hoy se renueva, muta, resignifica sus códigos y se conserva a sí mismo como patrimonio cultural, pero no como pieza de museo sino como actividad viva, híbrida, cambiante.

Las historias de los murgueros son diferentes y, al mismo tiempo, similares. Gastón Fernández es un publicista uniformado con la vestimenta gris de quienes trabajan en el corazón de la ciudad. Pero todos los sábados por la tarde su vida adquiere color cuando se transforma en el líder de Los Envisiados por Saavedra, murga que creó hace dos años junto a otros integrantes, todos ex Reyes del movimiento (otro corso del mismo barrio). Hoy la murga tiene 150 personas y es sólo una de las siete que funcionan en esa zona del norte porteño. Simultáneamente, en la otra punta de la ciudad, Mabel González (ama de casa) y Daniel Fernández (artesano) se preparan para los festejos de un modo similar, con Fileteando Ilusiones, una murga que ya lleva tres años en Parque Patricios, herederos de los ya disueltos Crotos de Constitución.

“Fue el barrio el que nos llevó a formar Los Envisiados...”, explica el murguero de Saavedra. “Es un barrio de murgas tradicionales; las más antiguas tienen 22 y 20 años cada una. Y había otras hace más de 50 años. Es el barrio el que te lleva a salir a la calle, juntarte con la misma gente todos los días y formar parte de una murga”, resume. Gastón cuenta, en diálogo con Página/12, que llegó a Saavedra de grande y ahí encontró esta pasión. “Pero en líneas generales ser murguero es hereditario”, aclara. “Tenemos casos –sigue– de familias que vienen con los abuelos, padres e hijos. Gente que viene participando en murgas desde los ’60.” Cuando Los Envisiados... salen a la carga, el corso mide una cuadra y media. “Primero –cuenta– están las mascotas, chicos desde los cuatro meses hasta los nueve años. Después vienen las mujeres, los hombres y por último los bombos. Y en el medio, las fantasías: los muñecos, banderas, pelotas, malabaristas...” Como ésta, cada murga que se presente durante febrero (auspiciada por el Gobierno de la Ciudad, que hizo una ardua selección entre las más de cien que funcionan en la capital) hará su performance de 45 minutos no sólo una vez sino tres o cuatro, paseando con toda la trouppe por distintos barrios en una misma noche. “El folklore empieza cerca de las cuatro de la tarde –explica el murguero–, se cortan las calles y empiezan a llegar los micros. Nosotros el año pasado usamos cuatro micros, un camión para llevar los bombos, una camioneta escolar, doce autos e íbamos todos en caravana para todos lados. Porque no son sólo las 150 personas que bailan, sino que hay que transportar a los familiares, las madres de los chicos... Cuando te das cuenta tenés más de 200 personas para trasladar de un lado a otro.”

Y después del viaje, llegar al lugar. A partir de ahí empieza la euforia. Los nervios, las preparaciones. Hay que armar las filas, y como siempre, “todos tienen ganas de ir al baño”, coinciden los murgueros. Allí estará Gastón, dando órdenes antes de la salida, diciendo “vamos para adelante,vamos para adelante” –como él mismo cuenta– y luego mirará la fila prolijamente formada y pensará “ya está, vamos a entrar”.

La murga es color. Todos con sus levitas iguales, con los mismos apliques brillantes, bordados por sus mismos integrantes (sí, ¡también los hombres son “expertos bordadores”!). Luego, es música. “El ritmo es característico de cada barrio, algo muy tradicional”, explica Sebastián “Zurdo” Monti, profesor de gimnasia durante el día y envisiado por el bombo a la noche. La murga se reapropia de las melodías del cancionero popular –desde milongas y tangos hasta temas del rock y el pop nacional– y les cambia las letras. Tradicionalmente el canto de la murga siempre fue un gesto de resistencia, de dura crítica: un modo de expresión de los sectores populares que con el carnaval recuperaban la palabra. “Hoy las letras han cambiado”, cuenta Gastón. “Se vinculan más con un sentimiento que está en el aire, que tiene que ver con el barrio, las personas... También hay críticas a algún famoso, mencionamos cosas de actualidad. Pero la crítica política se ha desplazado.”

Al igual que Gastón y Sebastián, en el otro extremo de la ciudad, Mabel y Daniel viven una historia similar. Formaron Fileteando ilusiones “con mucho esfuerzo porque no teníamos nada”. Salieron adelante primero con un bombo y el vestuario de Los crotos..., al cual le agregaron apliques verdes sobre el blanco y negro. “Sumamos hermanos, novios, primos y amigos, porque no nos queríamos quedar sin murga”, se acuerda Mabel. La de Parque Patricios es una murga distinta. Está compuesta solamente por 40 personas (“porque no queremos una murga grande”, aclaran) y tienen algo que los distingue de otras: sus movimientos están perfectamente coreografiados. “Esto implica otra exigencia –explica Daniel–; nosotros además de divertirnos pensamos en crear algo para que el que mira.” Con bombo, platillo, redoblante y ahora bandoneón, le cantan –con ironía– a la globalización. “El año pasado teníamos una crítica a la clonación –recuerda el murguero–, este año es a la telefonía celular. No hacemos críticas a lo político, porque está muy disuelto. Antes había un enemigo más visible, ahora está esfumado.”

Aguda, mordaz, ingeniosa y pícara, la murga impone en cada barrio su folklore. “En el barrio se respira un aire diferente en febrero”, se entusiasma Gastón. “Salgo de casa para el corso –cuenta–, el de al lado sale con otro traje para otra murga, y el del otro lado se va a esperarlas cuando llegan. Se nos moviliza el barrio.” Es más, tal es la tradición que en Saavedra “nace una criatura y las tías se pelean por definir a cuál de las siete murgas va a pertenecer”, exagera. ¿Qué es lo que sigue atrayendo de esta práctica antigua a generación tras generación? “Es un arte barato –dice Daniel–, no hay un diploma que te permita hacerlo, vos lo hacés.” Y si bien cada vez la murga es más un acto de espectación que de participación (ya que el público no se suma como antaño al frenesí del baile, cada uno con su disfraz improvisado), las puertas de la misma siguen abiertas. Tanto para el recién nacido como para el que está más cerca del otro mundo, asegura Gastón: “Es el único momento en que nos olvidamos de todo. La gente viene a divertirse. Y nosotros lo hacemos de corazón, porque no nos moviliza otra cosa que las ganas de querer hacerlo”.

Informe: Alina Mazzaferro.

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