La murga porteña tiene una larga historia. Se estima que ya en el 1600 había surgido como práctica, pero recién en 1770 aparece documentada. Es en aquella época precisamente cuando comienzan las prohibiciones, para evitar las aglomeraciones espontáneas y callejeras. El virrey Vértiz restringió candombes y carnavales en las calles, “bajo pena de doscientos azotes y un mes de barraca a los que contraviniesen”. El incendio en el teatro La Ranchería, generado por un proyectil que aterrizó sobre el techo de paja, generó la condena del Carnaval por el gobierno y la Iglesia. Recién en 1854 se reanudaron los bailes oficiales y en 1869 apareció el primer corso oficial. El mismísimo Sarmiento participó del desfile en carroza, y cuenta la historia que, en medio de los juegos de agua, terminó todo mojado y condecorado Emperador del corso. Para el comienzo del nuevo siglo ya había 19 corsos locales, influidos por las prácticas que los inmigrantes traían de sus tierras natales. Y para 1920 la murga porteña ya había adquirido sus características propias –con rasgos particulares en cada barrio–, heredera de otras formas anteriores, como el candombe de los negros, la zarzuela española, la tarantela y las ganas de hacer de los protagonistas de cada momento.
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