Jueves, 9 de diciembre de 2010 | Hoy
OPINIóN
Por Diego Fischerman
En el tiempo que lleva como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri no soportó ni una función entera en el Teatro Colón. Se retiró el día en que se inauguró extraoficialmente la sala con la Sinfonía Nº 9 de Beethoven y se fue a jugar al poker con sus amigos a poco de comenzada la función de Aída, de Verdi, dirigida por Daniel Barenboim, al frente de la orquesta y coro de la Scala de Milán. El protocolo fue más débil que su aburrimiento. Tampoco pudo quedarse a ver el espectáculo completo del Ballet Contemporáneo del San Martín, del que se fue apenas terminó la primera de las tres coreografías que componían el programa. Al fin y al cabo se trata del mismo que, mucho antes de dedicarse a la política, al llegar con sus amigos a un boliche de Zona Norte donde tocaba el legendario guitarrista brasileño Baden Powell, preguntó, estentóreo: “¿Falta mucho para que termine este viejo de porquería?” (no dijo porquería, claro). Podrían tratarse sólo de anécdotas. Podrían ser, tan sólo, cuestiones privadas sin repercusión alguna en lo público. Pero no es así.
Hoy se presenta en la Legislatura de la Ciudad un proyecto de destitución del director general del Teatro Colón, Pedro Pablo García Caffi. La presentación, realizada por varios integrantes de las bancadas opositoras, entre ellos Gabriela Alegre, Martín Hourest, Gabriela Cerruti, Marcelo Parrilli y Diego Kravetz, se funda en que “el señor García Caffi ha demostrado una total ineficiencia para resolver satisfactoriamente los conflictos presentados que derivaron en la cancelación de la temporada del Ballet Estable y la suspensión de conciertos y funciones de ópera, a la vez que ha sometido a los trabajadores al maltrato y el atropello de sus derechos laborales”. Y resulta imposible no relacionar esa presunta “total ineficiencia” con un aspecto más general de la gestión de este gobierno en relación con la cultura: la profunda ajenidad del tema para sus funcionarios. Macri y quienes llevan adelante sus políticas no entienden qué es lo que hace diferente al Estado de una empresa privada pero, mucho menos, lo que hace al Colón tan especial. Ese teatro, donde transcurre esa clase de espectáculos tan irremisiblemente aburridos, les resulta absolutamente incomprensible. No entienden a empleados que sienten que el teatro les pertenece, que lo han construido día a día con su esfuerzo y les resulta impenetrable el hecho de que mezclen con sus reclamos salariales otros donde hablan de programación, de pisos adecuados para bailar o del servicio que el teatro debe brindar a la Ciudad que lo sostiene. Para ellos, el Colón es el de Mirtha Legrand asegurando que “ahora el Colón es de todos” mientras entraba a una inauguración a la que sólo la farándula había tenido acceso.
El conflicto, que hizo eclosión con la suspensión de funciones por parte de los trabajadores del Colón y la decisión de las autoridades de sancionar con sumarios y suspensiones a los responsables de haber roto la conciliación obligatoria, viene de más atrás y abarca más que lo salarial. Pero, sobre todo, es un conflicto imposible de destrabar si no se parte de la comprensión de la posición del otro. El trabajo de quienes están en el Colón es sumamente complejo y especializado. Quienes allí trabajan hacen cosas que ninguno de sus superiores jerárquicos puede hacer y cuya naturaleza generalmente desconocen. Funcionarios como Macri o Rodríguez Larreta se ven forzados a hablar de pisos de escenarios o de la conveniencia o no de escenografías corpóreas cuando el tema es, para ellos, un esotérico arcano. En el caso del ex presidente de Boca y sus colaboradores, lamentablemente, no sólo les resultan enigmáticos los argumentos de los artistas sino, más allá, la propia materia de sus indescifrables actividades.
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