Lunes, 14 de febrero de 2011 | Hoy
EL FESTIVAL DE LOS ANTEOJOS PUESTOS
Werner Herzog presentó ayer, fuera de concurso, Cave of Forgotten Dreams, su inmersión en la cueva de Chauvet y auténtico viaje al “abismo del tiempo”. Su compatriota Wim Wenders dio a conocer Pina, también en 3-D, una celebración de la obra de Pina Bausch.
Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Ayer hubo que andar todo el día con los anteojos puestos en la Berlinale. Para adaptarse a los tiempos que corren –y considerando que, a diferencia de Cannes, dedicado exclusivamente a los profesionales del cine, el de Berlín es un festival abierto a un público masivo, que colma todas sus salas– el domingo, día familiar por antonomasia, fue casi todo en 3-D. A primera hora de la tarde, como si hubiera llegado a la competencia oficial escapada directamente del Kinderfilmfest, apareció Les contes de la nuit, una fábula infantil de animación realizada por el especialista francés Michel Ocelot. El director, uno de los más reconocidos en su campo y muy popular en su país con films como Azur et Asmar y la saga del niño africano Kirikou, propone ahora una suerte de Mil y una noches en el sistema tridimensional, pero con una estética que remite al viejo cine de siluetas y sombras de la pionera alemana Lotte Reiniger y sus Aventuras del príncipe Achmed (1926).
Ocelot no fue el único, por cierto, en mirar hacia atrás con los anteojos del “cine del futuro”, como se promociona ahora una técnica que ya tuvo su apogeo y caída en los años ’50. Después de su estreno mundial en Toronto, en septiembre pasado, Werner Herzog trajo ayer a la Berlinale, fuera de concurso, su Cave of Forgotten Dreams, inmersión en la cueva de Chauvet, en la región de Ardèches, en el sur de Francia, que desde su descubrimiento en 1994 solamente ha sido accesible a un puñado de arqueólogos y especialistas y que está considerada como uno de los mayores tesoros de la humanidad, una excepcional galería de arte natural con más de 400 pinturas rupestres de 32 mil años de antigüedad.
Que estas pinturas –esencialmente de animales: osos, caballos, rinocerontes, hienas, bisontes, leones– sean de un grado de estilización, armonía y belleza inimaginables le hace preguntarse a Herzog (y con él a su espectador) por el nacimiento no sólo del arte, sino de la conciencia estética, por los comienzos del espíritu humano. “Las primeras veces que entré, por la noche tuve sueños tan vívidos de leones y fieras que tuve que hacer una pausa”, reconoce un joven arqueólogo (que antes fue miembro de un circo) al que entrevista Herzog. “Era como si mi mente no fuera capaz de absorber de un solo golpe ese viaje en el tiempo.”
Lejos de ser un mero truco publicitario, el 3-D encuentra en Cave of Forgotten Dreams una razón de ser. Como explica el propio Herzog, la naturaleza lógicamente irregular de las paredes de la cueva les da a esas pinturas una profundidad y tridimensionalidad buscada deliberadamente por aquellos primeros artistas. Y con el 3-D, Herzog consigue, sobre todo en los primeros tramos, un resultado hipnótico muy particular, una suerte de salto al vacío en el “abismo del tiempo”, como lo llama el propio director.
Como si no se hubiera querido quedar atrás de su viejo compañero generacional, Wim Wenders también presentó ayer en la Berlinale, fuera de competencia, su propia película en 3-D, Pina, una celebración de la obra de Pina Bausch, la genial bailarina y coreógrafa alemana que revolucionó la danza contemporánea. Pensada originalmente como una colaboración artística entre Bausch y Wenders, la película casi no llega a realizarse cuando la creadora de la llamada “danza-teatro” falleció imprevistamente, de un cáncer fulminante, en julio de 2009, a los 68 años. Pero después de una instancia de duelo y desconcierto, Wenders siguió adelante, trabajando en estrecha colaboración con toda la compañía del Wuppertaler Tanztheater que Bausch creó y que deslumbró al mundo, incluida la Argentina, donde estuvo en al menos dos oportunidades.
El problema con Pina es que aquello que en su origen fue pensado como una manera de dejar registro –en el tiempo y, con el 3-D, también en el espacio– de algunas de sus más famosas coreografías, como “La consagración de la primavera” y “Café Müller”, quedó convertido en una suerte de cenotafio, un monumento funerario en el cual no está el cadáver del personaje a quien se dedica. Todos sus bailarines hablan de Pina, de su carácter visionario, de su sensibilidad fuera de lo común, de su fragilidad y también de su fuerza, pero Bausch no está allí. No está su espíritu ni su genio. Y no está porque de haber estado seguramente no hubiera permitido que Wenders filmara sus obras de la manera en que lo hizo, intercalando inserts que interrumpen la oscura belleza de su discurso coreográfico.
No es tema del 3-D, que aquí, en el peor de los casos, parece estar en función de darle entidad y jerarquía artística a un sistema que todavía se sigue pensando como una atracción de feria (y que quizá simplemente lo sea). El de Pina es un problema de edición, porque cuando gracias a la tridimensionalidad el film por momentos consigue lograr la inmersión del espectador en una coreografía, como si estuviera realmente entre las mesas y las sillas del famoso “Café Müller”, de pronto el plano se abre inopinadamente y muestra parte de la platea, con unos extras como innecesarios espectadores.
Algo similar sucede con el abrazo repetido y torturado de dos parroquianos del café, amantes que insisten en amarse a su manera y no como pretende imponerlo un tercero, que les fija otras posiciones: increíblemente, Wenders corta una y otra vez el plano general, proponiendo primeros planos que no sólo no agregan nada sino que le restan fuerza y dramatismo a una idea conmovedora. Exactamente lo contrario, por ejemplo, de lo que hace el gran documentalista estadounidense Frederic Wiseman en La danse (donde también filma una obra de Bausch), que sostiene la duración del plano todo lo posible, para no quebrar la respiración y la dinámica interna de la coreografía.
Más allá de la obvia hagiografía que termina siendo Pina, elevada por la sucesión de elogios a la categoría de santa, el film de Wenders quizá no respete incluso la concepción de la “danza-teatro” de Bausch. Así como Duke Ellington contaba con los talentos de todos y cada uno de los miembros de su banda, pero su instrumento siempre era la orquesta, Bausch también “componía” para su grupo. Aquí el Wuppertaler Tanztheater aparece de pronto disgregado en individualidades, ansiosas por mostrar sus talentos particulares, que quizá no podían brillar en solitario con Bausch en vida, pero que ahora tampoco se lucen en unas escenas filmadas en las calles de Wuppertal, que parecen propuestas por el departamento de turismo de la ciudad.
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