Domingo, 17 de abril de 2011 | Hoy
OPINION
Por Emanuel Respighi
Hay una idea que reaparece cada vez que una ficción culmina con la proyección de su capítulo final en un teatro colmado por algunos privilegiados seguidores y por el elenco que los acompañó en sus hogares durante varios meses a través de la tele: que no existe rito televisivo más maravilloso –tanto para los actores como para los televidentes– que el de poder cerrar la historia sin mediatización alguna. La necesidad de descubrirse y mirarse a los ojos para, juntos, agradecerse mutuamente el esfuerzo que de uno y otro lado se hizo para llegar al día D se palpó, una vez más, el jueves pasado en el Gran Rex, con el final de Contra las cuerdas. Y es una sensación que no conoce de planillas de rating, estrategias de marketing ni campañas de promoción, y que sólo responde a la estrecha y profunda relación que únicamente la ficción como género puede generar con los que están del otro lado.
Planificada como una serie de 60 capítulos de visión “contracultural” –tal como la definió Claudio Villarruel, uno de sus creadores–, Contra las cuerdas corroboró la idea que lo que vale es una buena historia. Siempre. Sin contar con un galán rubio de ojos claros ni basando su trama en el eje de La Cenicienta ni de Romeo y Julieta –dos clásicos por los que en la TV argentina nadie paga derechos de autor–, el programa de On TV logró reposicionar a Canal 7 como pantalla de ficción. Y lo hizo atendiendo las necesidades de un canal público: retratando la vida cotidiana de la clase trabajadora de cualquier barrio del conurbano, ciudadanos y ámbitos que el sector privado no suele iluminar con sus cámaras. Y que, cuando lo hace, siempre están contenidos en sus noticieros, para dar cuenta de algún hecho de violencia o delincuencia. Desde ese punto de vista, la idea de Tristán Bauer terminó estructurándose como una telenovela, pero alejada de los estereotipos a los que el género acostumbra.
Valiéndose una estética “sucia”, y centrando su historia en los lazos afectivos y solidarios entre vecinos y familiares, Contra las cuerdas logró plasmar una historia de amor y supervivencia centrada en la clase trabajadora. Una historia verosímil, que en sus primeros capítulos sufrió la complejidad de aplicarle realismo a una trama que se proponía discutir la estigmatización y los prejuicios que sufren los habitantes que viven en los barrios lindantes a las grandes capitales. En el relato, esa finalidad recién se materializó con claridad al promediar la tira.
Contra las cuerdas, haciendo foco en otros conflictos y valiéndose de otros lenguajes, no alcanzó ni por asomo el rating de las ficciones en los canales privados. Tampoco tuvo la repercusión mediática que su búsqueda –estética, temática, narrativa– ameritaba. Pero demostró que no necesitaba nada de eso para generar fidelidad: le alcanzó con llevarle diariamente a un sector de la sociedad una trama en la cual se identificara, en contarles a unos cuantos una historia que los interpeló con mayor énfasis como ciudadanos que como televidentes. Bastó ver las sensaciones y reacciones de los 3500 privilegiados por ese episodio final que combinó drama, acción y pequeñas dosis de humor para comprender lo que la TV es capaz de generar en tanto hecho cultural. Un dato –humano, real– que una planilla de rating es incapaz de transmitir, y que el rito pagano inaugurado por Resistiré, y replicado por Montecristo, Vidas robadas y Contra las cuerdas, permite descubrir en toda su magnitud.
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