Jueves, 9 de junio de 2011 | Hoy
SANDRA LORENZANO, VESTIGIOS Y LA VIDA ENTRE MéXICO Y LA ARGENTINA
“No soy de las plañideras del exilio”, señala la autora, que reconoce el dolor pero también la maravilla de lo que vivió, lo que le permite moverse con comodidad en ambos países: “Tengo una patria imaginaria donde hay cosas de México y Argentina”.
Por Silvina Friera
En las calles de Palermo se arrastra el desgano de una tarde de domingo que declina. Las últimas luces se pierden entre los árboles. El viento otoñal silba suavecito en la ventana del bar y el oído de Sandra Lorenzano, poeta, narradora, ensayista, argen-mex por derecho y convicción, celebra ese tenue instante, “un estertor diminuto/ apenas audible”, como lo hace en unos versos de Vestigios (Pre-Textos). Las manos de la escritora improvisan al ras de la mesa una especie de mapa donde la patria imaginaria, las dos casas que habita, oscilan entre un “acá” y un “allá”: Buenos Aires, la ciudad de sus raíces a la que siempre regresa; y México, donde vive. “Tentada estuve de escribir ‘En otra vida’. Como si las estaciones cambiaran con los años”, se lee en uno de los poemas configurados en la encrucijada del duelo por la muerte de su madre. En el espacio fundado por el poemario, Lorenzano susurra, desde una intimidad sin estridencias, un dolor que instaura una fisura al silencio.
El templado acento mexicano de Lorenzano es como un golpe que vibra unos segundos en la puerta de su boca y cuando el enjambre de imágenes pretéritas avanza, la dicción se acomoda, junto con las palabras, para plegarse a un modo que suena más porteño. Era una adolescente que recién ingresaba a la secundaria, cuando en 1973 asumió Héctor Cámpora la presidencia. “Los más chicos nos estrenamos en el centro de estudiantes en discusiones interminables; fue un momento de mucha movilización y militancia escolar”, recuerda la escritora en la entrevista con Página/12. “Vengo de una familia de izquierda, pero muy contraria a la lucha armada; en plena discusión si había que meterse o no, una parte entró y están desaparecidos. La otra que no entró, entre los que estaban mis viejos, más cercanos al PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores), fueron acusados entre comillas de ideólogos.” Lorenzano tenía 16 años cuando se exilió en México, junto con sus padres y hermanos, en julio del ’76. Como muchos argentinos, portaban visas de turistas y trataron de disimular, como pudieron, que las valijas que acarreaban se ajustaban a los 40 días estipulados. “En el momento de mayor tristeza, porque ya había desaparecido gente muy cercana y vivíamos con mucho miedo, México me descubrió la libertad”, dice la escritora.
El camino de la libertad se produjo en el Colegio Madrid, creado en 1939 por los republicanos españoles refugiados en la capital mexicana, donde Lorenzano terminó de cursar la escuela secundaria. “Yo venía de una situación de mucha represión; no era sólo la dictadura, antes de la dictadura también”, rebobina la película de su peripecia escolar. “Estábamos acostumbrados a una educación pública argentina muy represora y autoritaria. Y cuando llegué a ese espacio maravilloso del colegio Madrid, descubrí otro mundo. Reivindico mucho la nacionalidad argen-mex, porque tengo clarísimo que no sería quien soy sin los primeros 16 años de mi vida acá, pero tampoco sin esa vida allá.” En 1983 comenzaba a escribirse el prólogo de la democracia argentina. Un dilema atravesó a la familia Lorenzano: volver o quedarse. Los padres y hermanos eligieron regresar inmediatamente. “Yo estaba casada con un chico mexicano, que es el padre de mi hija Mariana, pero finalmente volví en el ‘87. Mariana nació acá y me fui a vivir a Tilcara. Si en algún lugar recuperé la buena relación con este país, fue en Tilcara. Si puedo volver todos los años y ser muy feliz es porque viví ese tiempo en Tilcara”, repasa la autora de la novela Saudades (2007) y el ensayo Escritura de sobrevivencia, sobre la narrativa argentina y la dictadura. En 1991 se instaló en Buenos Aires y se integró a la cátedra de David Viñas. Pero en el amanecer de los ’90, el amor cambió su cartografía existencial –se enamoró de un mexicano– y otra vez rumbeó hacia México. “Mi vida se ha regido bastante por las pasiones”, dice intentando condensar el péndulo amoroso. “Cuando volví a México, fue como volver a casa. Me pasa cuando vengo acá. Tengo estas dos casas: ¡Qué voy a hacer! Es así.”
Aunque el exilio es una marca ineludible en la literatura de Lorenzano, los poemas de Vestigios hilvanan el duelo por la muerte de su madre. “Cuando reapareció la posibilidad de la palabra, lo único que podía escribir era poesía. Trabajé con esos poemas que fueron surgiendo, que combinan el duelo con la experiencia amorosa, el erotismo, el cuerpo amado; escribir de eso que (Juan) Gelman llama ‘la palabra calcinada’. Yo soy una buena lectora de Paul Celan, todo lo buena que puedo ser sin hablar alemán”, aclara. “Me interesa la relación de la poesía con el dolor, con el horror, pero también la palabra como posibilidad de memoria; la palabra de la creación, que no es sólo dolor, también expresión de vida.”
–¿Por qué el primer poema de Vestigios empieza con un verso que plantea “restaurar el silencio”?
–Se podría pensar que hay dos tipos de silencio; en realidad nada de lo que digo son certezas, sino exploraciones. El horror te lleva al silencio, pero también hay un silencio necesario, imprescindible, para la aparición de la palabra. Yo necesito del silencio para escribir, pero no del silencio externo, sino del silencio interior. Necesito encontrar ese resquicio para que de ahí surja la palabra literaria. Si no es así, me da una sensación de falsedad. Entonces hay un silencio a priori, el silencio necesario para que surja la palabra; pero por otra parte está el silencio del horror, que se produce cuando hemos perdido la palabra. El silencio es un tema clave para mí; por eso el poema habla de “restaurar” ese silencio para ir más allá del dolor; un silencio que permita la aparición de la palabra.
–Aunque la palabra sea inasible, ¿no?
–La palabra poética es inasible; en realidad uno trata de asir algo de todo eso que se está escapando; hay sensaciones, sentimientos, experiencias, de las que no se pueden dar cuenta nunca. Las palabras permiten ir rodeando esas sensaciones, pero no podés asirlas. No hay nada quizá más contrario a la palabra poética que la fijación. La palabra poética tiene que ser algo que fluye, que destella; la estás leyendo y te queda circulando. En el momento en que se fija y se enquista, no tiene nada que ver con la poesía.
–¿Cómo explica que se reiteren en sus poemas palabras como murmullo y susurros?
–El murmullo es eso que apenas alcanzás a escuchar. Como son textos que surgen del duelo, es lo que apenas decimos en voz baja. La poesía que me interesa es sutil: deja entrever algo y se borra enseguida. Es el tipo de literatura que me interesa escribir y también leer. Lo que no es grandilocuente, lo que no es vociferante, lo que no tiene certezas, lo que, como dirían en México, “no se la cree”.
–La frase “todos volvieron mudos del frente de batalla” de Benjamin refiere claramente al horror político, pero también podría tener su correlato con el duelo amoroso. ¿Comparte esta equivalencia?
–Sí, en parte sí, porque justamente esas experiencias tienden al silencio, ¿no? ¿Cuáles son las personas más amadas y cercanas? Aquellas con las que te has ganado el derecho al silencio; es muy linda esa idea de que te encontrás con alguien muy querido y las complicidades pueden ir más allá de las palabras.
–¿Por qué en los poemas no aparece una lengua permeada por el habla mexicana?
–Tampoco por la lengua argentina; como mi poesía no tiene coloquialismo, queda muy abierta. Mi conciencia sobre la lengua surge con el exilio. Como llegué en la adolescencia a México, hice un gran esfuerzo por volverme una adolescente mexicana. Yo puedo estar acá hablando con un mexicano y me doy vuelta y te hablo a vos en argentino. Así he funcionado a lo largo de 35 años. Yo uso poco la lengua coloquial; es un constructo que he armado y que es el resultado de juntar esas dos lenguas que tengo ahí...
Y por ahí ronronea, en lo profundo de su ser, una palabra con la que ha titulado una de sus novelas, Saudades. “Tabucchi dice algo genial sobre el tema. Las saudades portuguesas no sólo son nostalgias de lo que fue, de lo que pasó, de lo que perdimos, sino nostalgia de aquello que pudimos haber tenido y sin embargo no vivimos, de los futuros posibles. Esa idea de la nostalgia del pasado y de los futuros que no fueron me parece maravillosa. Y tiene que ver mucho con Vestigios; los vestigios son el paso del tiempo, pero también las posibilidades que no se dieron”, compara. “Javier Marías lo dice de otra manera en La negra espalda del tiempo: todo lo que pudimos haber vivido y no vivimos queda en la negra espalda del tiempo. Marías parte de la foto de un hermanito, al que ni siquiera conoció. El primer hijo de sus padres murió cuando era un chiquito de dos o tres años. El tiene la foto de ese hermano, Juliancito, y construye el relato a partir de ese chico que no tuvo futuro y quedó en la negra espalda del tiempo.”
–Este interés por lo que pudo haber sido, ¿cree que le viene de la experiencia del exilio?
–Quizá surge del exilio pero, ¡cómo saberlo!... Está la idea de que pudimos haber tenido una vida acá, pero esa vida quedó en la negra espalda del tiempo. De hecho, tuvimos otra vida en otro lado, y eso hace que después de 35 años yo siga viviendo en México y venga, lo más seguido que puedo, a encontrarme con gente querida y ver a mi familia. Y siempre regreso con la sensación de qué hubiera pasado si me hubiera quedado o qué pasaría si volviera. Son todos juegos de la imaginación; uno puede jugar con esas posibilidades. Pero en el ’83 se terminó el exilio. Yo no soy de las plañideras del exilio. El llanto por el exilio no tiene que ver conmigo; entiendo que hay un dolor de base, creo que todos los seres humanos tenemos un dolor originario, pero no comparto para nada el lado plañidero del exilio, porque a mí me permitió descubrir un mundo maravilloso que disfruté en mi adolescencia. La patria es una construcción imaginaria: yo tengo una patria imaginaria donde hay cosas de México y Argentina. Y siempre digo que en una patria crece mi hija y en otra envejece mi padre; en una tengo pasado y en la otra tengo futuro. Y vivo así. Cuando se terminó el exilio, estar afuera o no se convirtió en una elección. Y yo elegí quedarme en México.
–¿Cómo funciona el “compendio” de citas que hay en Vestigios, como las de los poetas Edmond Jabès y José Angel Valente?
–Cualquier experiencia de creación no deja de ser una experiencia colectiva. En el momento en que me siento a escribir, junto conmigo se sientan todos los libros y todos los autores que me han marcado. Valente es un poeta que me encanta, no sé si se lee mucho en Argentina; pertenece a lo que los españoles llaman “los poetas del silencio”. Me interesa esa relación con cierta búsqueda del silencio que conecta de una manera laica con lo inefable de la poesía; por eso Valente y Edmond Jabès. Cuando vivís una experiencia como el exilio, es muy obvia la marca de la historia. Y sin embargo, cuando escribo poesía, no es la marca de la historia lo que está presente; aunque aparece, pero siempre de una manera muy sutil. Creo que las citas es un modo de reconocer a aquellas voces que me acompañan cuando estoy escribiendo.
Entre un silencio y otro, Lorenzano vislumbra las huellas de esas voces. “Una parte de mi formación tiene que ver con las feministas, que usan un concepto que me gusta mucho: ‘la mirada oblicua’. No hay que fijar la cultura de pertenencia ni el lugar de residencia; todo lo ves desde un ángulo sesgado, en chanfle. Ese lugar me interesa para la escritura.”
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