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Sábado, 20 de mayo de 2006

ENTREVISTA CON EL ESCRITOR Y FILOSOFO JOSE PABLO FEINMANN

“La filosofía nos abre el horizonte”

Página/12 ofrecerá desde mañana sus clases magistrales, gratis, en 20 suplementos ilustrados por Rep. Feinmann plantea la necesidad de sacar la filosofía a la calle para potenciar un pensamiento propio, sin complejos de inferioridad.

 Por Silvina Friera

El planteo es discepoleano –quien lo enuncia, pensó a Discépolo como el Heidegger argentino– y provocador: sacar la filosofía a la calle, hacerla más urbana y sucia, arrebatársela a los expertos, a la Academia, a la aristocracia del pensamiento que no mete los pies en el lodo porque se refugia en los juegos infinitos de la lingüística. Y acabar, de una buena vez, con los pastores del Ser que habitan su morada: el lenguaje; y con los filósofos devenidos en coleccionistas de citas. A José Pablo Feinmann le gusta correr este riesgo y habla con pasión de su pasión por antonomasia: la filosofía. Y, claro, de la docencia. Parece una humorada del escritor, filósofo y columnista de este diario, pero lo cierto es que todo empezó hace cinco años, cuando lo llamaron de la Fundación Centro Psicoanalítico, de evidente orientación lacaniana, y le confesaron, así nomás, como si el psicoanalista fuera él y ellos sus atribulados pacientes: “Queremos algo nuevo porque estamos hartos de nosotros mismos”. Y aunque al principio se sorprendió de que lo buscaran los lacanianos, él les propuso dictar un curso. Y la respuesta fue tan sorprendente como el llamado que recibió: tuvo más de 900 alumnos y hubo que cambiar de sede. Página/12 ofrecerá desde mañana las clases magistrales de Feinmann, La filosofía y el barro de la historia, gratis, en 20 suplementos ilustrados por Rep. “El sueño que tengo es hacer un Instituto de Filosofía”, confiesa el autor de La sombra de Heidegger.

–¿A qué se refiere con “el barro de la historia”?

–A partir del ’66, la izquierda francesa decide salir del marxismo y empieza a trabajar con mucha intensidad a Foucault, a Deleuze, a Lacan, a Derrida. Esa salida del marxismo implica un cambio de eje fundamental en la historia de la filosofía: se deja de lado a Marx, al marxismo, al historicismo, lo que llamo “el barro de la historia”, se olvida totalmente a Sartre, se escupe sobre la idea del filósofo comprometido con las cuestiones sociales y políticas. Foucault, el más brillante de todos, hace una crítica del capitalismo desde Nietzsche y Heidegger. Este es el cambio fundamental, y el que surge como posible objetor del capitalismo, pero no ya desde el marxismo, es Heidegger, que es la figura omnipotente, omniabarcante. Ya Althusser se basaba en la Carta sobre el humanismo de Heidegger, un texto muy difícil de 1946 que niega la posibilidad epistemológica de partir del hombre como sujeto del conocimiento. La operación es salir de Marx porque el comunismo se derrumba y Heidegger es un muy acabado crítico del capitalismo, pero desde los griegos. Heidegger es una influencia poderosísima en la filosofía occidental desde Ser y tiempo; influye en todo el existencialismo temprano. El ser y la nada es una lectura muy inspirada que hace un gran literato del texto de Heidegger. El momento de perplejidad lo estamos viviendo ahora: ¿qué se hace?

–¿El dilema es sacar o incluir a Heidegger de la historia de la filosofía?

–Si se saca a Heidegger, se cae toda la estantería; pero si se lo deja, también, porque todo el pensamiento francés está tramado por su influencia. Estamos en una encrucijada total, esto le da pasión y fascinación a la filosofía. En realidad, ellos; nosotros no, porque no metimos a Heidegger en la filosofía. El problema es que en la Argentina, y en América latina, un filósofo es un coleccionista de citas.

–¿Por qué ha sido más bien escasa la producción filosófica del país, exceptuando a unos pocos, como Carlos Astrada?

–En principio porque hay una sensación de inferioridad. Nosotros no somos el pensamiento; somos la América mágica, telúrica, explotada, denigrada, humillada y ofendida. No somos la América filosófica; en todo caso somos la América artística, se produce literatura, pero pareciera que la razón pertenece a Europa, y más aún a los franceses y a los alemanes, y un poco menos a los italianos. América tiene frente a esto un complejo de inferioridad, que se percibe en la cantidad de citas que tienen los trabajos de los filósofos argentinos. La cita es un testimonio del conocimiento: “Yo sé, me leí todo esto, y entonces tengo derecho a escribir algo”. Pero el que sólo apela a las citas, es difícil que tenga una visión crítica. En los ’80, durante la universidad alfonsinista, entró la deconstrucción arrasando con todo. Y lo curioso es que en un país destruido incorporamos la deconstrucción acríticamente. Que nos vengan a decir que el hombre ha muerto, que nos hablen de la muerte del autor, de la salida del sujeto, de la muerte de la totalidad, de la muerte de la dialéctica, de la muerte de la historia, nos deja desarmados, no tenemos con qué trabajar. Puede ser que la universidad se entretenga un buen rato, pero para analizar los problemas concretos que tiene América latina, tenemos que volver al barro de la historia, nos tenemos que ensuciar y comprometer con la historia, tenemos que crear subjetividad y volver a otro sujeto. Y en lugar de deconstruir, debemos llevar los textos hacia sus condiciones históricas de producción.

–¿Volver al barro de la historia implica regresar al marxismo?

–Sí, creo que hubo un quiebre que no tenemos por qué asumir. Cuando la izquierda francesa quiere huir del marxismo, huye de Marx. La propuesta de mi curso es no huir de Marx, como tampoco huir de Hegel, de Sartre, o de pensadores que contaminan la filosofía con la historia, con la lucha de clases, con las víctimas, con el dolor, con la tortura. Cuando Benjamin habla del ángel de la historia que ve ruinas, hay una crítica a la dialéctica, pero hay también una mirada hacia las ruinas. Benjamin nos pide que miremos las ruinas, que asumamos que la historia es un paisaje de ruinas, y si es así, hay que pensar la historia. Esta es la posición que yo asumo: no hacer un marxismo, pero sí pensar e incorporar a Marx.

–Aunque usted señala en uno de sus cursos que todos los filósofos dialogan entre sí, daría la impresión de que cuesta mucho relacionarlos, que aparecen en compartimentos estancos.

–Hay una frase de Hegel que dice que la filosofía no es la galería de los héroes del pensamiento. Intento mostrar que la filosofía está viva porque los filósofos discuten entre ellos. Y no sólo discuten. Un ejemplo que me gusta dar es lo óntico en Heidegger, que comienza con una lectura que hace Marx del fetichismo de la mercancía. Marx dice que las relaciones entre hombres son relaciones entre cosas, eso lo toma Luckács y desarrolla en Historia y conciencia de clase toda una teoría de la cosificación en la sociedad capitalista, que luego toma Heidegger para plantear la cuestión de lo óntico, como lo cósico, como lo objetal, iluminado por la luz del ser. Cuando Descartes pone al hombre en el centro, está sacando a Dios y a los reyes que gobiernan por delegación divina. El cogito cartesiano, que efectivamente tiene muchos aspectos criticables, históricamente es la afirmación del hombre capitalista, y el hombre capitalista vino para hacer la Revolución Francesa, tomar el poder y cortarles las cabezas a los reyes. En la simple frase “pienso, luego existo”, ya está la guillotina.

–Usted advierte que la imagen del filósofo que se impuso es la que estableció Descartes en su Discurso del Método, en donde confesaba que estaba todo el día solo y encerrado, junto a una estufa. ¿Por qué prevalece este concepto del filósofo aislado en su torre de marfil?

–Hoy, el filósofo, en lugar de estar recluido al lado de la estufa como hacía Descartes para escribir, está recluido en la Academia y lleva una vida de becas. Creo que tienen miedo de no ganar plata, de no poder subsistir y tener una jubilación. Entonces muchísimos filosofan para poder tener una jubilación. Esa imagen del filósofo es la del filósofo académico que da su clase, o repite su clase porque son muy pocos los que dan clases nuevas y generalmente reproducen lo que dijeron en el curso anterior. Y después hay todo un entramado de la vida académica que los protege. Si hacen sus papers y sus deberes, pueden viajar, ir a congresos de filosofía en Estados Unidos o en Europa y tener un sueldo que les garantice una vida serena, que podría ser una vida filosófica. La otra posición, totalmente distinta, es la del filósofo que sabe que tiene que comprometerse con la historia, que no puede quedarse recluido en la vida académica, ni al lado de la estufa escribiendo, sino que tiene que participar de la historia. Bertrand Russell firmó muchos manifiestos y tuvo que vender su biblioteca para pagar la multa que le habían impuesto por defender sus ideas. Los textos de Marx sobre la comuna son muy emotivos; los escribió con una pasión notable y en una carta a Kugelmann le dice que “la comuna quiso tomar el cielo por asalto”. Benjamin le escribió a Adorno: “Todavía hay posiciones que defender en Europa”. Es muy conmovedor porque Adorno le está pidiendo que se exilie y Benjamin le responde esto. Moreno, en la Argentina, tradujo el Contrato social de Rousseau y lo llevó a la práctica. Porque Moreno leyó el Contrato social, Liniers fue fusilado. Hay muchos más ejemplos de filósofos que han pensado para ejercer una práctica histórica, política y filosófica también, porque la filosofía es la que abre el horizonte de la praxis.

–¿Qué opina de la relación de los filósofos con el poder?

–Es complejísima. El filósofo, el intelectual, no tiene que acercarse al poder porque es una relación imposible. El poder le va a pedir al intelectual que sea un lúcido justificador de sus acciones. Y un intelectual tiene que ser libre, no puede ser un justificador. Cuando el intelectual deviene en funcionario, empieza a justificar todo lo que hace el poder. Me remito al ejemplo del viejo Hegel, que bajo Federico Guillermo II de Prusia fue profesor todopoderoso en la Universidad de Berlín. El viejo Hegel escribió La filosofía del derecho y llevó al monarca a las alturas del espíritu absoluto. Ese viejo Hegel actuaba como un funcionario, ya no era el joven filósofo de La fenomenología del espíritu.

–¿Por eso rechazó el ofrecimiento del presidente Kirchner?

–Sí. A mí me llamó Kirchner en el 2003 por un artículo que había publicado en Página/12, “Un flaco como cualquier otro”. Honestamente había quedado muy deslumbrado por su asunción, y surgió la posibilidad muy clara de que fuera asesor o de que tomara alguno de los puestos que todavía estaban disponibles. Pero le dije honestamente que si pasaba a ser su asesor, dejaba de ser quien soy, no servía para nada. No le servía a él, ni a mí, porque justamente la gente me lee porque sabe que soy un tipo independiente. Y ésa fue mi relación con el poder: de un acercamiento afectivo, pero con una toma de distancia teórica fundamental, sin la cual no concibo el ejercicio de la actividad intelectual. Puede haber situaciones en las que te entusiasmes con el presidente, con determinadas políticas y planteos, pero nunca te va a gustar todo lo que haga un gobierno, porque la política es ensuciarse.

–¿Entonces el intelectual nunca quiere ensuciarse y prefiere permanecer al margen de la política?

–Sí, siempre quiere mantenerse puro de compromisos institucionales, pero no de los compromisos éticos, estéticos, ni con su propio pensamiento o su prosa.

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“Aquí se produce literatura, pero pareciera que la razón pertenece a Europa”, señala Feinmann.
 
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