BENITO MALACALZA, UN MUSICO QUE CRUZA FRONTERAS
Desde chico se acostumbró a escuchar una mezcla de sonidos y estilos que marcó su devenir como artista. Ahora esa fusión se expresa en Escalera al suelo, el disco que presenta esta noche.
› Por Cristian Vitale
En la cuna, y poco después tirado en el piso, Benito Malacalza creció escuchando discos en silencio. Vinilos de Atahualpa Yupanqui, Abel Fleury o Jaime Dávalos. Nació y vivió hasta los cinco años en Carmen de Areco, zona llana y tambera de la siete al fondo. Luego –gracias a un padre ferroviario y folklórico– se mudó a Rosario y finalmente recaló en el conurbano sur: Lanús y alrededores. “Acá me hice punk”, sentencia él, y queda la simbiosis consumada: zamba y punk; Cafrune y Nick Cave; chacarera y hardcore, huayno y trash... un cruzado. “Tocaba en Cavernaria, una banda trash, y mis compañeros se cagaban de risa cuando me ponía a zapar cosas de música popular latinoamericana. Me miraban como si fuera un boludo”, se presenta, disparando la memoria hacia un pasado lejano. Distante a este presente: tendría 20 años entonces, y ahora tiene 48. Tendría poco contexto de fusión, entonces, y hoy se mueve como pez en el agua cuando mira alrededor. Tendría nada de experiencia discográfica y hoy lleva en sus espaldas un prolongado devenir como parte de Revolución Paraíso, Pirata Industrial o Fanfarrón, el dúo de folk experimental que formó junto al ex Brujos Fabio Rey cuando comenzaba el siglo. “Grabamos dos discos duramos casi diez años y me fui porque nos cansamos de estar juntos”, informa.
Causa necesaria, en rigor, para explicar el presente de este guitarrero y cantor singular que también toca charango, ronroco, caja chayera y flauta. Que estudió guitarra con el ex Piazzolla Oscar López Ruiz; música electroacústica con Francisco Kroepffel; canto ancestral con Soema Montenegro, y que pateó coches en pleno trance punk. Que hizo las inferiores en el Parakultural, el Einstein y Cemento. Que se codeó con Matavioleta, Cienfuegos, Los Brujos y Martes Menta, y fusionó samplers y sintetizadores con música folklórica, cuando pocos se animaban. Y que, consumada la experiencia con Fanfarrón, editó (Mamboretá Records mediante) su primer disco solista como llegada y partida, a la vez, de una forma antojadiza de encarar la música. “La verdad es que no quería que fuera un disco de cantautor transparente, quería que moleste, que sea un Nick Cave quilombero, pero con una guitarra criolla”, dice, refiriéndose a Escalera al suelo, el disco en cuestión que presentará junto a la Benibanda hoy a las 21 en La Oreja Negra (Uriarte 1271).
El Nick Cave quilombero puede traducirse entonces como un tipo imaginario que incorpora ruido, experimento y frescura punk a músicas de raíz folklórica. “Busqué un audio sónico, noise, seco y áspero para vestir mis canciones folklóricas. Busqué que la madera de la guitarra criolla tiemble por el acople, algo analógico y distorsionado, algo viejo”, detalla el cantautor sobre canciones que, sí, son viscerales, directas y sencillas. Así suena la mayoría. Así suenan “Curandera”, “Viajero del tiempo”, “Una flor en la pared” o “Monte Quemado”. “Tenía ganas de usar el estudio de grabación como un instrumento más, porque no me gusta la sobreproducción, que es como meter 40 mil escenas en una película, ¿no? Lo mío es un no rotundo al desarrollo de la instrumentación, es la pretensión de un ñato que no hace folklore ni rock, pero que está en una ensalada personal con su propia psicodelia... quiero sonar como los viejos discos de Horacio Guarany. Soy un tipo de campo y me gusta cuidar eso”, se define.
–¿Atravesando todo límite?
–(Risas.) Y más me gusta Cafrune. Esa la personalidad del folklore visceral, profundo, ¿no? Un perro malo con ternura para poder cuidarse el culo, capaz. También soy fanático de Larralde, pero para mí Guarany y Cafrune son punks. Y también el Chango Farías Gómez: haber hecho lo que hizo en los ’80, con esa Argentina, es muy revolucionario... él tenía la capacidad de correrse de los lugares cómodos para molestar deliberadamente, y eso es saludable, como lo de Dino Saluzzi, ¿no?, él se la jugó por ser experimental y jugar con samplers en los ’80.
–¿Qué pasa con el punk cuando se pasan los 30?
–Creo que hay que tener mucha elegancia para sostener la edad en el punk. Yo soy muy respetuoso de esa filosofía, pero llega un momento en que uno tiene que cocinar su propio humor y sublimarlo. Me parece que es medio zonzo ser un punk viejo, porque uno tiene que acomodarse y no comprar más el discurso de la violencia. Hoy soy un revolucionario de la charla cuando antes era de subirme por los techos y patear coches. Nick Cave, por ejemplo, es un gran elegante.
–O Lou Reed, o Neil Young.
–Claro, ambos fundamentales por haber perseverado en su camino y tener esa mirada en diagonal al mercado. Son casi como los reyes de la independencia, y acá tenemos gente como Vislumbre del Esteko, por ejemplo, tipos de folklore under que chuparon de Jacinto Piedra y siguieron ese camino de libertad. A ver: yo pienso que es sano que alguien no haga folklore festivalero, está bueno que existan Arbolito o Los Tekis, bandas con profundidad y entretenimiento, pero también bandas raras, ¿no? Es buena la gente que estira el límite de las cosas, como Melero, un maestro de lo que hay que hacer para colaborar con la libertad del arte.
–¿Y Spinetta? El disco está dedicado a él, que no era ni Cave ni Cafrune.
–Pero fue el maestro de todos. Luis ensayaba en la sala contigua en donde grabábamos el disco, y yo le abría la puerta. Era grandísimo verlo. Su parafernalia, así chiquita, y su equipito de gente, de cinco o seis personas, un capo. El siempre tuvo el resguardo de lo artesanal, y ése es su gran legado.
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