OPINION
› Por Eduardo Fabregat
Bien pensada, la idea es delirante: una serie sobre zombies. En 2010, cuando el productor Frank Darabont se acercó a Robert Kirkman para proponerle una adaptación televisiva de su novela gráfica The Walking Dead, el guionista tuvo sus lógicas dudas. Por un lado, el temor a que la historieta terminara bastardeada en el pasaje a un medio con reglas tan particulares, y tan diferentes, a las de cuadros y globitos; por otro, el mismo carácter dudoso de la idea. Porque el género de los muertos vivos es un clásico del cine y ha arrastrado multitudes al culto, pero... ¿una serie sobre zombies? No caben dudas de que George Romero, prócer del cine clase B y responsable de títulos ineludibles como La noche de los muertos vivos (1968) y, más acá en el tiempo, Tierra de los muertos (2005), ha construido toda una leyenda alrededor de los degustadores de cerebros (y otras vísceras). Pero una cosa es el film destinado a un público amante de las apuestas gore, y otra muy diferente mantener el interés dramático a lo largo de varios episodios... y hacerlo vendible a la gran industria.
La tercera temporada de The Walking Dead, que termina esta noche en Estados Unidos y se cierra el martes en la Argentina en la pantalla de Fox, arrasó con los ratings de su país de origen, marcando un record absoluto para una señal básica de cable: el primer episodio de la mid season (es decir, el regreso después de la pausa del invierno boreal) totalizó 12,3 millones de espectadores. Todo lo que podía suponerse sobre las reacciones del público a una serie en la que un apocalipsis nunca explicado del todo deja la Tierra a merced de los biters (mordedores) o walkers (caminantes) quedó desactivado, y aquellos que le auguraban corta vida al experimento debieron revisar sus teorías con respecto al consumo masivo de entretenimiento en el siglo XXI. De hecho, la mayor crisis que atravesó el programa, la caída más pronunciada de audiencia y las críticas de espectadores y periodistas, sucedió en la segunda temporada y porque, razones presupuestarias mediante, de pronto empezaron a escasear los muertos vivos y a abundar las escenas de personajes humanos lidiando con las circunstancias. Los teleespectadores querían tripas, querían al sheriff Rick volando cabezas, a Andrea clavando cuchillos en los ojos de esos monstruos gruñidores y a Daryl acertando flechazos, con ballesta o sin ella.
El fanatismo que disparó The Walking Dead se palpa en las cifras: los seis episodios de la primera temporada pasaron a ser 13 en la segunda y a 16 en la tercera, y en 2012 ya se realizó el anuncio de que habrá un cuarto año con 16 capítulos. Con ello, la cadena AMC convirtió otro gol de media cancha tras romper toda previsión con anomalías para el estándar de EE. UU. como Mad Men (con sus publicitarios de los ’50 que fuman todo el tiempo) y la soberbia Breaking Bad, con ese padre de familia enfermo de cáncer que se pone a cocinar meta. TWD tiene además una abundante cosecha en un amplio segmento codiciado por los programadores, que va de los 18 a los 49 años. Y allí hay otra clave que explica el suceso: quizás esta serie hubiera sido un fracaso en cualquier otro momento, pero su aparición en la pantalla chica se produce en medio de un giro cultural que el periodista Alejandro Soifer explica muy bien en su libro Que la fuerza te acompañe. Como dice allí el periodista y productor cinematográfico Axel Kuschevatzky, “mirá las diez películas más taquilleras y los programas más exitosos de la TV: al final ganamos los nerdos”.
La brutalidad gore y la absoluta incorrección política de The Walking Dead tienen razón de ser en ese panorama: el espectador de los años ’80 no toleraría los rostros podridos arrancando pedazos de carne humana, y la molesta costumbre de los productores de hacer desaparecer a personajes que se suponían centrales y protagónicos. Uno trata de no encariñarse con Michonne, la afroamericana letalmente hábil con la katana. “Acá nadie está seguro”, dijo la semana pasada David Morrissey, responsable de dar aterradora máscara al Gobernador, un psicópata que dirige la colonia de sobrevivientes Woodbury y cuya suerte se definirá en este cierre de temporada. La serie se dio el lujo de asestarle un final espantoso a Lori, la esposa embarazada del sheriff, y al querible Dale y al buenazo T-Dog, y a borrar de un plumazo a personajes que, según las viejas lógicas de la ficción televisiva, estaban listos para ser “desarrollados” en búsqueda de más público. The Walking Dead zarandea al espectador, y en esas sacudidas se llevó puestos a un par de guionistas y al mismo Darabont, que se alejó disgustado por el recorte de presupuesto que afectó a la segunda temporada; el productor ejecutivo y showrunner que lo siguió, Glen Mazzara, tampoco estará de regreso para la cuarta temporada. En la tele no sólo acecha el peligro zombie.
El secreto de The Walking Dead reside en que esa masa de espectadores zarandeados se ha moldeado en el fenómeno que analiza Soifer, que sacó la nerditud del gueto que ocupaba en los ’80 y comienzos de los ‘90 y que hace que hoy incluso se considere ser cool algo que antes era una cruz. Como dijo Axel K., los nerdos terminaron dominando el panorama, haciendo del universo Marvel una omnipresencia cinematográfica y posibilitando el éxito de series no recomendables para la hora de la cena, sea TWD o American Horror Story o The Following. Pero no es sólo eso. En la serie de AMC rigen cuestiones también presentes en Romero, que supo usar a los no vivientes para dibujar analogías sociales nada fantásticas, que provocan ecos en la conciencia del espectador. Resulta interesante ver lo que sucede con las conductas humanas frente al peligro externo; el mesianismo del Gobernador recuerda al de ciertos mandatarios recientes que ha tenido el país del Norte, y la horda de zombies que invade la granja al final de la segunda temporada produce un efecto asociado el terror latente en la sociedad desde que unos aviones secuestrados hicieron estragos físicos y psicológicos. “Se acabaron los debates, esto ya no es una democracia”, sentencia Rick Grimes al final del segundo año, y nadie se atreve a discutir.
Desde acá abajo, todo eso es un apunte sociológico. Ante todo y sobre todo, The Walking Dead funciona como ficción, tiene personajes inolvidables y útiles para el rebote en las redes sociales (basta poner el hashtag #TheWalkingDead en Twitter y disfrutar el resultado) y sí, es una hermosa revancha para los que disfrutamos una adolescencia de tripas y sangre en cines como el San Martín de Flores, el Gran Alsina y sus símiles en los cien barrios porteños. Zombies que ya no gritan “cerebros”, sino que van al punto, sustentados en maravillosos efectos de maquillaje (gracias, Greg Nicotero) y con la tozudez del que ya no tiene otra cosa que hacer más que acechar algo de carne fresca. Vale la aclaración para entender otra clave del asunto: los walkers del título, en realidad, no refieren a esos bichos inmundos que se arrastran por todos lados. En el universo de Kirkman, los caminantes muertos son los mismos sobrevivientes, condenados, mordiéndose el rastro, corriendo en círculos, cediendo a la tentación humana de pisar al otro para salir adelante en un mundo perdido. Y al cabo, ante la tuerta sonrisa del Governor, queda la duda de si no será preferible la compañía de un tipo bastante podrido, pero con las intenciones bien claras.
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