Lun 20.05.2013
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SE PRESENTó INSIDE LLEWYN DAVIS, LO NUEVO DE JOEL Y ETHAN

Con el sello de los hermanos Coen

Presentada en competencia oficial, la película ofrece un pequeño y divertido retrato de Llewyn Davis, un imaginario cantautor de la escena folk estadounidense de principios de los ’60 que no tuvo la suerte que luego acompañaría a Bob Dylan.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

¿Qué hubiera pasado si aquella fría noche de invierno de 1961 el periodista de The New York Times que fue a escuchar la movida folk de un oscuro bar de Greenwich Village no hubiera reparado en un desconocido que cantaba con voz nasal apodado Bob Dylan y, en cambio, se hubiera entusiasmado con otro cantante y compositor casi tan ignoto, llamado Llewyn Davis? De hecho, la nueva película de los hermanos Joel y Ethan Coen, presentada ayer en competencia oficial en el Festival de Cannes, nunca llega a responder a esa pregunta, pero lo interesante de Inside Llewyn Davis es que la deja planteada. Y, mientras tanto, ofrece un pequeño, divertido retrato no sólo de ese personaje imaginario –que como tantos verdaderos quedó al margen de la historia y pasó al anonimato– sino también de la fauna que rodeaba al movimiento folk de esos tiempos bohemios en el West Village, anteriores a la fama y al éxito económico que no tardarían en llegar; para algunos al menos.

Por supuesto, tratándose de los Coen, ese retrato tiene la marca de los hermanos marcada a fuego. El pobre Llewyn Davis (Oscar Isaac, en su primer protagónico absoluto, después de haber pagado derecho de piso en Hollywood con unos cuantos secundarios) no es solamente un simple perdedor, condenado a su mala suerte. Como antes fue el guionista de Barton Fink –la película que le valió a los Coen la Palma de Oro y el premio a la mejor dirección en Cannes 1991– o luego el atribulado profesor judío de Un hombre serio (2009), Llewyn parece más bien un personaje kafkiano, un hombre solo consigo mismo, enfrentado a una serie de situaciones tan complicadas como absurdas.

Todo empieza con una paliza y un gato. “En realidad, la película no tiene trama, ni una verdadera intriga, por eso incluimos el gato”, afirmó con su habitual estilo burlón Joel Coen, frente a la prensa reunida en Cannes. El asunto es que a la salida de The Grey Bar (¿una alusión al auténtico Gerde’s Folk City donde fue descubierto Dylan?), un desconocido trompea a Llewyn sin que él sepa el motivo. Y a la mañana siguiente amanece en el departamento vacío de un matrimonio amigo, donde su único anfitrión es un gato. Que el gato se le escape a la calle será el primero de los problemas que deberá enfrentar Llewyn Davis, condenado a vagar por la ciudad sin un dólar, con un bolso y su guitarra a cuestas, y con la mujer de su mejor amigo (Carey Mulligan, a cargo de Justin Timberlake) embarazada y reclamándole dinero para un aborto, porque dice que la responsabilidad lamentablemente es suya. Un improvisado viaje a Chicago, de polizón en el auto de un cocainómano al borde de la muerte (John Goodman) tampoco hará nada por mejorar su situación.

Que el film todo tenga una estructura circular y termine casi como empezó sugiere no tanto un flashback sino más bien la idea de pesadilla, tan frecuente en el cine de los Coen. Y que aquí, en el marco de una estética esencialmente realista, se sugiere con algunos elementos escenográficos ilógicos, como los agobiantes, ridículamente estrechos pasillos que Llewyn debe recorrer para pasar la noche en el sofá de alguno de los cuchitriles de sus amigos en el Village. Tratándose de un film que tiene a la música en un lugar central, debe agradecerse a los Coen dos cosas. En primer lugar, que casi todas las canciones –ya sean las de Llewyn o las de sus amigos– se escuchen completas, de comienzo a fin, algo infrecuente en un film de ficción, donde los temas musicales suelen funcionar como meros clips. Y la segunda es que la supervisión musical haya corrido por cuenta de T-Bone Burnett, un productor y compositor que inició su carrera justamente con Dylan y que ya había colaborado con los Coen en las bandas de sonido de El gran Lebowski y ¿Dónde estás hermano?

Se diría que hay un aire retro, casi nostálgico este año en Cannes, empezando por la apertura con El gran Gatsby. Y de la Nueva York de 1961 de los hermanos Coen, la competencia de Cannes pasó a la ciudad de Topeka, en las planicies del estado de Kansas, allá por 1947, a poco de concluida la Segunda Guerra Mundial. Ese es el escenario de Jimmy P. (Psychotherapy of a Plains Indian), la primera película filmada fuera de su país por Arnaud Desplechin, uno de los directores franceses más reconocidos de su país y recordado en la Argentina por títulos como Reyes y reina y El primer día del resto de nuestras vidas, ambas con Catherine Deneuve y Mathieu Almaric. Ya casi su actor-fetiche, Almaric aquí interpreta al famoso antropólogo francés Georges Deveraux, por entonces radicado en los Estados Unidos para estudiar la cultura de sus pueblos originarios, sobre quienes luego publicaría varios textos, entre ellos Reality and Dream: Psychotherapy of a Plains Indian (1951), sobre el cual está basado el film de Desplechin. Y el “indio de las planicies” al que hace referencia es Jimmy Picard, un ex soldado perteneciente a la tribu Pies Negros (Benicio del Toro), que volvió de la guerra no tanto con una herida en la cabeza (que la tiene) sino más bien en el alma.

Convocado por el Topeka Winter Hospital, que fue el primero en los Estados Unidos en tratar traumas de guerra, será Deveraux entonces el encargado de encontrar una cura para Jimmy P. con métodos no tradicionales. Al punto que era considerado “demasiado freudiano para los antropólogos y demasiado etnólogo para los psicoanalistas”. Desplechin va desarrollando el diálogo entre estos dos hombres tan diferentes entre sí, pero que van encontrando una peculiar forma de comunicación entre ellos, hasta convertir la terapia en una suerte de rara amistad.

Más allá de su evidente nobleza –y del excepcional trabajo de Del Toro, que merecería un nuevo premio al mejor actor aquí en Cannes, a pesar de haberlo ganado ya en 2008 por su encarnación de Guevara en el díptico Che, de Soderbergh–, los problemas de Jimmy P. son esencialmente dos. Primero, la sobreactuación de Amalric, un actor que a esta altura casi merecería un chaleco de fuerza, de los que seguramente había en el hospital de Topeka. Y segundo, una notoria falta de vida y energía general de la película, afectada por una anemia preocupante, al punto de que hacia el final el film se va diluyendo.

La buena salud, el desparpajo y la originalidad del cine francés, en todo caso, apareció en la sección Una Cierta Mirada, con la extraordinaria película L’inconnu du lac, de Alain Guiraudie. Su nuevo film –probablemente el mejor de toda su obra– puede ser considerado un “polar”, como llaman los franceses a su cine policial. Y en ese sentido es de los mejores que hayan aparecido en el último tiempo, con una evidente filiación con el mundo de Patricia Highsmith, si no fuera porque los momentos de suspenso y angustia están desacralizados por unas insólitas pinceladas de humor. Pero en un giro muy particular, y que generará no pocos debates, Guiraudie –cineasta y militante homosexual– ambientó toda su película en una playa nudista gay, un lugar de encuentros y levantes que se convierte también en el lugar del crimen.

A pesar de que el film no tiene inconveniente alguno en ir a fondo en escenas de sexo explícito, Guiraudie consigue evitar todo rasgo de explotación o sordidez. Y lo hace porque su película es de una precisión y un rigor de puesta en escena que va siempre a lo esencial del relato. La utilización del espacio es magistral: apenas una pequeña playa sobre un lago y el bosque que lo circunda (donde se producen los encuentros sexuales) le sirven a Guiraudie para crear –a pleno sol– un mundo peligroso. Y para retratar toda una serie de personajes y situaciones que se van entrelazando unos con otros con una rara perfección, que no necesita de subrayados de música ni de ningún tipo. Basta con los sonidos de la naturaleza –el oleaje calmo del lago, las pisadas sobre la playa pedregosa, el silbido del viento entre los árboles– para que la muerte haga sentir su presencia, como una guadaña.

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