Jueves, 3 de abril de 2014 | Hoy
OPINIóN
Por Horacio González *
Lejos del Salón de Libro (y del debate sobre los argentinos “Refusés”, debate típicamente francés) me encontraba con mi amigo Patrice Vermeren en un pequeño picnic ilegal –carteles de prohibición por todas partes– en el bosque de la Mansión de Chateaubriand. Era un día lluvioso, lo que favorecía que rápidamente diéramos cuenta de unos sandwiches de queso y unas talegas de vino, escondidos tras los árboles. Esos inocentes eventos se hallan inhabilitados, con razón, en tales lugares. Comimos rápido, nos mojamos bastante, y en la visita posterior a los alojamientos de Chateaubriand surge siempre una pequeña fantasmagoría, recóndita y quizás obtusa, que acompaña al “argentino en París”. ¿Cuál es efectivamente el lazo que relaciona la cultura argentina con la cultura francesa? ¿Puede decirse esta frase sin traicionar el efecto despreocupado de equivalencias que postula? Mirando las ediciones de Chateaubriand en su casa-museo –Chateaubriand era un reaccionario de gran escuela, católico de elevada escritura, constructor romántico de un yo melancólico y gozoso, reaccionario confeso y tolerable– vemos su tan mentado libro sobre El genio del cristianismo y su formidable autobiografía, Memorias de Ultratumba.
Un ejercicio así podemos hacerlo con cualquier publicación francesa del siglo XIX. Por eso preguntamos: ¿qué había en la remota Argentina en esos tiempos de Chateaubriand? Por supuesto, existe la lectura más o menos tardía de estos libros, aunque es dudoso que incluso Sarmiento, tan voraz con esta clase de textos, los haya leído, pero puede haber intuido la plenitud de un Yo galvanizado por la ansiosa conquista de la esquiva materia histórica, cosa que bien usó en su provecho.
Los románticos argentinos del siglo XIX fueron cristianos municipalistas con el comunitarista Leroux y menos con el aventurero vizconde de Chateaubriand. ¿Pero para qué nos sirve este impulso hacia los paralelismos? ¿No vemos que entre ambas culturas hay un hiato que no puede salvarse fingiendo viajes de hermanamiento, ámbitos mellizos, atestiguamientos lúcidos de la densidad cultural de París, imaginando conquistas y triunfos, que el tango más que la filosofía (“Madame Ivonne”) supo encarnar con desenfado? ¿Quiénes somos frente a la cultura francesa, que algo sospecha de nuestra conciencia receptiva y respetuosa, y otro tanto concibe de nuestros afanes para ser consagrados dentro de ella, sospechando oscuramente que nunca seremos parte de sus pliegos internos ni tampoco absolutamente vicarios, y no pocas veces, exaltados críticos.
De una manera u otra, sobrevuelan diversos vicariatos. Hay distintas formas de tales vicariatos, y en primer lugar están los que se salvan a sí mismos porque no pretenden otra cosa y lo hacen con esmero testimonial. Esas diligencias son esperadas con sigilosa angustia por Francia, porque quizá no haya nunca más una aristócrata argentina –sólo becarios– y será acaso un futuro filósofo senegalés quien deberá hacerse cargo del maravilloso legado de las culturas, siempre tempestuoso, de lo que puede ir desde Voltaire a Merleau-Ponty.
Veamos la actividad de Victoria Ocampo. Criticada siempre, transitó la severidad del mecenato, el orgullo de la buena traductora, el secreto de la amante dolorida y el fino olfato del transcriptor cultural que sólo ansió la amistad y el amor de los bienes culturales sujetos a su traslación y anfitrionazgo. No hizo mal el Salón del Libro de París en ponerla en primer plano en el stand, pues no sólo era un homenaje a un vínculo más sospechado que conocido (por los lectores actuales), sino porque en el fondo significa un problema irresuelto que aún vale la pena indagar. Problema que es más importante que la ausencia de tal o cual escritor, que tanto preocupó a Le Monde y a las sucursales del interrogatorio jactancioso, como Radio France Culture.
El problema sigue en pie: ¿es la traducción fiel y hecha en hora justa lo que resguarda ahora la hipótesis de equivalencia cultural? Victoria Ocampo era antes que nada una gran cronista, que no aplicaba ningún desdén a priori hacia lo que sospechaba, y efectivamente era, el síntoma de renovación cultural en la novela y en la filosofía de su época. Dio testimonio, como un apóstol o una catequista, o bien una gran ofertante y recepcionista, en actos en los que puso en juego un estilo señorial pero fácilmente admirativo. Se dice de sus amoríos. Lo que hay es el enamoramiento de la próvida con el proveído, sea Gide, Camus, La Rochelle o Caillois. Podía fallar con el barón de Keyserling o con Virginia Woolf, no con Rabindranah Tagore o Lanza del Vasto, siquiera con Ortega y Gasset, tampoco con Waldo Frank –póstumo amigo de Walsh– porque nunca es posible que el destinatario de un amor que parece profesional, aunque realmente lo sea, deje de sospechar un latente don de intimidad ante tanta munificencia. Borges reía un poco de tales coqueteos (de Lanza del Vasto, el profeta, llegó a decir “lanza vastamente”), pero sabemos que la timidez en que se refugiaba le servía a Borges como máscara talmúdica para feroces ironías.
Hoy hay que seguir optando: o se parte de una cultura nacional con sus legados autodesignados inmanentes, o se acepta que éstos se constituyen en porosidad selectiva con los mismos universalismos que atesoraba y hospedaba Victoria –descontando su ingenuo bachillerato realizado en los grandes liceos de la cosmópolis cultural–. Tal el problema que recibimos de la Ocampo, no develado –ni tenía por qué serlo– en el Salón del Libro. Muda, estaba allí, junto a Olga Orozco. Inhibamos las comparaciones, pero siendo tan fundamental la obra de Orozco, también lo es porque sin rechazar un misticismo de oscuras raíces cristianas, su pasaje por la influencia francesa fue por demás medido, abonando un clima genérico surrealista, seguramente –ella mismo lo dijo– con un poco de Rimbaud, el que “anotaba lo inexpresable”. Orozco era de Toay, La Pampa. Foto grande en la cinta de Moebius que figuraba en el Pabellón argentino en París.
Quizá sólo en las entrelíneas de la relación entre las letras argentinas y las francesas –más que en la forma plena que en su abismal desesperación buscó Victoria Ocampo–, puedan encontrarse indicios de una saludable conversación que no deje tan desprovisto de un discurrir propio a la Argentina, tan deseosa de llegar a la capital de todas las consagraciones y de lanzar allí un tardío grito de autonomía. “Ponerme a gritar sobre la torre de Eiffel con afilados gritos para que venga una mujer y me ame” (Raúl González Tuñón, 1930). ¿No lo dice Sarmiento en uno de los prólogos del Facundo? “Leed y prosternaos”, frase dirigida a los franceses y en especial al ministro Thiers. Un poco irreal, pero su actitud estaba alejada del automatismo sumiso.
Lo mismo, creemos, en Mansilla tanto como en Cortázar. Para el primero, daba lo mismo una tortilla de avestruz en la pampa que el mejor soufflé en el Maxim de París. Pero en ultimísima instancia, su escritura estaba involuntariamente imantada por algo de Proust más que por el adversario de éste, Sainte Beuve, del que toma sin recelo las “causeries”. Puede leerse menos Rayuela que el relato de Cortázar “Diario para un cuento” (de 1982) para percibir una actitud ante la lectura de Derrida un tanto prejuiciosa pero plena de provecho para el lector argentino ajeno a los, a veces, inevitables vicariatos.
Expropiando de la idea o de la noción que introduce en la palabra “París” cualquier esbozo de suplencia cultural, ofrenda al parnaso, apoteosis del periférico, deseo subterráneo de coronación, bonapartismo en empréstito o santificación anhelada bien que seguramente merecida, las pequeñas lecciones del Salón de Libro recientemente realizado en lo que sigue siendo la “capital del siglo XIX” –no sabemos o apenas sospechamos las que serán en el siglo XXI– lo que subsiste es la incógnita que se mantiene desde hace más de dos siglos. Mencionaremos uno pocos hitos: a partir de las traducciones valencianas de Rousseau que leyó Mariano Moreno, siguiendo por los efectos del bloqueo anglofrancés de 1838 que desgarraron todo el tejido interno de la literatura, valorable, de Estaban Echevería, mencionado luego en apretujada síntesis la pampa escrita en francés por Eduardo Mansilla –sin contar luego la insondable experiencia contemporánea de Bianchiotti–, la desganada traducción que hace Borges de Francis Ponge, la revista de Sartre Les Tempes Modernes dedicada a la Argentina –número histórico de 1982–, dirigida por David Viñas y César Fernández Moreno, la crítica francesa admirativa de Borges (que no la admiraba), encontrándose en sus filas nombres tan notorios como el de Gerard Genette; por supuesto Caillois; sorprendentemente, el enigmático Blanchot y el frenesí foucaultiano por la obra borgeana, todo ello, sin descartar la visita en 1964 de De Gaulle a Buenos Aires (que no estimaba a Perón, aunque éste llevó al cúlmine la equivalencia política: “Recíbanlo como si fuera yo”), todo, decimos, rememora un asunto crucial que resignificó el Salón del Libro, descartando sus inevitables comidillas y sus sencillas ausencias que terminaron siendo calculadamente bruscas. Deshojando todas sus obligaciones necesarias con el mercado libresco que encarna, además de la buena acogida de un puñado no menor de escritores argentinos, decimos: sigue enhiesta una cuestión fundamental de la cultura argentina. ¿Cuál?
Su necesaria introspección, no complaciente ni enamorada de sus propias singularidades, que sea capaz de ver con mirada libre lo que le interesa o adopta. Es ejemplar la correspondencia de René Char con Raúl Gustavo Aguirre, y en otro rubro, una novela como La pesquisa de Saer, quizás una reescritura de Rayuela, con personajes franceses que suenan como el rumor introspectivo del Carcarañá o el Colastiné. Y por qué no la correspondencia de Héctor Agosti con Henri Lefebvre. Ya que al encarar con dignidad periférica lo que se anota o se adapta, es necesario saberlo convertir en jalones o señales de una autonomía cultural novedosa, necesaria más que nunca hoy en la Argentina.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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