Jueves, 3 de abril de 2014 | Hoy
LITERATURA › MAñANA SE CUMPLEN 100 AñOS DEL NACIMIENTO DE MARGUERITE DURAS
Una de las narradoras más importantes de su generación, la autora francesa terminó conquistando un lugar entre los clásicos al que sólo acceden unos pocos elegidos. Una existencia intensa y una obra provocadora borronearon los límites entre lo vivido y lo escrito.
Por Silvina Friera
La soledad real de un cuerpo que respira. Que se descubre y desea, que se encuentra con el otro. La niña flaca y despistada que nació en una aldea cerca de Saigón –“más vietnamita que francesa”– andaba siempre descalza, la cara quemada por el sol y la mirada extasiada con el crepúsculo sobre el río Mekong. El tatuaje de la experiencia y el advenimiento del lenguaje literario entablan una especie de pacto: borronear los límites entre lo vivido y lo escrito, fluir de principio a fin en esa zona donde las líneas divisorias conducen a la vacilación. Importan más las marcas que deja la lectura de un libro que el afán por catalogar si es autobiográfico o una ficción “pura”. Si de marcas se trata, la apasionada historia entre la adolescente francesa y un comerciante chino ha dejado un puñado de huellas indelebles en la memoria de millones de lectoras del mundo. Imposible olvidar el impacto de una frase bellísima que resuena como un estribillo tristemente perfecto: “Muy pronto en mi vida fue demasiado tarde (...) A los dieciocho años envejecí”. Como si el pasado y el futuro no tuvieran más consistencia que la bruma, cuando se publicó El amante (1984) –obra traducida a 40 idiomas con la que obtuvo el Premio Goncourt, el más prestigioso de Francia–, Marguerite Duras tenía 70 años. Aunque viviría once años más, había cumplido al pie de la letra la recomendación de Raymond Queneau: “Escribe, no hagas nada más”. A cien años de su nacimiento, que se cumple mañana, pocas escritoras encarnan la pasión por la escritura con tanta intensidad que daría la falsa impresión de que no hizo otra cosa, días tras día, que escribir la gran novela de su vida.
Las fotos en blanco y negro de su juventud despliegan los encantos de una mujer menuda y bellísima con una pátina de muchacha “despistada” o distraída, quizá la mascarada que adoptó en principio para no amedrentar con esa tremenda fortaleza intelectual que la caracterizaría. Una voluntad descomunal a prueba de penurias y muertes tempranas, la infernal relación con su madre, el rechazo editorial inicial, los duros años de la Resistencia, la militancia y posterior expulsión del Partido Comunista Francés, la pérdida de un hijo y su adicción al alcohol. “Un escritor es algo extraño. Es una contradicción y también un sinsentido. Escribir también es no hablar. Es callarse. Es aullar sin ruido”, afirma Duras en Escribir (1993). Para empezar habría que consignar que su apellido de nacimiento es otro: Donnadieu. Adoptó el seudónimo cuando publicó su primera obra, Les impudents(1943). Duras era el nombre de un pueblo del sudoeste de Francia del cual procedía su familia paterna. Marguerite nació en Gia Dinh, Saigón, el 4 de abril de 1914, unas semanas antes de que estallara la Primera Guerra Mundial. Su padre, un profesor de matemática, murió cuando ella apenas tenía cuatro años. Su madre se dedicó a administrar las tierras coloniales que había adquirido en Indochina. La infancia en Vietnam sería otro tatuaje que llevaría siempre a flor de piel. Recordaba esa niñez como “brutalmente pobre”. “Los niños nacían cada año como la floración y también tantos morían que ya no se los lloraba, y hacía tiempo que ya ni se los sepultaba.”
A los 18 años, en 1932, se trasladó a Francia, donde estudió Derecho, Matemática y Ciencia Política. Pero ya había decidido que su destino sería la escritura. “Estaba sola en casa. Me encerré en ella, también tenía miedo, claro. Y luego la amé. La casa, esta casa, se convirtió en la casa de la escritura. Mis libros salen de esta casa. También de esta luz, del jardín. De esta luz reflejada del estanque. He necesitado veinte años para escribir lo que acabo de decir”, confiesa en Escribir. Su primer libro fue rechazado por la editorial Gallimard, pero siguió escribiendo y una vez terminada su siguiente obra, amenazó con suicidarse si no la publicaban. Los primeros años de la década del ‘40 son eslabones de una cadena de dolores insoportables. En 1942 murió su pequeño hijo que entonces tenía seis meses. Un año después entró en la Resistencia mientras su hermano Paul, que había continuado junto a su madre en Saigón, moría de una bronconeumonía por falta de medicamentos. La vida tranquila, el libro que estaba escribiendo y que publicó Gallimard en 1944, le dio una pequeña dosis del reconocimiento que esperaba. Pero el alivio se disipó cuando su marido, Robert Antelme, fue apresado y enviado al campo de concentración de Dachau. Recién en la novela El dolor (1985) describiría cómo fue el regreso del horror de Robert: “Sólo por el habla sobrevive. Un habla distinta. Lechosa. Un habla narrante, que quiere narrar, contar lo que asombra, lo espantoso. Quien ha pasado por experiencias límite lo sabe: el habla o su espejismo sobreviven. Existe un habla que sobrevive al hundimiento, a la cercanía o al presagio de la muerte. A la extenuación. Hablar entonces es hablar también una lengua fantasma.” Duras militó en el Partido Comunista, hasta que la expulsaron en 1955. Se dijo que fue un informe del escritor Jorge Semprún el que la condujo a esa tiniebla. Más allá de la expulsión, la escritora continuaría definiéndose como comunista y anticolonialista. Se plantó contra la guerra de Argelia y, posteriormente, marcharía junto a los estudiantes en mayo de 1968.
Es fácil repetir clichés del tipo “no habrá otra igual”. Que el estilo Duras no se parecía al de nadie. Que a partir de su tercera novela, Un dique contra el Pacífico (1950), se convertiría en una de las narradoras más importantes de su generación y acabaría conquistando un lugar entre los clásicos al que sólo acceden unos pocos elegidos. Sus obras completas están publicadas en la prestigiosa colección La Pléiade. Ahora la canonización parece inevitable. Pero en los años ‘50, ensanchar el horizonte temático para romper ciertos tabúes –un “trío” conformado por la libertad sexual femenina, la decadencia de la pareja como forma social y el alcoholismo–, romper la corrección política del paradigma de lo que debería ser una novela y transgredir las reglas de la sintaxis distaba de ser pan comido y digerido. Raymond Queneau, que era lector en Gallimard, recordaba la llegada del manuscrito de La vida tranquila y la certeza de estar ante una escritora, una “profesional”. Queneau rescató el informe que escribió después de leer El square: “En M. D. hay una preocupación por la renovación, por la profundización de su arte, que es poco común entre las escritoras. Puede que aquí haya influencias de Compton-Burnett, se puede pensar también en ciertas tendencias del arte contemporáneo (Beckett, Ionesco e incluso Tardieu); pero eso son menos influencias propiamente dichas que pretextos en la búsqueda de su propia originalidad”. Por novelas como Moderato cantabile (1958) y La tarde de M. Andesmas (1960), se vinculó su cambio de estilo con el surgimiento del llamado nouveau roman, vinculación que en las entrevistas a Duras publicada en La pasión suspendida (Paidós), prologado por Silvio Mattoni, la escritora se encarga de desmentir, “dejando entrever incluso cierto desprecio hacia los integrantes de ese movimiento, que juzga frío, intelectual, poco atractivo”.
Nunca abandonó la escritura de novelas y ensayos: “Escribir ha sido siempre lo único que llenaba mi vida, lo único que me separaba de la locura”. En paralelo comenzó a trabajar en adaptaciones teatrales y cinematográficas de sus primeros textos junto a Gérard Jarlot. El primer film por el que se la reconocería como guionista de Alain Resnais es Hiroshima mon amour, una obra de ruptura que deviene clásico. Duras dirigió 19 películas –que incluye cuatro cortometrajes y un documental– entre las que se podría mencionar La música (1967), India Song (1975) y El camión (1977). La escritura de El arrebato de Lol V. Stein (1964) –que Jacques Lacan abordó en su seminario– resultó especialmente complicada: “Escribir siempre es duro, pero en aquella ocasión tenía más miedo que de costumbre –cuenta en una entrevista con la televisión francesa–. Era la primera vez después de mucho tiempo que escribía sin nada de alcohol y tenía miedo de escribir cualquier cosa”. El personaje principal pierde los estribos cuando ve en un baile que el hombre que ella ama se está enamorando de otra mujer. Es una criatura tan desesperada que la propia Duras declararía que lamentaba no haber sido ella misma Lol V. Stein. “Nadie puede conocer a Lol V. Stein. Y hasta lo que Lacan dijo al respecto, nunca lo comprendí por completo –afirma la escritora en Escribir–. Lacan me dejó estupefacta. Y su frase: ‘Usted no debe saber que ha escrito lo que ha escrito. Porque se perdería. Y significaría la catástrofe’. Para mí, esa frase se convirtió en una especie de identidad esencial, de un ‘derecho a decir’ absolutamente ignorado por las mujeres.”
C’est tout (1995) es un diario singular, disperso, fragmentario. Duras, enferma de cáncer de garganta, se despide. En el umbral de su muerte está acompañada de su joven pareja, Yann Andréas. “¿Quién eres?”, le pregunta Yann. “Duras, esto es todo”, responde la escritora. “¿Qué hace Duras?”, insiste su pareja. “Hace literatura”, contesta ella. “Y después de la muerte, ¿qué queda?”, vuelve él a la carga. “Nada. Sólo los vivos que se acuerdan”, dice Duras y luego agrega: “Soy la escritora salvaje e inesperada”. Murió a los 81 años, el 3 de marzo de 1996. Póstumamente se recuperaron los Cuadernos de guerra y otros textos, publicados en 2006. En la textura del legado brilla la luz del pensamiento de Marguerite: “La tarea de la literatura es representar lo prohibido. Decir lo que uno no dice normalmente. La literatura debe ser escandalosa”.
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