Miércoles, 4 de febrero de 2015 | Hoy
OPINIóN
Por Diego Fischerman
Renunció García Caffi. Fue nombrado Lopérfido. Hubo un cambio en el Teatro Colón y por más que todo haya transcurrido con la mayor de las correcciones, y que se hayan ensalzado las mieles de la continuidad, ningún cambio se hace sin ningún motivo. Y algunas frases sueltas permiten aventurar que, en efecto, algo se buscará corregir en los últimos meses antes de las elecciones. Puntualizar los errores de la gestión saliente es hoy cosa del pasado. Página/12 lo hizo en tiempo real y, en este momento, resulta más productivo apuntar a las deudas que el Colón tiene a futuro.
En primer lugar, por el volumen de la inversión que demanda y por la ultraespecialización de su estructura –orquestas, coro, ballet y talleres propios, por empezar–, además de por su tradición e historia simbólica, el Colón sólo tiene sentido si se lo usa para aquello que sólo allí puede hacerse. Y, también, si se parte de dos ideas rectoras. La primera es que en ese conjunto de estéticas que se identifican globalmente con la llamada “música clásica” –que en el siglo XXI puede ampliarse, eventualmente, a otras músicas “de escucha”–, hay un patrimonio valioso en sí. La segunda es que el Estado tiene una responsabilidad en su cuidado, en la promoción de nuevas obras en ese campo y en su posterior divulgación.
Si el Colón es elitista (y con un crudo elitismo económico), la solución no pasa por hacer espectáculos exclusivísimos un día y bailanta el siguiente para lavar las culpas, sino por buscar estrategias que permitan, por un lado, que nadie que quiera ir se quede afuera y, por otro, que pueda ampliarse ese universo de personas interesadas en lo que allí sucede. Sin entrar en consideraciones demasiado complejas, la política con respecto al precio de las entradas debe ser exactamente la contraria de la aplicada hasta el momento por este gobierno, que aumentó mucho más las localidades baratas que las caras. Las entradas baratas deben abaratarse y, eventualmente, si debe tenderse a una Suma Cero, las caras podrían encarecerse. No tendría nada de malo que las primeras diez filas del Colón fueran realmente onerosas, si hubiera también localidades con precios afrontables por el común de los mortales. Sobre todo, si se tiene en cuenta que ese común de los mortales ya ha pagado el 85 por ciento de los gastos del Colón con sus impuestos.
Por otra parte, el teatro mantiene, y ha profundizado durante la última gestión a su cargo, varias heridas que debería restañar. Los carteles con la leyenda “Basta de maltrato” que exhibían los artistas antes de comenzar sus presentaciones, ya desde hace un tiempo, algo están diciendo. La discusión seguramente será compleja y cada parte tendrá sus argumentos. Pero resulta imposible que un teatro de las características del Colón pueda funcionar adecuadamente cuando la dirección no cuenta como sus aliados naturales a los que suben día a día al escenario y a los que, invisibles, fabrican escenografías, suben a las escaleras para poner luces, cortan y cosen los vestuarios o acomodan las salas para los ensayos y funciones.
Y si de aliados naturales se trata, el Colón debería encarar como problemas graves algunos de sus divorcios históricos. Con los artistas argentinos, en primer lugar. El Colón debe poder ser una meta para ellos. Y no es razonable que la Ciudad mantenga conservatorios y hasta un Instituto de Arte en el propio Colón –aunque actualmente funcione fuera de sede y en condiciones paupérrimas–, donde se forman cantantes, puestistas en escena y bailarines, y que no haya tránsitos lógicos entre los distintos estadios. Además, la carrera de un cantante es corta y una gestión arbitraria, que lo borre del mapa durante cuatro años, por ejemplo, puede tener efectos irreparables. En Buenos Aires hay importantes movimientos alrededor de la ópera barroca y de la creación actual. La restauración de lo que fue la Opera de Cámara bien podría sintonizar con ellos y, de paso, con cantantes excelentes aunque con voces más pequeñas que las requeridas por Richard Strauss contra orquestas de más de cien integrantes.
El Colón no ha interpelado, por otra parte, a sectores de la cultura y las artes con los que debería tener una relación fluida. Tanto la literatura como el teatro argentinos de los últimos años tienen trascendencia internacional y, sin embargo, no han tenido cabida en sus programaciones. No hay óperas basadas en Borges, Cortázar, Rodolfo Walsh, Manuel Puig, Juan José Saer o Germán Oesterheld (la cancha de River nevada no quedaría nada mal en el escenario del Colón). Y Ricardo Bartís, Mauricio Kartun, Javier Daulte, Claudio Tolcachir o Rafael Spregelburd, por sólo nombrar a unos pocos, han realizado nada en esa sala.
En relación con el público, si en una ciudad en la que los festivales de teatro, de cine independiente o de jazz movilizan multitudes, y muy pocas de esas personas sienten que el Colón tiene algo para decirles, algo que debería hacerse no se está haciendo. La lista de posibilidades es amplia y la elección dependerá, desde luego, del enfoque de la dirección. Pueden implementarse concursos o encargos, abonos transversales (con títulos de ópera, sinfónicos y también del Centro de Experimentación) o especiales (como el que el Mozarteum sostiene desde hace décadas, para menores de 25 años y a muy bajo precio). Pueden llevarse espectáculos del Colón fuera de sus fronteras o buscar maneras de mostrar lo que allí sucede a quienes no lo descubrirían por sí mismos. Puede trabajarse en las escuelas y los conservatorios, puede haber programas de radio o de televisión (hay una radio municipal y un canal de la ciudad que bien podrían aprovecharse). Lo que no se puede, si se asume que el Colón es un bien público y que hay motivos sobrados para que así sea, es no hacer nada para que deje de funcionar como un lugar de costosas fiestas privadas pagadas por la comunidad.
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