Miércoles, 30 de agosto de 2006 | Hoy
NESTOR GARCIA CANCLINI, PARTICIPANTE DEL ENCUENTRO DE PENSAMIENTO URBANO
El antropólogo señala los procesos que vivió Buenos Aires en el último siglo y propone un Museo de la Globalización.
Por Silvina Friera
Cuando en 1983 el antropólogo argentino Néstor García Canclini volvió al país, después de siete años de exilio en México –donde reside actualmente–, tuvo una impresión: muchos barrios porteños parecían detenidos en el tiempo. En los ’90, los regresos se fueron incrementando –ahora vino a participar del Segundo Encuentro Internacional de Pensamiento Urbano en el San Martín– y esa sensación se convirtió en certeza. Hace poco estuvo recorriendo la muestra de Horacio Coppola en el Malba, donde se exhiben fotografías tomadas entre los ’20 y ’40, especialmente su emblemática serie Buenos Aires, que la municipalidad le pidió a Coppola en 1936 para conmemorar los 400 años de la primera fundación. Ahí están los paisajes de La Boca, Avenida de Mayo, Corrientes, Paseo Colón, Alvear; un conjunto de esquinas paradigmáticas y muy reconocibles. “El registro fotográfico de esas décadas muestra una ciudad en gran parte parecida a la de hoy, mucho más que otras ciudades latinoamericanas como San Pablo, México, Caracas o Lima, transformadas abruptamente con el desarrollo urbano y la industrialización. Lo que más cambió es la arquitectura corporativa, las torres espejadas o los sho- ppings, pero no hubo una radical reconversión de los espacios públicos y de las políticas de vivienda, salvo en sectores muy parciales. La visualidad urbana actual se parece mucho a la que se percibe en las fotos de principios o mediados del siglo XX”, dice Canclini.
–¿Por qué no fue tan radical el cambio en la ciudad?
–Es el resultado de varios procesos ocurridos en el país y en la capital. Uno es el estancamiento; las grandes inversiones públicas, la apertura de grandes avenidas, la puesta en escena de la vida urbana en Buenos Aires se hizo en las primeras décadas del siglo XX. Así como hubo momentos de ascenso y migración de sectores populares, que pasaron a residir en Buenos Aires y sobre todo en su periferia, después se dieron fenómenos políticos de exclusión. Durante la dictadura se desmantelaron villas miserias, se persiguió a los sectores populares; se encareció la vida respecto de la provincia. Todos estos fenómenos contribuyeron a detener el crecimiento de Buenos Aires, lo cual en parte la hace una de las pocas ciudades habitables, con cierto confort y menos degradada dentro de América latina, pero con un costo social y cultural muy alto.
–Usted propuso la creación de un Museo de la Globalización. ¿Cuál sería el sentido de ese museo y cómo imagina su funcionamiento?
–Lo planteo en un sentido irónico. La idea es enviar la globalización al museo. Es un intento de revisar de modo radical la noción de museo, qué sentido tienen los museos nacionales y regionales en la globalización. Pueden tener sentido, pero deshaciéndose de la noción humanista y moderna de patrimonio mundial y repensando los modos de circulación del patrimonio. Para hacer ese museo me pregunto qué contendría, dónde colocarlo, quién seleccionaría lo que se va a exhibir, si se haría mediante exposiciones itinerantes, quiénes tendrían derecho a tomar estas decisiones de política museológica y cultural, qué coleccionar, seleccionar y descartar. La museografía debería ser flexible y fomentar que preguntas tales como ¿esto es parte de la globalización? o ¿esto merece formar parte de este museo? tuvieran muchas respuestas legítimas. Con un Museo de la Globalización se indagaría por los interlugares, lo que no es sólo de aquí o de allá, por los espacios y circuitos en disputa.
–¿Tiene algún ejemplo que se aproxime a esta idea de museo globalizado?
–Estuve en el recién estrenado Museo de la Solidaridad Salvador Allende, que se formó con donaciones de artistas de primer nivel de muchísimos países desde la época de Allende. Durante la dictadura de Pinochet, exiliados chilenos en Europa, América latina y otras regiones fueron recibiendo las obras, que quedaron demoradas en casas o en instituciones de París, Madrid y Estocolmo, hasta que lentamente fueron llegando a Chile. Es un museo contemporáneo de mucha calidad, pero que ofrece una visión bastante aséptica, incluso las células de sala hablan formalmente de lo que desde el punto de vista de la historia del arte se está exhibiendo: expresionismo abstracto, impresionismo, etcétera. Algunas obras se refieren a la represión chilena, pero la mayoría no. Cuando estaba terminando el recorrido, me dijeron que en esa casona había funcionado un centro de detención de la DINA (la policía secreta de Pinochet) y que conservan todavía la central desde la cual se controlaban los teléfonos de Chile. Entonces pedí visitarla. Es muy impresionante porque está como en aquel momento. Pregunté por qué ese lugar no estaba vinculado a la museografía, al recorrido que se proponía al visitante, y me dijeron: “No quisimos hacer un Museo del Holocausto”.
–¿Qué opina?
–Me pareció una elección hasta cierto punto válida, pero no veo por qué no se puede incluir la central telefónica en el recorrido. No es un museo que funciona en cualquier casa. En una conferencia me referí a este hecho y lancé la suposición de que detrás de esa colección de 2500 obras había muchas historias de quienes la habían conservado y que esto de algún modo podría estar recogido en el museo. Cuando terminé la conferencia se acercó una mujer de unos 30 años y me dio un sobre. Mientras me escuchaba fue escribiendo un relato y me lo dejó para que lo leyera. Me contaba la historia de ella y de su familia. Habían vivido en París y como tenían una casa un poco mejor que otros, con una sala en la que jugaban los hijos de familias exiliadas, les dieron muchas obras para que las guardaran. Cuántas historias equivalentes podrían ser incorporadas al relato del museo. Y sin duda esto haría que un museo nacional chileno se convirtiera en un museo globalizado.
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