“LA MAQUINA DE VAPOR”
Un Julio Verne con los ojos rasgados
A dos décadas de la mítica “Akira”, Katsuhiro Otomo se instala en el siglo XIX para un monumental ensayo sobre la ciencia.
Por Horacio Bernades
El mundo del animé, la animación japonesa, está a esta altura lo suficientemente desarrollado como para que se multipliquen en él los nombres mayores, los creadores de mundos propios y cegadores. Con Hayao Miyazaki –el maestro de El viaje de Chihiro y la inminente Howl’s Moving Castle– como reconocido gran padre del rubro, uno de los que se alinea inmediatamente por debajo de él es Katsuhiro Otomo, cuya Akira está universalmente considerada una de las obras mayores del género. Siendo ésta de fines de los ’80 y no habiendo dirigido Otomo ningún otro largometraje desde ese momento, el hombre estaba alcanzando ya dimensiones de héroe legendario en el ostracismo, hasta que el año pasado llegó finalmente su nuevo opus a las pantallas de Japón y el mundo entero. Se trata de Steamboy y es una obra de ambiciones gigantográficas, como resulta cada vez más habitual en el rubro. Con el subtítulo de La máquina de vapor, el sello LK-Tel acaba de editarla en Argentina.
Luego de dos películas de terceros basadas en historias suyas (Recuerdos peligrosos, de 1995, y Metrópolis, 2001, ambas editadas también por LKTel), el regreso de Otomo a las ligas mayores no podría ser más distinto de lo imaginado. Al menos, en una primera impresión. Mientras que en todas las ocasiones anteriores el realizador, guionista y autor de comics trabajaba sobre distintas formas de la fantasía y la ciencia ficción (desde el relato de anticipación hasta la fábula romántico-fantástica, pasando por la ucronía antiutópica), Steamboy transcurre en un pasado que un cartel inicial fija con toda precisión. Es el año 1866 en la ciudad de Manchester, y en un laboratorio científico un hombre y su hijo se afanan para insuflarle presión a una gigantesca caldera, que inevitablemente volará por los aires. Máquinas y explosiones abundarán en las dos horas restantes. En ellas, Otomo practica una suerte de arqueología historiográfica para, a partir de ella, darle una nueva vuelta de tuerca a su asociación con el fantástico y la anticipación, a los que aborda esta vez por vía tangencial.
En efecto, abunda la precisión histórica en Steamboy, ubicada en tiempos en que la invención mecánica y tecnológica, así como la búsqueda del fluido que pusiera a andar máquinas y móviles, eran los signos excluyentes de la modernidad. No por nada la historia transcurre en Inglaterra, que estaba a punto de dar el salto a la revolución industrial. Hijo y nieto de aquellos científicos que provocaron la explosión de Manchester, el pequeño Ray Steam hereda de ellos la pasión por la invención... y el vapor. En algún momento el chico recibe de manos del abuelo una misteriosa “bola de vapor”, cuya posibilidad de hiperpresurización la convierte en presa buscada, no sólo por otros científicos sino por los que mandan. “La ciencia es poder”, dirá en algún momento alguien que perdió la cabeza por ella, y sobre esta relación gira toda la película, que aunque en Estados Unidos se conoció doblada al inglés, aquí llega en su idioma original. Y manteniendo los 15 minutos que la distribución estadounidense le recortó.
Como sucedía en Akira, Steamboy desborda de ambición, hasta límites megalomaníacos incluso. Ambición historiográfica, ambición narrativa, y también imaginativa, técnica y estética. Como un Julio Verne after the facts, Otomo usa lo real-tecnológico como plataforma de lanzamiento para imaginar una suerte de maquinería fantástica, que lo lleva a diseñar y multiplicar móviles anfibios, submarinos primigenios, dirigibles con grandes patas mecánicas y máquinas voladoras. Todo esto, alrededor de una guerra entre científicos, cuyas invenciones los poderosos de la tierra quieren manipular con las peores intenciones, con una gran Exhibición Mundial de Ciencias como eje y los máximos representantes de todas las naciones concurriendo allí. Es como si el mecha, subgénero del animé en el que los protagonistas excluyentes son máquinas fabulosas (con Mazingercomo paradigma), se hubiera fusionado con el Verne de La vuelta al mundo en ochenta días.
En este tablero gigantográfico, los enormes planos generales de apabullante detalle –que parecen haber sido copiados de viejos cuadros y fotos por verdaderos monjes zen del animé– marcan un nuevo hito visual para el rubro. En medio de la barroca profusión de personajes, tramas y subtramas, el cruce de lo tecnológico y lo bélico conduce inevitablemente a un apocalipsis inminente, con una clara intención de fábula subyaciendo. Con lo cual las diferencias con Akira se reducen hasta un punto tal que es como si su autor estuviera contando, casi veinte años más tarde, la misma historia, ubicada ahora un siglo y medio atrás de la anterior.