Miércoles, 29 de noviembre de 2006 | Hoy
ROBERTO CARNAGHI, LAS REFLEXIONES DE UN SEÑOR DE LA ESCENA
En La resistible ascensión de Arturo Ui, Rey Lear, La niñera o Montecristo, Carnaghi hace de su oficio un ejercicio fascinante que le permite hacer uso de las máscaras de comedia o drama con igual eficacia. En esta charla, el actor reflexiona sobre su larga carrera y se sorprende por las reacciones hacia su personaje en la novela de Telefé: “A veces el público se olvida que Lisandro es un asesino”.
Por Emanuel Respighi
Una hora y 45 minutos. Ese fue el tiempo que duró la entrevista de Roberto Carnaghi con Página/12. A decir verdad, más que una charla se trató de un largo monólogo en el que el actor, recientemente galardonado con el ACE de Oro, habló de todo un poco, pero con la misma pasión con la que se lo reconoce en su tarea actoral. En las casi dos horas de charla apenas si se pudo colar un puñado de preguntas. ¿Consecuencia de haber trabajado durante once temporadas al lado del genial Tato Bores? “Una vez, cuando estaba con Tato, estuve a punto de hacer un unipersonal, pero se pinchó por un problema entre los productores”, recuerda el actor. ¿Es una cuenta pendiente? “Soy un monologuista amateur, pero no es un oficio pendiente. Debe ser porque lo hago cotidianamente... Me acuerdo de que en España, cuando estábamos en gira con El burlador de Sevilla, cada noche hacía en la habitación monólogos en calzoncillos sobre la cama. Nos divertíamos mucho, pero siempre tuve la sensación de que es más importante lo que cuentan grandes escritores y guionistas que lo que yo pueda tener para decir”, admite.
Visiblemente extenuado con el año que se va, Carnaghi tuvo una temporada de abundante trabajo, del que puede sentirse satisfecho. Comenzó 2006 protagonizando en el San Martín La resistible ascensión de Arturo Ui y lo terminó en el mismo complejo formando parte del elenco de Rey Lear, sendos papeles que fueron potenciados por el irascible Lisandro que cada noche compone con maestría de orfebre en Montecristo (lunes a jueves a las 22.45). Una temporada que se coronó con el ACE de Oro por su trabajo en La resistible... “Nunca antes había ganado un premio”, explica el actor que interpretó al incurable corrupto que acompañó a Tato Bores. “Fueron contadas veces las que me nominaron a algo. Siento que con el premio lo que se me reconoce, en realidad, es mi trayectoria”, continúa. “No creo que me lo inmerezca. Pero sentí mayor alegría y emoción con los aplausos de la gente, en su mayoría del teatro, que por el premio en sí. Porque un premio no transmite otra cosa que frialdad; en cambio, los aplausos tienen vida, son cálidos.”
–Todo premio sirve como evaluación de lo que uno hizo a lo largo de su carrera. ¿El ACE le hizo hacer la suya?
–Mis inquietudes siguen siendo las mismas de cuando comencé: crecer como actor y como hombre. Sólo que en aquellos tiempos los interrogantes eran más que las certezas. Me preguntaba si mi labor iba a tener trascendencia. La pasión por la actuación está intacta: aún me quedan muchos papeles y personalidades por interpretar. La imposibilidad de abarcar todos los caracteres es lo que me mantiene vivo como actor. La actuación siempre es un camino a recorrer, en el que nunca se llega al final. Prefiero siempre dar más de lo que me piden, que hacer lo mínimo. Nunca me banqué, ni cuando era un desconocido ni ahora, actuar sin entregarse enteramente al personaje y a la obra.
–¿Y hoy cree que logró cumplir con esas inquietudes?
–En parte. Creo que los sueños nunca se terminan. El día que se acaben es porque todo se terminó. En mi caso, será porque ya estaré muerto. Veo a Osvaldo Bonet, con 90 años, que sigue trabajando como el primer día, y me siento reflejado. Yo no voy a morir viejo; voy a morir actor. El amor al escenario, la búsqueda permanente, no se me va a ir nunca. Yo no soy un talentoso, soy un laburante. Con la misma pasión con la que me esmeré en el Conservatorio, encaro hoy mis proyectos profesionales. A mí nunca me vino nada regalado. Yo estudié en el Conservatorio, empecé en el off, trabajé en cooperativas, formé grupos a los que el país y la política los mandó a la mierda...
–¿La dictadura?
–Sí, pero no era más que un grupo de investigación comprometido con el teatro. De hecho, salí del Conservatorio y seguí investigando y leyendo. El primer grupo lo hice con Carlos Gandolfo y Alberto Ure, con quienes hicimos Palos y piedras, Negro sobre negro, Salvados, que el gobierno de Onganía prohibió. Pero yo ya estaba casado, tenía mi primer hijo y vendía libros para no cagarme de hambre, no pagaba nada... Fue en ese momento cuando mi analista me dijo que debía “hacer hospital”. Entonces, en vez de vender libros, comencé a trabajar también en obras en las que me pagaban mejor y me abrí camino en la TV. Entendí que eso no era bastardearme.
–¿Le costó comprender eso?
–No tuve ese prurito. Lo tenía claro. Incluso, uno de los primeros tipos que me consiguió laburo fue Ure, cuando era director creativo de la agencia publicitaria J. Walter Thompson. Me acuerdo que los que hacían el casting me decían que con mi cara era imposible que consiguiera trabajo publicitario... Era una época en la que en publicidad sólo había lugar para los lindos, modelos y glamorosos. De hecho, yo fui uno de los primeros actores en hacer trabajos publicitarios de comedia. Hasta ese momento las publicidades eran aspiracionales o informativas.
–O sea que sufrió la discriminación “al feo”...
–En una oportunidad, a Inés Andrés, directora de cámaras del 13, le fui a pedir laburo. Ella estaba haciendo La nena, ¡tenía a Rígoli!, y me agarró y me dijo: “Mirá, vos sos un buen actor, estudiaste en el Conservatorio, pero tenés una cara muy rara, muy difícil para hacer algo en la tele”. ¡Y era una mina culta! Tuve que trabajar mucho para empezar a vivir de la profesión. Para comer y pagar la luz he hecho de todo, muchas obras o películas que incluso hoy me dan vergüenza. Cuando me dicen que hice más de 60 obras de teatro, 40 películas y otros tantos ciclos de TV, no me siento reconocido. Eso es fijarse en la cantidad y no en la calidad. La cantidad no significa calidad. Pero Argentina es un poco así. Cuando alguien pregunta si se come bien, el otro por lo general contesta: se come bárbaro, hacen unas milanesas gigantes. Y tal vez la milanesa es una suela incomible. Hubiera preferido hacer menos trabajos, pero de mayor calidad.
–Usted hizo todo tipo de personajes y trabajó en diferentes géneros. Hay quienes dicen que, en realidad, el primer trabajo de un actor no es trabajar sino estar desocupado.
–Es que cuesta demasiado entrar. Los actores somos eternos desocupados. No tenemos trabajos estables. Cada tres o seis meses, o cada año en el mejor de los casos, nos quedamos sin trabajo. Pero eso no es todo: lo peor es que debe ser la única profesión en la que festejamos el quedarnos sin trabajo. Festejamos con mucho más énfasis el final de un trabajo que el comienzo. Uno puede faltar a la cena de bienvenida, pero nunca a la del festejo del final de una obra o programa. Es propio del teatro, de la fraternidad que se da entre los compañeros. En TV, si no te fue bien no existe festejo alguno, y si hay festejo final es por iniciativa institucional del canal, casi con seguridad por algún canje...
–Sin embargo, el reconocimiento masivo lo obtuvo gracias a la TV, con su trabajo en los ciclos de Tato, o más recientemente en La niñera y Montecristo.
–Hasta antes de estos últimos trabajos televisivos, yo no me sentía muy reconocido por el público masivo. Sin embargo, siempre me sentí respetado y querido por mis pares. Desde mis primeros pasos quise impregnar a mis personajes de un sello particular, que se saliera del estereotipo. Hice de todo, desde comedia al drama. Yo hago lo que sea. A todo le pongo laburo. Yo no los desprecio, pero aquellos actores que no laburan, que no buscan, son pobres tipos que le quitan el trabajo a otro. Me gusta probar, buscar, proponer... No concibo otra forma de trabajar.
–Este año hizo dos roles contrapuestos. En Montecristo interpreta a un torturador y en Rey Lear a un torturado... ¿A partir del dolor de uno entendió la esencia del otro, y viceversa?
–A la hora de componer me valgo mucho del teatro. A Lisandro le agregué cosas que de pronto hacía Alejandro Urdapilleta en Rey Lear. Dentro de cada línea de personaje, robo cosas de todo el mundo. Me sirvió también Arturo Ui para hacer Lisandro, también leer obras sobre Hitler o ver La caída, de Bruno Ganz. No por casualidad Lisandro combina amabilidad y afecto con perversión criminal. Lisandro muestra distintas facetas, porque hacer un malo lineal aburre y no se condice con la realidad. El ser humano no es blanco o negro: fluctúa entre uno y otro opuesto. Me han criticado diciendo que a Lisandro lo humanizo demasiado.
–¿Y usted qué piensa?
–Que no hay peor cosa que el ser humano. Que, en realidad, lo que duele es saber que pueden surgir hijos de puta de semejante calaña de su propia especie. Los animales no torturan: matan para morfar y sobrevivir. El ser humano es la especie más jodida del planeta. A partir del dolor, Lisandro lo único que hace es lo que hacen la mayoría de los represores: vuelven a la Iglesia, se vuelven místicos. ¿Cómo se concibe que un tipo tan brutal como Etchecolatz, cuando lo condenan, tenga el tupé de decirle al juez que el único que juzga es Dios? ¡Justo él, que cuando era el que juzgaba mandaba a matar sin pensar si Dios estaba de acuerdo o no! Lo mismo hizo Videla, que durante el juicio leyó la Biblia...
–¿Se basa en los juicios a represores para componer a Lisandro?
–Siempre me pregunto de qué manera mi interpretación pertenece al país en el que vivo. ¿Cuán cerca está la interpretación de un papel con lo que pasa alrededor? A cada personaje le impregno la carga histórica y social del país. Desde el corrupto de Tato hasta Lisandro. Por eso no estoy de acuerdo con que el horizonte sea la actuación americana en vez de fijarnos en los nuestros, que aunque no tenían escuela alguna conocían nuestras costumbres. Es importante ver dónde uno vive y cómo es la gente con la que uno vive.
–¿Cómo lo recibe la gente en la calle al personaje de Montecristo?
–Se dividen entre los que me odian porque ven en mí a Lisandro, pero también los que me dicen que se divierten. Esa respuesta dual es la misma que se da a nivel social respecto de otras cuestiones. Por eso nos equivocamos tanto como país. Mucha gente me pregunta si Lisandro se va a volver bueno, y yo les respondo que no, que tiene que ir en cana. A veces el público se olvida que Lisandro es un asesino. Y cuando votamos creo que también nos olvidamos de muchas otras cosas; nos quedamos con la imagen simpática y divertida de nuestros gobernantes, y no de las nefastas decisiones que muchos tomaron. Hay un hecho que es ejemplificador al respecto: un día una mina me pidió un autógrafo y cuando le pregunté su nombre me dijo que pusiera “para mi negrita”, que es la manera con la que Lisandro le dice a Elena, su esposa, a la que golpea... Yo me pregunto: ¿qué le pasa a la gente?
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