EDITO SU AUTOBIOGRAFIA
En el libro, el director italiano repasa su vida... y no deja títere con cabeza.
› Por Enric González *
Franco Zeffirelli es uno de los pocos supervivientes de aquella dolce vita italiana, tan prolija en talento como en lujo, que durante décadas fabricó arte y cotilleos en cantidades industriales. El escenógrafo, director y ex senador de Forza Italia publicó, a los 83 años, una autobiografía en la que ajusta cuentas con sus enemigos (como Aristóteles Onassis), revela los entresijos de sus grandes pasiones (donde destaca Luchino Visconti) y reconstruye su propia vida, exagerada, dramática y emotiva como las óperas que ama.
La infancia suele dar la clave de lectura de cualquier vida. La de Zeffirelli fue tan singular como su apellido. Fue el fruto de la relación extramatrimonial de una modista milanesa, Alaide Garosi, y un comerciante, Ottorino Corsi, y se lo inscribió en el registro como bastardo (“nescio nomen”, hijo de desconocidos). Su madre, sin embargo, recordó una frase de la ópera Idomeneo, “zeffiretti gentili”, y le dio el apellido Zeffiretti, que un error de transcripción del funcionario transformó en Zeffirelli, “un apellido que sólo yo llevo en el mundo”. Tras la muerte de su madre, cuando tenía seis años, y tras ser criado por una tía en Florencia, el padre, que tenía una cantidad indeterminada de hijos ilegítimos por toda Italia, lo reconoció y le dio un nuevo nombre, Gianfranco Corsi. Pero el muchacho prefirió quedarse con el insólito Zeffirelli.
Algunas de las peripecias bélicas del joven Zeffirelli resultan increíbles, por lo que tal vez sean ciertas. Según el libro, se unió a los partisanos y, detenido, estaba a punto de ser ejecutado por un oficial fascista, un tal Corrado, cuando le preguntaron el nombre de su padre. Lo dijo y el oficial, sin dar razones, le perdonó la vida. El padre le explicó después que ese oficial, ahorcado poco después por los partisanos, era uno de sus muchos hermanastros. Después de la guerra conoció por casualidad a “un descendiente de Carlomagno cuyos antepasados habían gobernado Milán y cuya familia era aún potentísima: el conde Luchino Visconti di Modrone”. Con Visconti empezó a trabajar en teatro, como actor y luego como escenógrafo. Ambos iniciaron una apasionada relación sentimental y Zeffirelli se estableció en el palacio romano de los Visconti, pese a las advertencias de una de las actrices preferidas del aristócrata, Anna Magnani: “Quiero a Luchino, pero sé que es una víbora”, le dijo. Visconti le presentó a Coco Chanel, lo hizo trabajar con Salvador Dalí y lanzó su carrera. Pero el día que hubo un robo en palacio, lo hizo detener e interrogar junto al resto del servicio.
Zeffirelli, que odia la palabra gay (“una manera estúpida de llamar a los homosexuales, como si fuesen payasitos inocuos y divertidos”), nunca sintió atracción por las mujeres, pero las idolatró como a su madre difunta. Y, según él, que conoció a las cuatro, las mujeres más destacadas del siglo XX fueron “la madre Teresa de Calcuta, Coco Chanel, Maria Callas y Margaret Thatcher”. Su imagen de las divas fue forjada por la Callas y por Anna Magnani, que en el estreno italiano de la obra ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, que había rechazado interpretar, irrumpió a gritos en la oficina de Zeffirelli: “¡Hijo de puta, ese papel estaba escrito para mí, tenías que haberme obligado! Tenías que haberme abofeteado, como Rossellini. ¡El sabía cómo tratar a una imbécil como yo!”.
Aristóteles Onassis, el magnate que “robó” a Maria Callas, es uno de los principales villanos en la autobiografía de Zeffirelli. Cuenta que en 1965, cuando Onassis y Callas vivían su romance, el armador lo invitó al yate “Christina”, anclado junto a su isla, Skorpios, y se lo llevó en una lancha para intentar seducirlo: “Onassis me rodeó los hombros con el brazo y me susurró al oído versos de Dante, el gesto se convirtió en un abrazo, sus labios rozaban mi oreja”. “Sabía que Onassis había tenido experiencias homosexuales en su juventud, y que a los 20 años fue amante de un teniente turco que lo protegió durante el saqueo de Esmirna”, cuenta Zeffirelli, para cerrar un incidente que acabó en nada. El magnate griego aparece en el libro como un personaje sádico, mezquino y manipulador.
Zeffirelli, católico y conservador, no perdona nada a los comunistas, y recuerda con amargura el funeral de su amado Visconti: “Los comunistas, a los que Luchino había entregado el alma y la reputación, quisieron quedárselo para ellos incluso muerto, porque aún les era útil. Qué tristeza.” Tampoco perdona al entorno de Callas y arroja un montón de sospechas sobre la muerte de la diva, cuyo testamento nunca apareció: “Tras su muerte, el apartamento de Maria, con todo su contenido, fue acaparado por el clan de los griegos, la Devetzu y la odiada hermana de Maria, Jackie, que voló a París con su marido, un ambiguo abogado griego 25 años más joven que ella. Lo que ocurrió en aquel apartamento sigue siendo un secreto (...) ¿Quién ordenó incinerar el cuerpo de Maria con tanta prisa? ¿Había alguien que quería evitar una eventual autopsia? ¿Fue envenenada Maria? ¿Había exagerado la dosis de los medicamentos? Dependía desde hacía tiempo de barbitúricos y anfetaminas, pero ningún médico se los habría recetado a una mujer con problemas cardíacos. ¿Quién se los suministraba? ¿Quién quería desembarazarse de ella?”. En 2004, un lote de joyas de Maria Callas fue subastado, en nombre de un cliente anónimo, por Sotheby’s. Un diario reveló que el vendedor era un griego llamado Devetzu, heredero de la secretaria.
La autobiografía contiene una prolija enumeración de todos los trabajos, montajes y éxitos de Franco Zeffirelli, quien recuerda que sigue en activo y se despacha con la crítica: “La ignorancia, la incompetencia y, sobre todo, la falta de pasión de muchos críticos son evidentes. Para algunos de ellos soy una reliquia del pasado, el representante de un estilo teatral abandonado por las nuevas generaciones de directores. El hecho de que mi trabajo siga sobreviviendo pese a su hostilidad los irrita profundamente”.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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