MITO Y VERDAD SOBRE EL ESCRITOR Y CINEASTA
La profanación de su monumento y las lucubraciones sobre su asesinato reabren la polémica sobre el director de El evangelio según San Mateo. Las autoridades italianas programan periódicamente homenajes a Pasolini en el desolado paraje de Ostia, a 30 kilómetros de Roma, al que deben mantener a salvo de pintadas y de yonquis.
› Por Ramón Muñoz *
Desde Roma
“Sporco comunista”, “mascalzone”, “fetuso”... (“sucio comunista”, “sinvergüenza”, “maricón”...). Son las últimas palabras que escuchó Pier Paolo Pasolini antes de ser asesinado en la noche del 1º al 2 de noviembre de 1975. Los mismos insultos que hasta hace poco ensuciaban su monumento funerario, que recuerda el lugar donde se perpetró el homicidio, en un desolado paraje de Ostia, a 30 kilómetros de Roma. El ayuntamiento de Ostia Lido decidió cercar la estatua con alambre y unas rudimentarias vallas de madera para evitar las pintadas que deshonraban al artista que amaba a los “ragazzi di vita” (muchachos de la vida).
Sobre el páramo yermo donde fue reventado a palos hace 32 años se alza ahora una columna más cursi que simbólica, coronada por una paloma que sostiene en el pico una luna llena. Se supone que se puede visitar de lunes a sábado, entre las 9 y las 13, pero casi nunca está el guarda que abre el candado de la verja. “Venían los chicos y la ensuciaban con sprays. Por la noche se reunían para beber o chutarse. Aquí hay mucha droga, ¿sabe?”, dice Giampietro Falcone, taxista de profesión.
“Gente normal, / me condenáis: / a temblar, / a odiar, / a ocultarme, / a desaparecer...”, decía el director italiano que tres décadas después de su muerte sigue levantando ampollas como prueban las verjas del monumento de la Via del Idroscalo, una calle-carretera que discurre entre barbechos salpicados de barracas deshabitadas y galpones que alojan coches polvorientos. Las autoridades programan allí homenajes periódicamente, así que había que mantenerlo a salvo de pintadas y de yonquis.
¿Qué conmemora en realidad el monumento? Según la versión oficial, que Roberto Pelosi, apodado Pino Rana, un chapero de 17 años, golpeó hasta la muerte a Pier Paolo Pasolini, de 53 años. La otra versión, defendida por sus allegados y espoleada por la periodista ya fallecida Oriana Fallaci es que fue víctima de una conspiración política, y que Pelosi sólo fue el cebo que lo condujo a la emboscada en la que participaron al menos tres sicarios. Sea como fuere, si alguien quisiera rememorar hoy el crimen no encontraría muchas dificultades. Los escenarios siguen casi intactos. Como la estación Termini, donde el cineasta recogió al joven taxiboy y lo invitó a subir en su coche, un Alfa Romeo GT plateado. Los chaperos que amó Pasolini siguen allí. Ya no se amparan bajo los restos de la muralla aureliana, que apesta a orines. Ahora lo hacen en el interior de la estación, en la entrada de la Via Giovanni Giolitti, junto a las escaleras mecánicas. Basta un guiño y se acerca un veinteañero de tez cobriza. “Soy Ro-cco”, afirma, entre descarado y amenazante mientras sus hermanos de oficio contemplan la escena. La única diferencia es que hoy llevan cinturones con unas enormes hebillas en las que se lee D&G y se calan gafas de sol de imitación de grandes marcas. Rocco ofrece sus servicios con dos tarifas. En los aseos de la estación, 50 euros; si hay que salir, el precio sube.
Pino Rana declaró en el juicio que Pasolini le ofreció 20.000 liras de entonces (unos 10 euros). El chapero, que ahora tiene 48 años, subió al Alfa del artista, que tomó la Via Nazionale para salir de la ciudad. En el trayecto, al muchacho le entró hambre. Pasolini conocía una trattoria, junto a la basílica de San Pablo, en la Via Ostiense, que conduce a la costa. Se llamaba y se llama Biondo Tevere. Un local alojado en una casa de dos pisos, de paredes encaladas y una luminosa terraza con vistas al Tíber (Tevere) del que toma el nombre. Al artista boloñés le encantaba pasar allí las horas muertas “pensando y escribiendo sus cosas”. Las comillas son de Giuseppina Panzironi, cocinera y regente del local desde hace cinco décadas. Ahora tiene 76 años. Ella preparó la última cena de Pasolini y de su homicida. Sentada en la misma mesa donde ambos compartieron mantel rememora la escena: “Nos dijo que le preparáramos algo al chico, que él no tenía hambre porque ya había tomado un bocado en Roma”. En su voz hay cierta inquietud, como si esperara aún una revelación que esclareciera lo sucedido aquella fatídica noche. “Era el día de Todos los Santos y no había mucha gente. Mi marido, Vincenzo, les tomó nota. El muchacho pidió spaghetti all’aglio, olio e peperoncino y pechuga de pollo. Pero él insistió en que no tenía apetito, que le bastaba con una birra y una banana. Sólo eso”. Esa fue la última cena del director de El evangelio según San Mateo. “Se lo veía tranquilo. Hablaba en voz baja con el muchacho mientras éste comía... Pino no tenía cara de asesino. Tenía cara de... chiquillo”, apunta.
La sala de la planta de abajo de la trattoria se ha convertido en un pequeño museo en torno de la figura del director de Edipo Rey. De la pared cuelgan fotos suyas junto a sus amigos y los actores con los que trabajó, como Ana Magnani, dibujos y poemas manuscritos. Sus íntimos en Biondo Tevere eran el escritor Alberto Moravia y su esposa Elsa Morante, y el poeta Dario Bellezza. “El era muy tranquilo, nunca armaba lío, ni bebía. Si acaso, una cerveza. Cuando acababa no esperaba la cuenta. Le daba a Vincenzo un cheque en blanco y le decía ‘pon tú la cantidad’”, dice la anciana cocinera. Giuseppina no tiene constancia de que nadie siguiera al Alfa Romeo hasta su local, ni que lo estuvieran esperando a la salida, como apunta la versión conspirativa que hizo reabrir el caso hace tres años. Sólo sabe que el auto partió sobre las doce de la noche hacia Ostia.
Pasolini era un maldito y el malditismo lo ha perseguido hasta después de su muerte. El lugar donde cayó muerto, perteneciente a Lido de Ostia, no es el destino turístico ideal. “Entonces venían aquí personas importantes, gente del cine como Fellini y Sordi. Pero ahora nos cae esta chusma de la droga y los turistas se espantan”, dice el taxista Falcone. Porque en la estación de Lido Nord no sólo se bajan bañistas, sino muchos enganchados que vienen a buscar su dosis. Pietro es uno de sus camellos. Trabaja en los alrededores de la plaza Lorenzo Gasparini, en el mismo centro del Bronx, como lo llaman a este barrio los lugareños. La policía hace redadas periódicas, pero no ha conseguido acabar con la reputación que se ha ganado como uno de los supermercados de la droga romana. Pasolini celebró a estos desharrapados, a jóvenes como Accattone, mote del proxeneta que protagonizó su primera película. Pietro conoce a casi todos estos muchachos de borgate (de la calle). Pero no sabe quién fue Pasolini, el muerto más ilustre de su localidad. Viéndolo trapichear, uno imagina que Pasolini volvería a morir aquí si lo dejaran elegir, junto a Pietro, junto a Pino Rana, sin monumentos. * De El País de Madrid. Especial para Página/12.(Versión para móviles / versión de escritorio)
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