HACE 30 AÑOS ERA ASESINADO EL CINEASTA, NARRADOR Y POETA ITALIANO
Viaje al universo espinoso de Pasolini
Genial, iconoclasta, provocador, Pier Paolo Pasolini desafió los límites que le ponían delante, incluso los del Partido Comunista Italiano, del que lo echaron. A treinta años de su asesinato, su obra sigue deslumbrando.
› Por Silvina Friera
“No sé por qué, pero nunca había ido a ver el lugar donde fue asesinado Pasolini.” Lo dice Nanni Moretti en Caro diario, cuando llega en su Vespa a los solitarios páramos de la playa de Ostia, donde fue asesinado hace 30 años el exquisito poeta, intelectual, narrador y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini. Las palabras de Moretti expresan una posición central: la sociedad italiana nunca pudo digerir la incorrección política del autor de Teorema. Y lo que no se digiere es excomulgado, tempranamente, del cuerpo social. Nunca antes la izquierda y la derecha hicieron “causa común” para denostar y perseguir al más genial de todos los artistas italianos del siglo pasado. Fue un militante demasiado heterodoxo para los moralistas del Partido Comunista Italiano, al que se había afiliado en 1947 y del cual sería expulsado apenas dos años más tarde por “desviacionismo intelectual alimentado por lecturas de escritores burgueses decadentes”, según informaba el periódico partidario L’Unità, que ocultaba la verdadera causa del destierro: la manifiesta homosexualidad del poeta.
La “venganza” artística de Pasolini llegaría de la mano de Pajarracos y pajaritos (1965). En esa película, el artista satirizó al PCI por su excesiva institucionalización. Cuando el cuervo les habla a los lúmpenes lo hace con la misma voz de Palmiro Togliatti, secretario general del partido hasta 1964. Los lúmpenes, cansados de escucharlo, le tuercen el pescuezo al cuervo y lo comen. Quizá fue el marxista italiano más radical cuando en 1968 –plena efervescencia revolucionaria– defendió a los policías como “explotados e hijos del pueblo” contra los estudiantes “burgueses” que, según su opinión, sólo pedían mejores condiciones de ingreso al “sistema”. ¿Una provocación o acaso un acto de lucidez con el que señaló una contradicción que la miopía de la ortodoxia no podía vislumbrar? La incomodidad que generó y genera el italiano no puede ser reducida a su “predilección por el escándalo”, ya sea de tenor sexual o político, latiguillo con el que le pegaron los cuantiosos y poderosos enemigos que supo cosechar en vida, y después de muerto. La figura de Pasolini plantea un problema de otra índole, vinculado con la concepción que él tenía sobre el artista, cuyo deber era convertirse en un testigo provocador. Su obra –poética, lingüística, literaria, ensayística, teatral y cinematográfica– y su interés por el arte, particularmente la pintura, permitirían afirmar que fue una especie de “hombre del Renacimiento”, comparable, según Eduardo Grüner, con Leonardo Da Vinci. Y ese testigo provocador estiraba los límites para no quedar atrapado en sus propias ideas ni en las artificiosas etiquetas que le colocaban la sociedad y las instituciones contra las que combatía.
Pasolini publicó su primer volumen de poesía, Poesías en Casarsa (1942), en dialecto friulano. Esta opción formaba parte de la búsqueda de las raíces más antiguas y oscuras de su tierra, a través de lenguaje, y fue el modo de ponerse en contacto con esos mundos arcaicos por los cuales siempre manifestó una profunda nostalgia. En las décadas del ’40 y del ’50, bajo un sentimiento de “furor poeticus”, como él mismo lo calificaba en su epistolario, escribió varios de sus más notables poemarios –Las plantas (1946), Las cenizas de Gramsci (1957)– y las novelas Chicos de la vida (1955) y Una vida violenta (1959). Al igual que Gustave Flaubert o D.H. Lawrence, Pasolini tuvo que sentarse en el banquillo de los acusados cuando en diciembre de 1955 se le inició un juicio (junto con su editor) por “publicación obscena”. La víctima de este atropello fue su novela Chicos de la vida, pero no sería la primera ni la última vez: el artista italiano debió enfrentar 33 procesos judiciales en las cortes, donde se lo acusó de obscenidad, blasfemia y atentados varios contra la autoridad, en Edipo Rey (cine, 1967), Teorema (novela, 1968),Medea (cine, 1970), Calderón (teatro, 1973) y Saló o los 120 días de Sodoma, su último film, prohibido en Italia cuando no había pasado más de un mes desde su asesinato.
Este calvario judicial al que fue sometido el arte de Pasolini revelaba la supervivencia del espíritu fascista en la sociedad italiana. Aunque algunos intelectuales le han reprochado cierta ingenuidad ideológica –especialmente en su visión mítica del proletariado–, su postura contra el fascismo no era candorosa. Sabía que el término fascista definía sólo un aspecto de un fenómeno mucho más complejo que se desarrollaba en otros campos y se desplegaba de distintas maneras. De la permanencia de ese espíritu fascista no había escapado el Partido Comunista Italiano. Y como hombre de izquierda entendía que era prioritario señalar los tics fascistas de la izquierda, antes que desgastarse en discusiones bizantinas con la derecha. La clarividencia de su pensamiento –acertado o errático– demanda hoy una autocrítica entre sus pares de la izquierda marxista, de aquellos que lo convirtieron en un huérfano partidario, con todo lo que significaba cargar con esa mochila. Esa condición de “paria”, no obstante, jamás le impidió publicar artículos en los que denunciaba el estado de corrupción que prevalecía en la dirigencia política. “Se los debería juzgar penalmente –escribió en Corriere della Sera, poco antes de su muerte–, por indignidad, desprecio de los ciudadanos, robo de la propiedad pública, fraude, connivencia con la mafia, traición, por la pasmosa situación de hospitales e instituciones públicas.”
Su desembarco cinematográfico no fue producto del agotamiento o decepción con la literatura. Pasolini aclaró que fue su búsqueda literaria de lo “real”, particularmente en la poesía, la que lo condujo al cine. La decantación de esta exploración literaria, en el cine, desembocó en uno de los grandes aportes al cine moderno: la toma que llamó subjetiva indirecta libre, la combinación y fusión del punto de vista del personaje con el del director. Al principio trabajó como guionista, para Federico Fellini y Mauro Bolognini, hasta que en 1961 decidió –sin ninguna experiencia práctica previa– filmar Accattone, su primera película (ver aparte). El éxito internacional de su “Trilogía de la vida”, integrada por los films El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y unas noches (distribuidas mundialmente por las empresas transnacionales), puso de relieve que el trabajo intelectual de Pasolini, pensado como un acto de liberación, caía en la trampa del sistema. El poder, al incluir y distribuir sus películas, convertía al director en un instrumento de consumo y de explotación puramente comercial.
Pasolini denunció esta nueva fe en el consumo que trastrocaba la búsqueda natural de saciar el placer por una liberación sexual impuesta por el mercado. “La televisión ha comenzado una obra de homologación destructora de toda autenticidad. Ha impuesto sus modelos, que son los de la nueva industrialización, que ya no se contenta con un ‘hombre que consume’, sino que pretende que no sean concebibles otras ideologías que la del consumo. Un hedonismo neolaico, ciegamente desprovisto de cualquier valor humanístico y ciegamente ajeno a las ciencias humanas.”
A su admirado Gramsci le dedicó uno de los poemas más famosos, Las cenizas de Gramsci: “Me acerco a tu tumba/ tu espíritu aún vive/ aquí entre los libres”. Treinta años después de morir, Pasolini es el espíritu más vivo y libre de Italia.
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