ESE AUTOR LLAMADO PASOLINI
En busca de raíces y mirando lo hondo
› Por Luciano Monteagudo
La poesía de Pier Paolo Pasolini nació en Casarsa, al norte de Italia, en dialecto friulano, como una forma de oposición al poder central fascista (corrían aún los tiempos del Duce) y con la intención de explorar a través del lenguaje las raíces más antiguas y oscuras de su tierra. Pero su cine nace en Roma, a donde el poeta se exilia con su madre, después de haber sido expulsado del Partido Comunista de su pueblo por “indignidad moral y política”. En la capital, Pasolini convive con el subproletariado urbano que sería luego el protagonista de sus novelas Ragazzi di vita y Una vita violenta y de sus dos primeros films, Accatone (1961) y Mamma Roma (1962).
Su ingreso al cine había sido originalmente como guionista, para Federico Fellini y Mauro Bolognini, hasta que decide –sin ninguna experiencia práctica previa– empuñar él mismo una cámara. “Era como asistir al nacimiento del cine”, recordaría después Bernardo Bertolucci, que fue su asistente de dirección en Accatone. Se habló entonces de su nuevo neorrealismo, pero la relación de Pasolini con el realismo era muy distinta de la concepción que había imperado en el cine de Rossellini o de De Sica-Zavattini. “A la realidad yo la llamo sacralidad –afirmaba Pasolini–. A mí la realidad me parece revestida por un espacio de luz relevante, especial, que por eso es mejor definir como sagrada. Y esto determina mi estilo, mi técnica.”
Esa búsqueda de la sacralidad lo llevaría primero al episodio de La Ricota (1963) del film colectivo RoGoPaG, donde un director (Orson Welles, nada menos) intentaba filmar la Pasión de Cristo, y luego directamente a El Evangelio según San Mateo (1964), donde Pasolini declaró haber hecho “un film donde se expone toda mi nostalgia de lo mítico, lo épico y lo sagrado”. La fábula Pajarracos y pajaritos (1965) marca un cambio de rumbo estético en Pasolini. En su ensayo Cine de poesía, que da a conocer ese mismo año, Pasolini afirma que el cine “puede ser parábola, nunca expresión conceptual directa”, y reivindica la violencia expresiva del cine, su corporeidad onírica, su fundamental metaforicidad. Llega a la conclusión, por lo tanto, de que el cine no es una lengua de prosa sino fundamentalmente de poesía.
El cine, la poesía
Su admiración por el principal teórico marxista italiano, Antonio Gramsci, a quien le dedicó uno de sus poemas más famosos, Las cenizas de Gramsci, había llevado a Pasolini a creer en un principio en la posibilidad de realizar un arte nacional popular, al que poco a poco fue considerando una ilusión. Los espectadores de cine ya no eran ese proletariado idealizado sino la odiada burguesía, a la que Pasolini no consideraba una clase social sino “una enfermedad”. Por lo tanto, su cine –desde Edipo Rey (1967), su film más autobiográfico, donde elige proyectarse en el mito, hasta la hermética El chiquero (1969)– se vuelve cada vez más intransigente, más difícil de ser consumido como producto industrial.
Una nueva ilusión lo mueve a concebir la llamada “Trilogía de la vida”, integrada por los films El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches (1971-1974), una declaración de amor a la vida y una exaltación del sexo como último refugio de un pasado incontaminado, como emblema de la corporalidad popular. Sus intérpretes son, como siempre, jóvenes improvisados, elegidos por la expresividad primitiva de sus rostros y entre ellos están Franco Citti y Ninetto Davoli, compañeros de Pasolini desde sus comienzos. Las películas son un éxito pero, según su director, por motivos equivocados. Pasolini siente que ha caído en su propia trampa, que lo que imaginó como un acto de liberación ha sido utilizado como un mecanismo de embrutecimiento, de explotación puramente comercial. Descubre que la libertad sexual “no ha sido deseada ni conquistada desde abajo sino que ha sido más bien concedida desde arriba, a través de una falsa concesión del poder consumista”.
Su reacción será brutal: enfurecido, realiza Saló o los 120 días de Sodoma (1975), inspirado en el Marqués de Sade, que no es otra cosa que la abjuración de la “Trilogía de la vida”. Esta vez, como nunca, su película resulta imposible de asimilar por el mercado de consumo, con esos magistrados y obispos y autoridades de la República fascista de Saló flagelando los cuerpos desnudos de jóvenes inocentes. Para la misma época publica en el periódico Corriere della Sera una serie de artículos que luego serían reconocidos como proféticos: allí Pasolini denuncia el estado de corrupción que predomina en la dirigencia política italiana y que estallaría recién dos décadas después, con los operativos Mani Pulite.
Pocos días después, Pasolini era asesinado por Pino Pelosi, o por una sociedad que según él estaba dispuesta a jugar el juego de la masacre: “Ganar, poseer, destruir”.
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