Lunes, 26 de noviembre de 2012 | Hoy
FOTOGRAFIA › RETROSPECTIVA DEL COLECTIVO OJO DE PEZ
La organización brinda talleres de fotografía y video a adolescentes “en situación de vulnerabilidad social” en barrios porteños y bonaerenses. La muestra, que puede visitarse con entrada gratuita en el Cine El Plata, incluye fotografías tomadas desde 2007 hasta hoy.
Por María Daniela Yaccar
“Apuntamos a que los chicos aprendan a comunicar en otro lenguaje”, sintetiza Rita Stivala, coordinadora del colectivo Ojo de Pez, que brinda talleres de fotografía y video a adolescentes “en situación de vulnerabilidad social” en barrios de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires. “Queremos que puedan expresarse, que den a conocer sus historias y que salgan de los estereotipos a los que están enganchados. En este sentido hablamos del arte como transformación social. No los vemos como niños de la villa, pobrecitos, que hacen fotos. Estamos cansados de eso”, explica Stivala. Hasta diciembre, en el Cine El Plata (Alberdi 5751) puede visitarse una retrospectiva de Ojo de Pez, que abarca imágenes desde sus inicios, en 2007, hasta la actualidad. Está abierta de lunes a viernes de 13 a 20 y los sábados, domingos y feriados de 10 a 22. La entrada es gratuita.
Stivala recibe a Página/12 en el Centro Conviven, de la ONG del mismo nombre, donde funcionan cinco de los catorce talleres de Ojo de Pez bajo la dirección general de Valmir Vieira. El colorido edificio de Conviven, que luce un mural en el frente, se encuentra en Mataderos, a 50 metros de Ciudad Oculta, la villa que Pablo Trapero retrató en la conmovedora Elefante blanco. Justamente lo que se ve desde la puerta de Conviven, que queda en la calle Martiniano Leguizamón al 2900, es ese gigante de cemento que iba a ser el hospital más grande de Latinoamérica. En la Oculta, que es la Villa 15, viven entre 16 mil y 20 mil personas sin los servicios mínimos. En un salón, donde además funciona un taller de costura, una docena de chicos se dispone a contar su vida en fotos.
Llegan de la Oculta y de otras zonas de Lugano y de Mataderos. La mayoría tiene entre 12 y 18 años. Lo primero que se hace evidente es ese comportamiento habitual en los adolescentes de hacerse los vivos con las consignas. Esta mañana la docente Verónica Iglesia les pide que recorran el edificio y que tomen retratos de profesores y operadores de otros talleres que brinda la ONG. Ni siquiera tienen que salir a la calle. Pero nadie se mueve demasiado. La simpática Stivala posa en una pared mitad verde, mitad negra, con un globo de McDonald’s en las manos. Luego es el turno de esta cronista, quien hace algunas muecas y responde preguntas de una suerte de ficha que acompañará la imagen. “¿Estás juntada? ¡Qué bajón! Ni loca me junto”, expresa Katherine, la más dicharachera del grupo.
Ella, Nicole, Charly, Milagros y Oriana forman una ronda. Katherine, que se llama así por la actriz venezolana –“Seguro era refamosa cuando nací”, desliza–, es la única que tiene ganas de hablar. O, en todo caso, la única que le gana a la timidez, a tal punto que se va por las ramas. “Quiero aprender a manejar y comprarme un coche. Mi abuelo me quiere enseñar. ¡Ya voy a aprender! Es re lindo ver a una mujer con terrible coche, escuchando música, con los vidrios polarizados”, vuela. “Me lo voy a comprar dos años después de trabajar. No comeré en todo el año o comeré guiso o sopa. Me iría los domingos a la mañana a Ezeiza, amanecida después del baile. Pero no borracha porque si no iría presa”, aclara. Antes de comprarse el auto de vidrios polarizados, se promete terminar de estudiar. “Si no mi mamá me va a echar de casa. Y para aguantarla prefiero pasar de año.”
“Bueno, ya me hablé todo”, dice Katherine, y abre el juego a Oriana. “Era la típica loca que para sacar una buena foto se tiraba al piso. Así que decidí empezar este curso. Saco fotos a la naturaleza”, cuenta la joven. Todo parece indicar que el grupo se divide entre retratistas y paisajistas. Eso se ve en las 46 fotos que componen la muestra. Hay imágenes tomadas dentro de las casas, en las calles de tierra, de edificios, de gente que circula por ahí, de familiares y mascotas. “¡Estar en un museo es guau!”, exclama Katherine. Stivala explica: “El arte termina su ciclo con un espectador, si no es arte terapia”.
El mecanismo con el cual elige trabajar Ojo de Pez es similar al de una biblioteca, sólo que en lugar de libros presta cámaras digitales. Cada una tiene un número. Los chicos se las llevan los martes y a la semana siguiente tienen que volver no sólo con los aparatos sino también con nuevas fotografías. “Les proponemos como objetivo la autonomía, la confianza y el trabajo en equipo”, manifiesta Stivala, que comparte la coordinación con Ariel Ballester. En las computadoras hay media docena de chicos trabajando con el material de la semana. Están interviniendo fotos de sí mismos. Al costado de sus retratos tienen que describirse. “Me gusta la música, mi amigo Rulo está soltero, soy el más capo de la 20”, dice el Power Point de Cristian.
Toti y Chío son de las más aplicadas. “Sacaba fotos de pibita. A los 12, 13, pedí una cámara. Ahora la llevo todo el tiempo en la cartera, es tan importante como las llaves o los anteojos. Todo el tiempo miro y veo fotos. No veo sillas ni árboles”, cuenta Toti. Ella presenta cinco imágenes en la muestra, la mayoría de su hija. “Dulce Sofía es mi modelo preferida. Tiene tres años. Lo más lindo es fotografiar chicos. Los viejitos también salen re lindos. Y no se quejan porque no se fijan en cómo salen.” Chío, de pelo colorado y expansores, coincide con su compañera en que los ancianos siempre salen bien, pero ella prefiere los paisajes. “A partir del curso empecé a salir más y a conocer más Buenos Aires. Conocí La Boca con mi mamá, por ejemplo, y me llevé la cámara. Estábamos sorprendidas del lugar. Con el curso, además, conocí a muchas personas. Soy bastante anti y me hizo ser más sociable”, cuenta Chío.
“Acá hay gente de todas las ondas”, agrega Toti. “Viene ella (por Chío) que es re heavy y otro que es re cumbia. Nos juntamos todos. Nos tenemos que llevar bien y al final somos todos iguales.” Toti ya tomó una decisión respecto de lo que hará más adelante: cuando termine la secundaria quiere estudiar fotografía. Chío se inclina por el turismo, pero dice que dedicarse a la fotografía también es una opción. “Lo que me gusta es que depende de cómo la mira cada uno: capaz a alguien le produce alegría una foto de una manzana y a mí me causa tristeza porque no la tengo y no la puedo comer. Las fotos transmiten sensaciones”, concluye.
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