Miércoles, 11 de marzo de 2015 | Hoy
CINE ONLINE › SNOWPIERCER, UNA GEMA OCULTA DEL REALIZADOR COREANO BONG JOON-HO
Basada en un comic, la película fue demasiado para el productor Harvey Weinstein y terminó con distribución limitada y sin estreno en la Argentina: vale la pena surfear la red para disfrutar esta historia de sobrevivientes, una especie de Titanic horizontal.
Por Horacio Bernades
Cuando vino al Festival de Mar del Plata, en noviembre de 2013, el realizador coreano Bong Joon-ho no pudo traer consigo una copia de Snowpiercer, su última película a la fecha. Un problema se lo impedía, y ese problema tenía nombre: Harvey Weinstein. Fiel a su línea de conducta, el productor y distribuidor de Shakespeare apasionado, Pulp Fiction y Pandillas de Nueva York –apodado “Manos de Tijera”, por su costumbre de cortar cuanta película toca– exigía ciertos sacrificios al realizador de Memories of Murder, The Host y Mother. Cortar veinte minutos y agregar monólogos explicativos en off, al comienzo y al final. Bong se le plantó, Weinstein se abrió y una compañía pequeña tomó la distribución, lanzándola en Estados Unidos con cierto apocamiento, pero respetando al menos el corte original. Ensalzada en todas partes e incluida en el top ten de más de un crítico, Snowpiercer no va a estrenarse en Argentina. Producción de ciencia ficción en formato scope, es la clase de película que en pantalla chica empequeñece más. Pero qué se le va a hacer, no hay más remedio que bajarla y verla en la tele.
Snowpiercer (algo así como Rompenieves, que es el título con el que se estrenó en España) está basada en Le Transperceneige, novela gráfica de origen francés. A Bong ese comic le produjo tal entusiasmo que leyó sus tres tomos parado y sin moverse, frente al estante de la librería donde la encontró. Eso fue hace diez años. Tras asegurarse los derechos, el realizador de la película de mayor recaudación en toda la historia del cine asiático (The Host, 2006) modificó por completo el original de Jacques Lob, Jean Marc-Rochette y Benjamin Legrand. “Tenía que comprimir tres tomos en dos horas de película, así que más que sacar escenas y personajes tuve que reescribirla por completo –afirma–. Mantuvimos la idea básica de que todo se desarrolle en un tren, en un futuro en el que el planeta se congeló. Y que ese tren está dividido en clases sociales. De ahí en más reescribimos todo. Incluyendo los protagonistas, que no estaban en el original, y la idea de que los representantes de la clase baja se rebelen. Quedó algo así como Espartaco en tren.”
Para no errarle a los diálogos en inglés, el nativo de Seúl convocó como coguionista a Kelly Masterson, cuyo trabajo en la muy buena Antes que el diablo sepa que estás muerto no le había pasado inadvertido. Coproducida con capitales de Corea del Sur, República Checa, Estados Unidos y Francia y con elenco de primera, Snowpiercer es algo así como Titanic en tierra, aunque debe tenerse en cuenta que el primer tomo de la novela gráfica antecede en varios lustros a la película de James Cameron. Titanic horizontal, si se prefiere. En lugar de arriba y abajo, la división de clases se da aquí entre la parte de adelante y la de atrás del tren. La cámara sale del vehículo sólo para filmar el descarado Scalextric nevado que el realizador coreano no tuvo el menor pudor en montar en los célebres estudios checos Barrandov, donde se rodaron desde Amadeus hasta Casino Royale, pasando por Underground y la primera y última Misión Imposible.
Snowpiercer es esa rareza: una gran producción de ciencia ficción que transcurre toda en un único interior. Con lo cual es posible que Bong haya inventado el rubro “superproducción de cámara”. La acción tiene lugar en el año 2031, diecisiete años después de que un experimento científico no salió del todo bien. Para combatir el calentamiento global, en julio de 2014 (la película estuvo lista un año antes de esa fecha) las potencias bombardean la atmósfera con un congelante. Resultado: toda la Tierra regresada de golpe a la Edad de Hielo y (casi) toda la humanidad literalmente muerta de frío. Sin que se sepa muy bien cómo hicieron para sobrellevar las temperaturas polares ni cómo llegaron hasta allí, los escasos humanos que sobrevivieron viajan apiñados en el “Rompenieves” del título. Que no es un simple móvil sino un hábitat completo, que se mantiene en moto perpetuo, viajando hacia ninguna parte.
Como el Snowpiercer gira una y otra vez alrededor del mundo, cada vez que llega a un sitio determinado los pasajeros festejan el Año Nuevo. Es lo único que tienen para festejar. Tiznados de carbón y vestidos con harapos, los de atrás viven en estado de semiesclavitud. A los de adelante, separados de ellos por puertas inexpugnables, los protege un ejército de temer. Del lado de los “buenos” hay un héroe abrumado por atrocidades cometidas en el pasado (Chris Evans, el único guapetón del cine estadounidense que puede “dar” trágico), el típico jovencito impulsivo que idolatra al héroe, al estilo Los imperdonables (Jamie Bell, el ex “chico” de Billy Elliot) y un sabio anciano, que ya se verá por qué tiene un brazo y pierna ortopédicos (el gran John Hurt). Se les suma el único tipo capaz de abrir las puertas, mantenido hasta el momento junto a su hija en estado de hibernación, adentro de un cajón metálico como de morgue (el genial Song Kang-ho, actor fetiche del realizador).
Entre los “malos” se destacan una suerte de sacerdotisa alucinada y sádica (con dentadura de conejo, Tilda Swinton parece Jerry Lewis con peluca) y el dueño del tren, un millonario tan refinado como letal (el invariablemente perfecto Ed Harris). La mecánica narrativa está determinada por algo tan simple como una línea recta: lo que quieren los de atrás es llegar hasta adelante para detener el motor... y ver qué hacen. Snowpiercer es otra rareza, la película de acción que aniquila la lógica del cine de acción. El tren no se dirige a ninguna parte, los héroes no quieren ser héroes ni saben a dónde los lleva su acción, se diría que nada tiene sentido. Como en The Host y Mother, Bong mantiene la tensión de género, al tiempo que la bombardea con toda clase de disrupciones.
El héroe es oscuro y melancólico, la violencia es rocambolesca y disparatada (a uno que osa enfrentar a los guardias le sacan un brazo por la ventanilla, para convertirlo en estalactita; para amedrentar a los sublevados, la guardia pretoriana del tren corta al medio un pez vivo); los “malos” son como de El superagente 86 (sobre todo Tilda Swinton, que cuando se ve en peligro llora lágrimas de cocodrilo) y los detalles siniestros abundan (el origen de las barras de proteínas con las que se alimenta “el populacho”). La comicidad es casi más abrupta que la violencia. En medio de una batalla tan coreográfica como sangrienta, los guardias detienen su carnicería de hachazos para celebrar el Año Nuevo. “¡Uno, dos, tres!”, empiezan a contar, y durante largos segundos el espectador no tiene idea de lo que pasa.
No falta, claro, lo que a esta altura parecería ser la metáfora básica de la filosofía Bong: el resbalón (literal, de comedia muda) que dan sus héroes. Acá es culpa del pez muerto sobre el piso, en medio de los hachazos. Pasadas las puertas, la lógica se desmelena del todo: la parte de adelante del tren incluye un vivero con especies exóticas, un acuario con tiburones, un frigorífico entero, una animadísima disco con bailarines asesinos y un jardín de infantes, presidido por una maestra que canta canciones de novicia rebelde y dispara como Nikita. Encajarle esta deformidad a la fábrica de películas en serie parecería, en los papeles, algo tan probable como que el héroe de Snowpiercer llegue finalmente hasta “El Motor Sagrado” que maneja el dueño del tren, después de atravesar todo el vehículo. Pero Bong lo hizo.
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