CINE ONLINE › S-21, LA MáQUINA DE MATAR DEL KHMER ROUGE, DE RITHY PANH
El atípico estreno local de La imagen perdida, del gran cinesta camboyano, estimula a buscar en la red el opus magnum de Rithy Panh, su extraordinario documental de 2003 sobre el genocidio llevado a cabo por el régimen de Pol Pot.
› Por Horacio Bernades
Hace 11 días se estrenó en Buenos Aires, en sala atípica (auditorio de la Universidad Metropolitana para la Educación y el Trabajo, Sarmiento 2037) y con un régimen de exhibición también atípico (un solo día por semana, los miércoles a las 20), un documental extraordinario, proyectado en festivales del mundo entero y sorpresivamente nominado al Oscar. Se trata de La imagen perdida (L’image manquante, en verdad “La imagen faltante”), del camboyano Rithy Panh. Lanzado casi entre sombras a la cartelera local, sólo Página/12 –que publicó la crítica e hizo una entrevista exclusiva al realizador– parece haberse enterado de ese estreno. En ella, Panh, que sufrió la pérdida de su familia entera bajo el régimen genocida de Pol Pot, vuelve sobre el hecho que lo obsesiona, al punto de haberle dedicado buena parte de su obra. Si hay un opus magnum dentro de esa serie, es S-21, la máquina de matar del Khmer Rouge, documental de 2003 visto también por todas partes, incluido el DocBuenosAires.
Contando con la inestimable colaboración del sistema de bajadas de internet, es momento de volver sobre el que The New York Times llamó, en su momento, “un retrato de la maldad insondable”.
Primero, los hechos. Tras la muerte de seiscientos mil camboyanos durante la guerra de Vietnam, en abril de 1975 el Khmer Rojo, brazo armado del Partido Comunista camboyano, derrocó a la dictadura militar que desde un lustro atrás gobernaba ese país. Liderado por Pol Pot, admirador de Mao Tse Tung, el nuevo gobierno emprendió una serie de reformas radicales, la mayor de las cuales fue la de impulsar una masiva evacuación poblacional, migrando de las ciudades al campo para desarrollar la economía agraria. La migración no se hizo pacíficamente. El que se resistía era considerado traidor, tanto como el que se negaba a trabajar de sol a sol o aquel que no cumplía con las tasas de producción prescriptas por el Estado. El que no moría de hambre o cansancio podía ser ejecutado sumariamente o internado en campos de concentración, donde se torturaba a los prisioneros para que delataran a otros “enemigos”. Tras la “confesión” se los asesinaba. El resultado fue de entre un millón y medio y dos millones de ejecuciones en cuatro años. Cerca de un 25 por ciento de la población total de lo que entre 1975 y 1979 (caída del régimen) tuvo por nombre Kampuchea Democrática.
Nacido en 1964, Rithy Panh logró huir en 1979 a la vecina Tailandia. Se entiende que en su obra no pueda dejar de volver a tratar ese genocidio: toda su familia fue asesinada por el régimen de Pol Pot. Lo que hace en S-21 (nombre en clave del servicio secreto del Khmer Rouge) es semejante a lo del francés Claude Lanzmann en más de un pasaje de su magna Shoah (1985): entrevistar a los sobrevivientes –no tanto a las víctimas como a los victimarios– hasta extraerles una confesión. ¿Qué diferencia a sus interrogatorios de aquellos a los que los guardias sometían a los prisioneros? Todo. Pero sobre todo, que en este caso los interrogados acceden voluntariamente a ser interrogados.
Hasta tal punto se invierte la situación, que el que lleva adelante los interrogatorios no es el realizador sino un ex prisionero, salvado de la muerte por uno de esos caprichos típicos del poder absoluto. Vann Nath pinta, y sus carceleros lo usaron para eternizarse en cuadros. A diferencia de otros pintores detenidos antes que él, ejecutados porque sus cuadros no convencieron a las autoridades del campo, los de Nath sí gustaron, y por eso está vivo. “Retenido para utilizar”, dice sin tapujos su ficha de prisionero. Una diferencia entre el Khmer Rouge y la última dictadura militar argentina (para poner negro sobre blanco una comparación inevitable) es que los servicios de seguridad camboyanos parecen haberlo registrado todo, y por lo visto no tuvieron tiempo de quemar los registros antes de huir. “Hay que golpear con un palo, no con la mano”, prescribe un manual de tortura. “No se tortura por diversión”, aclara otro fragmento. “Más vale arrestar por error que dejar que el enemigo nos carcoma”, se instruye también.
Hay una necesidad de confesión en la media docena de ex guardias que se presta al interrogatorio y al rodaje mismo, en el sitio (das ist das platz, se oía en Shoah) en que funcionó uno de los campos del régimen. Una ex escuela, para más datos. Esa necesidad de hablar no es sólo de ellos: en una de las primeras escenas, los padres presionan a uno de los ex torturadores para que admita sus crímenes, único modo de alejar el mal karma. Mal o buen karma: posible explicación para la necesidad de expiación. Con gran suavidad y delicadeza, con una pesadumbre que parece acompañarlos desde un cuarto de siglo atrás, estos hombres pondrán en escena sus propios rituales de vigilancia y castigo. Otra vez la larga sombra de Lanzmann, que para promover la memoria emotiva pedía a sus entrevistados, en Shoah, que repitieran los más mínimos gestos de entonces: el peluquero, el modo en que usaba la tijera; el campesino, la manera de pasar su índice por el cuello, recordando a quienes llegaban a Treblinka cuál sería su destino.
“¡Quédese quieto o va a ver!”, advierte un ex guardia a la nada. “Voy, hago levantar al prisionero y te lo entrego así”, recuerda otro mientras reproduce cada movimiento. Por lo visto, el método es efectivísimo: esos hombres asombrosamente jóvenes (“Teníamos de 13 a 22 años”, corrobora uno de ellos, y con ese solo dato se tiene ya una dimensión del horror) que empiezan asumiéndose como víctimas terminan detallando castigos, torturas, abusos sexuales, ejecuciones colectivas, degüellos, infanticidios. Todo con el mismo tono de voz dulce y gentil, tan propio del modo en que se habla en la zona. Hasta llegar al fondo más alucinante del horror. Ese en el que la más descabellada literatura del absurdo se tiñe de locura, sangre y muerte.
Como las acusaciones de “traición al Estado” podían estar basadas en que un hilandero “cortaba mal la tela” (así dice en un testimonio), para poder cumplimentar la confesión del prisionero (llamado “el enemigo”) los interrogadores debían inventarlo todo: nombres, contactos, vinculaciones, sabotajes, conspiraciones. Mediante la tortura se convencía al acusado de confesar todos esos crímenes. En caso de que no estuviera en condiciones de escribir su confesión, el propio carcelero lo hacía. Para cumplir con el trámite “hacía falta una historia”, dice uno de los guardias, como un director de cine ante el guión de su próximo proyecto. “Había que creer en los sabotajes”, repite, tal como lo haría un actor al que se le da un texto, pidiéndosele que lo represente de modo creíble.
De un millón y medio a dos millones de muertos en cuatro años, producidos por un régimen decidido a cumplir con el plan prefijado. Aunque para ello fuera necesario exterminar a toda la población.
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