MUSICA › LA MEGAFIESTA DE LA MUSICA ELECTRONICA
El mejor energizante fue “pertenecer” a Creamfields
Unos 60 mil jóvenes bailaron desde la noche del sábado hasta la mañana de ayer.
Por Roque Casciero
Sólo hay uno de los rituales de la discoteca que Creamfields, con todo su brillo, no repite: el levante. No habrá en esta crónica, entonces, esas fábulas de faunos en celo y de doncellas nada virginales que no sólo no hacen esfuerzos para no dejarse atrapar, sino que encaran (¡así se hace!) a los sátiros nocturnos en cuestión. En esta megafiesta de la música electrónica y sus derivados todos llegan en pareja o en grupo, u optan por los mensajes de texto del celular como nexo para los encuentros en la carpa de tal o cual marca.
Porque, eso sí, en Creamfields hay mucho auspiciante de renombre que desembolsó una pequeña fortuna para llamar la atención de 60 mil jóvenes (10 mil más que en 2004) que pagaron entre 60 y 120 pesos para bailar desde el rayo abrasador de la tarde del sábado hasta que ese mismo sol justifique a los que antes deambulaban con lentes oscuros en plena noche. Hay carpas de proveedores de Internet, vodka, radios, venta de computadoras o CDs, bebidas energizantes y ropa deportiva. Hay kioscos donde comprar desde sushi hasta hamburguesas ($3,50), y donde el precio del agua mineral, por esas cosas de la química y la ley de mercado, hace pensar en Lilita Carrió cuando alarma con la frase “¡ahora vienen por el agua!”: cinco pesos la botellita, igual que el energy drink, la cerveza y las gaseosas. Hay, pese a los precios, una multitud frente a cada uno de estos lugares, como para creer que los gerentes de marketing hicieron bien en no perderse su lugar en “la Cream”. Y hay música, claro. Mucha música, como para no parar un segundo de bailar desenfrenadamente.
El escenario principal estalla cerca de la medianoche, cuando The Prodigy confirma en vivo y en directo que esa mezcla de big beat y tecno industrialoso que patentó a fines del siglo pasado todavía funciona. El incendiario Keith Flint ya no tiene look tan horroroso, pero Firestarter (aceleradísima) sigue siendo un hit, igual que Smack my bitch up, que llega al final. Esos graves imposibles golpean en el estómago, mientras el MC Maxim Reality se mete a saludar a la gente por el cerco que une el escenario con la torre de sonido y mientras Liam Howlett, el cerebro de la banda, salta como un poseso tras su arsenal electrónico. En el fondo del escenario, el nombre de la banda aparece escrito como en un tatuaje de motoquero: es que, a esta altura, The Prodigy ya tiene chapa de clásico.
Y mientras uno piensa que todo el público decidió ver a los británicos, también desborda la enorme carpa en la que pincha discos Hernán Cattáneo, crédito local y número 6 del mundo según la revista DJ Mag. Pero desborda mal, al punto de que no sólo no es posible entrar, sino tampoco acercarse hasta menos de diez metros. Cattáneo tiene hinchada propia, que festeja cada mezcla, cada nuevo track, con una euforia casi de futbolero en la catarsis del gol. Un tipo grita “¡Limaaaaaado!” Pero no critica al DJ estrella, sino a un personaje que camina con una especie de gorro de un metro de alto que incluye un láser verde, una torre de espejo para multiplicar la luz y una cámara de video. Es excéntrico, sí, pero Creamfields parece hecho para que los oficinistas puedan ponerse esa remera con lentejuelas o para que una treintañera se calce sin pudores unas alitas de mariposa en la espalda. La cuestión es llamar la atención como sea y si se genera el deseo en el otro, no habrá tiempo para concreciones: hay que salir corriendo hacia el escenario principal, sin dejar de lucir cool, porque Zuker XP enloquece a la multitud con el recurso de tocar encima de un disco de AC/DC (¡Highway to hell!) o porque Simon Franks, la mitad de Audiobullys, levanta a la gente a fuerza de arengas, aunque su set no tenga el brillo de visitas anteriores.
En una carpa, Emmanuel Horvilleur bromea: “¿Será mucho tocar una acústica en Creamfields? ¡Se viene el acusticazo!” Pero lo que ofrece es un set bien rocanrolero y funky, seguido de cerca por su ex compañero Kuryaki Dante (que tocó más temprano) y Gustavo Cerati. En ese mismo lugar, Los Natas y su música trascendental cargan de electricidad rockera la fiesta de la electrónica. Este predio de la Costanera Sur en el que Boca alguna vez soñó con una ciudad deportiva tiene casi trece hectáreas, así que cruzar el campo para intentar atisbar famosos en el vip parece tarea estéril, superadora de cualquier exceso de cholulismo. Es lejos y más que sobre pasto, uno pisa sobre basura: latas, vasos y platos de plástico, servilletas sucias...
Además, se ha dicho, a Creamfields no se viene a ver a los demás sino a hacerse ver. Los varones, evitando la remera para mostrar largos años de gimnasio; las chicas, con escotes renacentistas o boas anaranjadas. O en grupo, formando (de a una letra por persona) la frase “esto es vida”, mientras Paul Oakenfold o Infusion copan el escenario principal. Otro cartel celebra “¡Temazo!”, mientras su poseedor se agita con las fabulosas mezclas de 2 Many DJs en una carpa circense: ¿cómo se conjugan Franz Ferdinand con ABBA, Primal Scream con Funkytown? Hay que ver el set de los hermanos Deweale, expertos en la bastarda técnica del mash-up, para creerlo. Pero hay que salir disparado hacia la carpa en la que Danny Tenaglia, otro peso pesado del dance, da uno de sus escasos “presente” en Buenos Aires. O hacia otra en la que los locales Spitfire anuncian un “live set” en lugar de discos mezclados. O, con mucha fisura, a bailar con la mezcolanza que asalta en ciertos sitios en los que los volúmenes de todas las carpas parecen confluir en una masa sonora informe. Sí, que no haya dudas, hay chicos y chicas bailando con ese sonido. O tal vez con el que tienen dentro de sus mentes afiebradas por el solo hecho de estar ahí, en la Cream de la Cream, donde todo debería poder suceder.