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Domingo, 30 de noviembre de 2008

MUSICA › UN FESTIVAL QUE SUPO TRANSITAR VARIOS CAMINOS ESTILISTICOS

El Luna Park, ganado por el folklore

El festejo de los diez años del programa Sin Estribos propició una noche con espacio para la voz de Jairo, las chacareras de Peteco Carabajal y el histrionismo del Chaqueño Palavecino.

 Por Cristian Vitale

Deja una sensación de extrañamiento: que sea presentado como el único Festival de Folklore de la Capital Federal no es un dato para entregar así nomás, al soslayo. Por cartel, las figuras convocadas por el programa televisivo Sin Estribos para festejar sus diez años de aire ameritaría, a priori, un número de asistentes más grueso. Cuando toca Jairo, bastante temprano, el Luna Park luce con más claros que, tomando comparaciones de un pasado más o menos reciente, la última visita de Motorhead, o Deep Purple, o Jethro Tull. El pullman o súper pullman está cubierto en un sesenta por ciento y, si bien las plateas del piso están bastante llenas, en la popular abundan los claros: prolifera el naranja de las sillas y sobra espacio para bailar. Dato empírico, real, que no le quita relevancia a la patriada: la organización es casi impecable, los números –todos– ofrecen lo mejor de sí y la gente disfruta de una maratón musical que, incluida la trasnochada típica del Chaqueño Palavecino, supera las seis horas. Todo está bien, menos el dato geográfico: la única vez que el folklore fue una expresión realmente popular en la ciudad del tango fue en la época de Perón.

Entonces Sergio Galleguillo, con olfato y consciente del marco que enfrentan sus ojos, adhiere a una vieja consigna de tierra adentro: “Primero escuchemos lo nuestro y después, todo lo demás...”. El folklore, al menos en este hueco del país, sigue necesitando de ese discurso bajador de línea que alguna vez rozó lo chabacano y que hoy, apenas, tiende a incorporarlo como una oferta más entre el maremágnum de géneros populares que asaltan los espacios mediáticos, comerciales e industriales. ¿Cómo puede el reggaetón cortar más tickets que la chacarera? Es consigna para un debate que no amerita ser resuelto acá. Sí, reparar en la enorme voz que Jairo jamás pierde, el desparramo de cuerpos que provoca la adrenalina del gaucho Palavecino o el corazón de Galleguillo, que clava sus arterias en La Rioja. En rigor, el cantante sale a matar con una banda bien pertrechada: bajo, guitarra, teclado, bandoneón, batería, coro –casi un alter ego– y él, que va alternando sikus y quena según demanden los temas. Acompañado por las imágenes recurrentes de la fiesta de la chaya que proyectan las pantallas, el ex Tiahuanaco se despacha con un ajustado set que engloba –economizando tiempo– diez años de historia y cinco discos: de Agitando pañuelos a Grito chayero.

No hay harina ni albahaca entre la gente, tampoco cerros “para correr a la chinas que se esconden” ni Carnaval, pero el hombre de pelo largo y cara de capayán se encarga de transpolar hasta los lindes del extraño Puerto Madero el pulso de su tierra. La insoportable Ley Seca porteña (¡un festival de folklore sin vino!) impide que la adrenalina sea mayor, pero los musiqueros del oeste arman un salpique de zambas, chayas, vidalas –hasta un tango– que operan a favor. A la hora de la despedida, Galleguillo logra que todo el punto esté parado, agitando pañuelos y, los más conocedores, entonando cada fraseo. Alguien que cuenta chistes y eructa ante el micrófono hace que la espera entre número y número se torne más llevadera. “Chaya es una palabra quechua, ¿saben qué quiere decir? Chaya”, manda el tipo como principio de un derrotero de chistes autobiográficos que se llevan 15 minutos. Suficiente. Tras el último, el icono del Che Guevara en el bombo de la batería anuncia que es la banda de Peteco Carabajal. El poeta del clan de La Banda demarca el terreno con dos poderosas chacareras del disco Encuentro, grabado en 1991: “Bajo la sombra de un árbol” y “El embrujo de mi tierra”: “Te voy a contar si quieres/ cómo es la vida en mi pago/ la pucha que es un halago/ contarte con alegría/ perdón por mi fantasía/ pero no hay otro Santiago”, canta Peteco, y todos quieren.

También hay momentos bellos, por introspectivos o estetas, con “Perfume de amor”, “Perdón” –cuya letra pertenece a Teresa Parodi– y “Zamba a mis viejos”. Pero el cenit llega cuando invoca a Francisco Solano y le llega el violín a sus manos: Peteco presenta una tríada de chacareras de su flamante Aldeas, y el Luna todo se convierte en una peña gigantesca y multigeneracional: abuelas, padres y nietos bailan con “Vida” –compuesta por su hermano Demi y Marcelo Mitre–, más aún con “Flor de cenizas”, de su tío Cuti, y “Padre de mi corazón”, dedicada a todos los hombres del mundo. “Tranquilas, chicas, sigo siendo el mismo”, bromea Carabajal, en una de sus pocas participaciones habladas de la noche. La entrega típica del Chaqueño, poco después, cerró una noche con algunas preguntas, sí, pero con la sensación, al final, de haberse impuesto como un tentador presagio del verano por venir: el folklore es mucho más lindo cuando juega de local y permite que el buen vino colabore con su espíritu. Comprobado.

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Peteco Carabajal dejó momentos de alta belleza.
Imagen: Lucia Grossman
 
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