Domingo, 30 de noviembre de 2008 | Hoy
TELEVISION › VUELVE LA SERIE 24 EN LA ERA DE LA “REDENCION”
El agente federal Jack Bauer exiliado en el Africa profunda, una presidenta mujer de Estados Unidos y un ritmo ralentado en el debut no alcanzan para competir con el teatro de la realidad en la era del terrorismo globalizado.
Por Julián Gorodischer
Hace tiempo que Jack Bauer es sólo un recuerdo; más emocionantes fueron las noticias sobre la vida de su intérprete, Kiefer Sutherland, encerrado 48 días en prisión por manejar borracho. Pero uno de los grandes héroes de nuestra era, el agente federal de la serie 24, fue languideciendo a la sombra de otros gladiadores modernos. Es necesario advertir sobre lo que sucederá esta noche a los que vienen acumulando expectativa desde hace más de un año (el año en el que se evaporó una temporada completa): el episodio doble, precuela de lo que será el día 7, es un relato endeble que remite a un golpe militar banalizado. El doble (a las 22, por Fox) no saciará a los militantes de la habitual cuenta regresiva.
Este prólogo desabrido avanza a otro ritmo, morosidad a la cual nunca nos había acostumbrado la serie 24: transcurre en Africa, más precisamente en el imaginario país de Sangala, donde la guerra civil encuentra su víctima colectiva en la niñez reclutada como ejército civil.
Jack Bauer, en las fronteras de la inexpresividad total, ya no luce creíblemente hosco sino mal terminado; le asignaron un ralentado docudrama en el Africa profunda. En este prólogo de dos horas (que reemplaza una temporada faltante, debido a la huelga de guionistas de 2007 y los días de Kiefer Sutherland tras las rejas) no hay rastros de lo que hizo de la serie un relato memorable: su reducción de la escala anual a ciclos de doce horas corridas, concentración de máxima acción en una breve cronología cuestionando la efectividad del ritmo realista. Así están las cosas por 24: para el manjar –si llega– habrá que esperar hasta enero. Por ahora se percibe un esfuerzo denodado por alejarse de la agenda noticiosa.
La serie que naturalizó la existencia de un presidente negro construye una ucronía: si hubiera ganado Hillary. A priori podría suponerse que es lo correcto: así se es coherente con la tradición de una trama inclinada a moverse en dirección contrafáctica. Fue común, en 24, restituir al ruso como eje del mal una vez caduca la Guerra Fría (por lo menos hasta el reciente desembarco ruso en las costas venezolanas) y ya inaugurada la era del terrorismo global.
La ficción disputó la emoción a la noticia: el núcleo terrorista fue multiétnico, en variación del enemigo único musulmán. Así, se evitó quedar pegados al nacionalismo belicista de la era Bush, desde Fox News a Abu Ghraib: fue una manera de sentar posición e ir contra los desvaríos del orden político de este tiempo. Siempre supo 24 que su adversario era la realidad, cada vez más estruendosa, más espectacular, pegada a su cola, cuestionadora de la imaginación de sus guionistas. Siempre salió airosa: un poco más escandalosa que la tapa de los diarios, sin resultar por eso menos verosímil.
24 lucubró un riesgo extremo para la vida de presidentes y ministros; redobló los complots dentro de la Casa Blanca, atentados múltiples y simultáneos. ¿Cómo se construye una ficción política en tiempos de Historia teatralizada? El riesgo era quedar opacado por lo real, desaparecer, invisibilizarse detrás del primer presidente negro, los atentados globales, la caída de las finanzas mundiales en el mundo real. El objetivo era apropiarse de un sentido dominante de la época asociado a la conspiración y el miedo. Y sin embargo, esta noche, verán que no sucede nada de todo eso. Para conocer el plato principal habrá que esperar hasta enero. Los condescendientes dirán que este prólogo de dos horas es sólo una nota al margen, que hay que darles tiempo para recuperar el ritmo después de la interrupción de más de un año.
Eso no quita que haya problemas en el primer capítulo, donde a “los salvajes” africanos se los priva de un uso racional de la violencia. Decapitan a la antigua y someten a los niños por gusto. Esta ficción debería, como era habitual, ayudar a modelar el acontecimiento inminente. ¿Alguien no reconocería a 24 como el antecedente naturalizador de un presidente negro (a través de la figura de David y Wayne Palmer)? ¿Sería posible no trazar una línea directa entre los atentados en Bombay y la tragedia múltiple y persistente que aquejó a shoppings, hoteles y a la Unidad Antiterrorista en cada capítulo? Quizá previendo a Obama, no uno sino dos presidentes negros, uno magnánimo y el otro genuflexo, gobernaron a los Estados Unidos de 24. No una sino múltiples explosiones nucleares masacraron al país en la temporada que pasó. El mundo de 24 fue ruidoso, hiperconectado; fue desconcertante y acalló toda ley de previsibilidad. El minuto a minuto del tiempo real engendró una ficción colérica, sinuosa, antojadiza, que todo el tiempo parecía gritar un mantra: “Alejémonos del mundo, ¡ya!”. 24 fue víctima y cómplice de la época de las noticias en alta voz, de los megaatentados, marines torturadores en las portadas, las Torres y el Pentágono desintegrados, un negro y una mujer compitiendo por el destino del mundo... Todo ese súmum histriónico, puro show, puso verdaderamente en crisis al relato de Jack Bauer. El prólogo de la temporada 7 no ayuda a revertir el proceso de deterioro, en vez de eso agrava el cuadro de situación.
Si bien algunos fanáticos se ensañaron con la regordeta presidenta electa Allison Taylor, otros le ven un potencial contrafáctico interesante. Son los menos, pero se hacen oír en diversos foros de Internet: dicen esos apóstoles que poner a un negro en el trono sería cavar la propia fosa y quedar opacados definitivamente detrás del “esclavo negro” (como llamó Al Quaida a Barack Obama en su último comunicado). Este es el momento –dicen los optimistas que nunca faltan– de subirse a la figura de Hillary para seguir armando ucronías en el centro de la escena mediática, adelantándose quizá a lo que sucederá en 2012.
Pero habrá que negarles la razón: la presidenta rechoncha es tan falta de carisma como una profesora de primaria privada; habla bajito, cita a Tocqueville, cede la palabra, sospechándosela más matrona ineficaz que tolerante y respetuosa. Es imposible pensar que Tina Brown, con su imitación de la barracuda Palin, incorporada a la serie, podría haber gestado una revolución. Pero, esto.... Su parla (y no se irá mucho más allá para no arruinar la intriga) es falta de toda gracia, ligando por contraste las imploraciones públicas de Obama a “salir de las cenizas” al epílogo magistral de una opera clásica.
La Taylor es un verdadero engendro de la oratoria: sin inflexiones ni golpes de efecto es dable imaginar a una masa dormida del otro lado. Debería activar ya un atentado o una dimisión, pero el magnicidio corresponde a líderes fuertes y la salida apresurada del poder ya fue tan versionada en temporadas anteriores que daría prueba firme de la modorra creativa. El retrato se completa con un marido que le sopla al oído; Taylor es incluso más insípida que Geena Davis en Comandante en jefe. Si la meta era parecerse a Hillary, les salió una doña más afín a Laura Bush. La barracuda le hubiera puesto, al menos, escote a la primera magistratura. La Taylor parece destinada no a equivocarse con grandilocuencia como los memorables presidentes Palmer Jr. y Logan, no a quemarse en la corrupción (como ocurrió con Logan), sino a extinguirse en su propia llamita.
El resultado de estas dos primeras horas no es alentador en la búsqueda de estrategias que compitan con el espectáculo de la realidad. En el mundo se anuncia el cierre de Guantánamo y se desploma Wall Street; algo importante está pasando en todo momento, y basta mencionar los sucesos recientes en la capital de India. Alguien debió prever que los atentados con gas neurotóxico, y hasta un ilusorio fin del mundo, ya suenan a poco al lado del estado de guerra permanente que caracteriza a “la lucha contra el terrorismo”.
Cuando la lógica seguida hasta la fecha debería haber generado un éxtasis de persecución, complot, tortura, espías globales en una aventura en tránsito global constante como en la saga de Jason Bourne (Matt Damon) o en el último James Bond, 24 se escapa por la tangente, a un relato sobre un golpe en algún remoto paraje del tercer mundo; esta amenaza localizada todavía no golpea las puertas del imperio (aunque despierta excesiva y sospechosa consternación en los líderes saliente y electa). Si este prólogo funciona como anuncio de cómo será la séptima íntegra, algo está destinado a fallar y habrá que darles la razón a los agoreros de Internet: no parece una promesa sobre cómo alejarse de lo real-fantástico con eficacia el hecho de restarle dramatismo a la presidenta o convertir a Jack Bauer en misionero de la remota Sangala.
Tampoco ayuda a entrar en calor imaginar al anterior héroe “inmortal” (el lema de la quinta) como un casco blanco protector de la niñez a la que se recluta para integrar ejércitos civiles. Menos contribuye a crear un clima el moralista título de “Redemption”, en los antípodas de esas temporadas que prometían grandeza irracional. Que alguna mente lúcida avise que ir “a menos” no es una buena coartada: aporta tedio. No es fácil, hoy, correr más rápido que la noticia. El nuevo orden de infelicidad global exige nuevos desafíos a la imaginación: en este olvidable round, la ficción pierde por nocaut.
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