MUSICA › ENTREVISTA AL COMPOSITOR Y ACORDEONISTA CHANGO SPASIUK
Después de mostrar su nuevo disco, Pynandí, por Europa y Estados Unidos, el músico lo presentará hoy en Buenos Aires. Entre los invitados estará el productor del CD, Bob Telson, el autor de la canción de Bagdad Café, entre otros hitos.
Chango Spasiuk se tomó su tiempo, casi cinco años, para hacer su último, gran disco. Lo llamó Pynandí, que en guaraní quiere decir “pie desnudo”, y nombra a Los descalzos. Así es como recuerda este misionero que se veía, y sonaba, su infancia en Apóstoles: en patas pisando viruta en la carpintería de su padre, en patas trepado al árbol de mandarinas de la vecina, en patas, incluso, haciendo sonar su primer acordeón. Esa misma contundente belleza de lo simple se transmite en este trabajo, donde hay temas propios y también de Isaco Abitbol o Ernesto Montiel, proyectados con su marca llevada a un particular sonido camarístico (ver aparte). Después de mostrarlo por Europa y Estados Unidos, en escenarios como el Carnegie Hall, llegó el tiempo de presentarlo en Buenos Aires. Será hoy en el teatro Coliseo (Marcelo T. de Alvear 1125), y entre los invitados estará el productor del disco, Bob Telson, el autor de la canción de Bagdad Café, entre otros hitos.
Hace veinte años que Spasiuk vive en Buenos Aires, pero sigue hablando de “venir a la ciudad” al llegar al bar de Palermo en el que transcurre la entrevista. Una ciudad que, dice, no siente ni propia ni ajena. “No soy una persona que sienta que necesite de un lugar físico, que tenga que clavar un montón de estacas y cimientos para decir: ahora estoy aquí”, aclara. “Estoy donde está mi corazón, como dicen. Y mi corazón está en mi música, y la música me lleva a un montón de lugares. Si busco un lugar que me defina, no puedo nombrar uno solo, eso es seguro.”
–¿Ni siquiera ese paisaje de infancia que aparece en este disco?
–Ese paisaje está dentro de mí, está tan en mí como mi piel, es eso con lo que uno convive todo el tiempo. Pero no hago un culto a la melancolía y a la añoranza de eso. Sería imposible caminar si estuviese con mi atención puesta en que no estoy en el lugar de donde vengo. Sería un infierno un camino así. No: Yo estoy aquí y tengo que encontrar el significado de por qué estoy aquí, qué tengo para aprender de esto, qué puedo dar y recibir de esta situación. Tengo que tratar de estar lo más enfocado en este presente, porque por alguna razón estoy aquí ahora. No quiere decir que lo tenga totalmente resuelto, pero medianamente intento reflexionar que también hay una belleza en esto, y disfrutarla. A veces la disfruto más, a veces menos, puedo estar más o menos enredado. Hasta que me pongo a tocar y entonces... me desenredo del todo.
–El folklore ha hecho todo un tópico de la añoranza por ese paraíso de provincia perdido. ¿No se siente tentado de incorporarlo?
–Es legítimo extrañar, está en nuestra naturaleza eso que dice Yupanqui: tira el caballo adelante y el alma tira pa’trás. Pero encima de que está, todavía subrayarlo, alimentarlo, no, no es para mí. Es muy personal el proceso, cada uno lo vive a su manera, y es muy legítimo cómo lo viven otros, tienen sus razones, pero yo elijo ora cosa. En mi caso, no sé si está la añoranza del lugar, o de cómo se veía el mundo cuando era niño y estaba en ese lugar: no se si extraño mi pueblo, mi casa, mi familia, o cómo se veía el mundo arriba de un árbol de mandarinas, en invierno, con el sol pegándome en la cara, y comiendo la fruta a la siesta. Ese sabor y esa sensación, que ya nunca voy a volver a tener, más que en forma de recuerdo, creo que ésa es mi añoranza. Pero ahora, a la distancia, más que alimentar eso que está dentro mío trato de encontrar la enseñanza de dónde estoy ahora. Mi energía está puesta en la pregunta: dónde estoy ahora, por qué, para qué, cuál es el significado de este momento. Tanto en la música como en la vida, porque yo no puedo separar la música de mi vida, mi vida es mi música, mi música es mi vida.
–¿Por qué eligió llamar a este disco Los descalzos?
–Primero me gusta la imagen de la palabra, y esa imagen no es la marginalidad ni la pobreza, nada que ver. Son muchas imágenes, una de ellas es la infancia en un lugar donde hace calor, y los niños andan descalzos, jugando, y ese jugar descalzo tiene que ver con la libertad. Es eso, nada más, pero eso es bastante, o es suficiente. Yo no soy muy creativo poniendo títulos a los discos ni a los temas, pero éste me apareció cuando terminé este trabajo, y vi que estaba el tío Marcos, con el que aprendí a tocar el acordeón cuando tenía nueve años, y Doña Fidencia, la vecina que tenía ese árbol de frutas donde me escapaba a la siesta. “Tierra colorada”, o el mismo tema llamado “Infancia”, o “Viejo caballo alazán”, de Héctor Chávez, sobre el hombre que extraña a su caballo, pero en realidad está extrañando ver el mundo con los ojos de su infancia, desde arriba de su caballo: todas esas imágenes son mías, de chico, y la mayoría eran en patas: trepando los árboles, aprendiendo a tocar el acordeón. “Pynandí” se llama un tema mío del disco Chamamé crudo, no volví a grabar ese tema, pero sí volví a esa palabra. Me gusta cómo suena, el sabor que tiene la imagen.
–¿Su música también puede ser pensada como “descalza”?
–Y sí, es despojada, por momentos simple, por momentos compleja, pero nunca deja de pertenecer a una situación rural. Eso es lo que uno siempre está aclarando cuando va a tocar afuera, no soy un hombre de ciudad, vengo de una situación rural, no del campo, pero sí de las afueras de un pueblo. Eso está en mi música, es inevitable. Y está ese niño que yo fui en ese contexto en particular. Eso es lo que puedo decir de mi música, torpemente, y no mucho más. Por eso incluí esa frase de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, mejor guardar silencio”. Yo puedo decir qué es lo que busco, cómo lo siento, pero siempre es una parte, un intento de explicación. Y una manera de que se complete la historia en el concierto. O no, que la gente se encuentre con que lo que representa para ellos no tiene nada que ver con todo esto que expliqué.
–¿Por qué lanzó su disco primero en el exterior y luego aquí?
–Fue una casualidad, estuvo listo en el verano y sentí que no era un buen momento para una música como la mía. Mi música no dice vamos a la playa, necesita de una dedicación más artesanal para que la gente se vaya metiendo de a poco en ese universo que propongo. Y el verano no era un buen momento para proponerlo. Así que, si esperé casi cinco años para hacer el disco, preferí esperar a que se pudiera dedicarle su tiempo de maduración. Entonces lo toqué primero afuera; justo después de actuar en Cosquín arranqué con la gira, primero por Europa y después por Estados Unidos.
–Con ese componente rural de un paisaje específico, ¿cómo es recibida su música en otros paisajes?
–Como un intento de acercarse un poco a ese paisaje. De algún modo lo induce la prensa previa, el programa de mano o lo que la gente investiga por Internet antes de llegar al concierto. Saben que es una música del país del tango, pero de unos cuantos kilómetros al norte de la ciudad del tango, de un lugar de grandes ríos, montes, tierra colorada y alta temperatura, una cuña que se mete entre Paraguay y Brasil, y que por eso tiene una diversidad que para mí es un tesoro, no un problema. Y todo eso es mi mundo sonoro, porque yo vengo de ese contexto. Yo siempre cuento esto, pero los comentarios que recibo son más a nivel humano: la esperanza, algo que me hace sonreír, algo vivo, apasionado, simple, las devoluciones son de ese tipo. Tienen que ver con las emociones, simplemente: alguien que recibe algo y se siente tocado.
–No lo reciben, entonces, como una música exótica.
–¿Por qué habrían de hacerlo? Las emociones son las mismas para todos. Yo llego a otros países para compartir un momento en la oportunidad que nos da la música, no para ganar mercado. Voy a tocar para el hombre, no para el inglés, el norteamericano, el polaco o el alemán, ese hombre que está enfrente no es tan diferente a cualquiera de nosotros. Para mí la música no es una bandera que clavás, yo no voy a representar nada, aunque de alguna manera por añadidura uno está representando el lugar del que proviene. De última, todo lo que hago es para volver a sentarme en un escenario con el acordeón, sentir cómo vibra en mi mano y en mi pecho, como una conversación con alguien que apreciás y te gusta escuchar, se trata de eso, nada más. Es una oportunidad de sentirse a salvo por un momento, como dicen. De acceder a un presente de una calidad diferente. Pienso en eso, nada más. No hay mucho más que eso. Obvio que después una compañía o una producción anuncian cómo fui recibido, los teatros que llené, esas son las reglas de juego. Pero en el fondo lo único que uno está buscando es un lugar donde tocar y expresarse.
–¿Cómo se abrió ese mercado internacional para usted?
–Se abrió porque a fines de los ‘90 no tenía muchos sitios donde tocar acá y había que buscar lugares, porque un músico no crece tocando en su casa. Tenés que saber que podés ser prescindible en un montón de circuitos por un montón de años, tu música puede parecer innecesaria. Por suerte fue necesaria en otros, y yo lo agradezco, porque todo lo que mi música es hoy tiene que ver con esas situaciones.
–Los contextos de los festivales folklóricos son particulares, quizá no dispuestos a la escucha de músicas como la suya.
–Cada cosa tiene su belleza y su encanto, no me corresponde a mí decir si está bien o mal. Pero los festivales son lo que son porque de alguna manera nos muestran a nosotros como sociedad, y muestran cómo nos relacionamos colectivamente con nuestra música. Es un buen espejo en el cual mirarse, y hay que aprender a encontrar la enseñanza de ese reflejo.
–¿La primera foto que se le viene a la cabeza tocando el acordeón es descalzo?
–Sí, porque en la carpintería de mi padre y de mi tío andaba todo el tiempo descalzo, es lindo caminar sobre la viruta y el aserrín, a la siesta. Mi tío Marcos, el hermano de mi papá, llegaba a la siesta a tomar mate debajo de un árbol que había en la puerta, como para ir de a poco calentando los motores para abrir la carpintería y arrancar el trabajo de la tarde. A esa hora de la siesta yo aparecía con el acordeón, y le pedía que me enseñara, él se colgaba mi acordeón y me mostraba. El sabía tocar un montón de instrumentos, también sabía cantar. Por ahí al final del día traía la guitarra, mi papá sacaba el violín, y entre los tres sacábamos sonidos.
–¿Y ese primer acordeón de dónde salió?
–Me la compró mi papá en una relojería del pueblo, porque yo vivía prendido fuego pidiendo un acordeón, me sentía muy atraído por el instrumento. Tengo una foto peinado con gomina, mordiéndome los labios, tocando una acordeoncita amarilla chiquitita. Sería algún casamiento, alguna fiesta. Porque mi papá, cuando lo invitaban a un casamiento, cargaba su violín en la camioneta, por las dudas. Veía quién iba a tocar y se acercaba y le decía: acá estoy con mi hijo, que toca la acordeona... Me hacía el approach, era el tour manager (risas). Y subíamos a tocar un par de temas, y así me fui fogueando, sin darme cuenta.
Chango Spasiuk dice que en Pequeños universos, la serie de documentales que hizo durante dos años para el Canal Encuentro (y que probablemente retome) encontró, recorriendo el país, tantos niños parecidos a aquel que él fue, “sin ipods, ni 400 canciones en mp3, ni cien canales de tv, con la radio arriba de la heladera marcando la música que se escucha”. Hay otra imagen que de pronto se cruza entre las de esa infancia descalza: “Cuando tomábamos el mate cocido a la tarde, me explotaba la cabeza viendo a Pipo Pescador con el acordeón, y dibujando con témperas sobre un vidrio. Más que nada me gustaba cuando pintaba, es muy visual el recuerdo. Kandinsky dice que el color tiene una vibración, y esa vibración puede dar una sensación auditiva. Del mismo modo, el sonido tiene un color, y puede dar una sensación visual. El mundo sonoro de un músico se puede ver. Y Pynandí es mi mundo sonoro”.
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