Martes, 10 de noviembre de 2009 | Hoy
MUSICA › OPINIóN
Por Eduardo Fabregat
“Silencio dijo el cura, silencio dijo el juez /
Silencio entonces, idiota!”
(Los Fabulosos Cadillacs, 1985)
Lo sucedido este fin de semana en el festival Pepsi Music plantea una batalla que el rock no puede dejar de dar. A pesar de ser desestimada por el juez de turno, la denuncia de una señora que vive a varias cuadras del Club Ciudad provocó que los inspectores del gobierno obligaran a la productora Popart a bajar aún más el volumen, hasta un nivel en el que los cánticos del público resultaron más poderosos que lo que salía del Public Address. El hecho podría calificarse como curioso, pero la palabra que más le cabe es peligroso: la decisión de trasladar los grandes festivales a varias cuadras de Avenida del Libertador fue un gesto de buscar la convivencia, de permitir la expresión artística, afectando lo menos posible a los vecinos. Pero ni el buen vecino ni la administración Macri parecen dispuestos a otra cosa que a bajarle el sonido al rock, ponerle mute, acorralarlo un poco más. La histeria post-Cromañón llevó a clausuras generalizadas que redujeron sensiblemente los medianos y pequeños lugares de trabajo de los músicos. Ahora van también por los grandes.
Mauricio Macri, tan amante de las patéticas imitaciones de Freddie Mercury en sus fiestas, tan preocupado en el foro nacional por la libertad de expresión, no tiene ningún empacho en atropellar en su feudo la libertad, el derecho, el volumen de expresión de los artistas de rock. El género siempre fue molesto para la sociedad más occidental y cristiana: esta preocupación por el volumen es una efectiva manera de recortarle las alas, reducir su poder de convocatoria (¿quién no pensaría dos veces pagar una entrada sabiendo que va a encontrar un sonido insatisfactorio?), obligar al susurro su capacidad de gritar inconveniencias. Esta administración posó de cool poniéndole el brazalete Say No More al Obelisco, pero sus acciones están mucho más cerca del anillo milico de “El silencio es salud”. Quizá necesita ese silencio para poder escuchar mejor las pinchaduras de teléfonos.
El domingo por la noche, en la carpa de prensa del Club Ciudad, Roberto Costa apuntaba su frustración por encontrarse en la posición de que el público se sintiera estafado, y echaba justificados rayos y centellas contra los funcionarios y su arbitrario poder de clausura. El productor debería andarse con más tiento: podría pasar por allí algún inspector quisquilloso que interprete eso como uso indebido de pirotecnia y le cierre el boliche.
Los fachos de siempre quieren imponer el silencio. Es hora de pegar un par de gritos.
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