Viernes, 27 de enero de 2006 | Hoy
MUSICA › COSQUIN ROCK ARRANCO CON TODO
El guitarrista abrió el festival con un show que combinó bien pasado y presente.
Desde un lugar que parece un paraíso, le dicen “punto de fuga”, se contempla lo imponente. Al pie de las montañas verdeoscuras, una trashumancia rocker genera un vaivén que no termina. Es una calle de tierra, larga, no convencional, con mucho polvo, que comunica el afuera con el adentro. La atraviesan chicas con polleras hippies, pibes con remeras que muestran la cara del Indio –o de Skay– y algún que otro colado con crestas formadas con jabón. En total, son como 20 mil, un número redondo para que la VI edición del Cosquín Rock tenga un arranque a la altura de su breve –pero firme– tradición. Nada más puede pedirse como contexto: color, glamour hi-
pposo, gente dispuesta a divertirse. A escuchar música para después hacer el amor en los prados, con la luna espejada en el agua. Sensaciones que un show impecable, contundente, emotivo, para guardar en el mejor baúl de los tesoros, ayudó a detonar casi al extremo.
Porque las dos horas y pico que duró el show de don Beilinson fueron un manantial de placer. Muy distintas, por poner un caso, a las tres horas que Charly García desperdició un año atrás, en el mismo lugar y para el mismo evento. Es más: muchos se preguntaban qué jornada de las cuatro restantes podría superar los momentos vividos en la primera. No sólo porque se puede hablar de su banda como una de las mejores –sino la mejor– del rock criollo de hoy (Oscar Reyna, Claudio Quartero, Javier Lecumberry y el Topo Espíndola) sino porque el set en sí no tuvo desperdicio. El ex Redondo diagramó un repertorio en el que ningún detalle quedó a merced del azar. Un tiempo muy bien usufructuado para nostálgicos con temas clave de la liturgia ricotera, fusionado con canciones inspiradas, rociadas por su guitarra milagrosa, que pueblan A través del mar de los sargazos (2002) y Talismán (2004). Entre los primeros –los que más agitaron a la multitud, claro–, el viejo batallador rocker optó por una irreverente versión de El pibe de los astilleros, Nene nena, Caña seca y un membrillo, Nuestro amo juega al esclavo y uno que, ya a esta altura, es imposible de obviar como manifestación que excede largamente lo musical. Que se cuela por todos los poros. La versión de Ji ji ji que cerró la primera contraluna provocó un sismo. Como el del Indio en La Plata, un rugido en la tierra. Emoción pura.
Entre los temas post Redondos, el guitarrista optó por canciones más diversas. Con otro toque, más abierto, menos sujeto a los márgenes estéticos de Patricio Rey. Por caso, Flores secas, con su sonido reposado, encandilante. U Oda a la mujer sin nombre y su invocación a la danza sexual. O el mismo Talismán, cuya letra define a Los Redondos como una banda del pasado (¿habrá que creerle?). Y un temazo, en el que Skay se aprovechó del ascendente celta de Xeito Novo y lo usufructuó para que Dragones suene exactamente como fue concebido en Talismán. El escenario principal, por momentos –éste y el de la mágica Astrolabio– parecía un estudio de grabación muy grande y lleno de luces azules. Una grabación en primera toma, con público y todo.
Xeito Novo llegaba entonado a la sesión tras un toque para ambientar. Al atardecer, los descendientes de gallegos –por quienes Skay siente un fanatismo que nunca esconde– generaron un clima agradable, distendido. Honor al que también pudieron acceder los uruguayos del El Club de Tobi y sus exóticas versiones de Masacre en el Puticlub y La bestia pop con cuerdas, el tilcareño Ricardo Vilca –nexo entre ambos Cosquín, además– y Dancing Mood, cuya aura skatalite le agregó un clímax volado-instrumental al natural.
Como estaba previsto, también hubo gente del palo hablando de música y cuestiones afines, en las carpas linderas, ubicadas –más ordenadamente que en el festival anterior– detrás del escenario principal. Por ejemplo, Rocambole, Cristian Aldana de El Otro Yo y ese militante infatigable de la independencia que se llama Diego Boris. Los tres aconsejaron sobre qué hay que hacer cuando se trabaja en forma independiente y se quiere lograr un diseño digno, despegado de las garras mercantilistas. Alfredo Rosso, por su parte, eligió diez grupos –o solistas– con más peso específico de la historia del rock y habló sobre ellos. Para el experimentado periodista, son The Beatles, Elvis Presley, Beach Boys, Rolling Stones, Jimi Hendrix, Led Zeppelin, Pink Floyd, Bob Marley, Ramones y Nirvana. Y cada uno tuvo su correlato en una TV gigante, ubicada en la sala de conferencias –un lujo escuchar Arnold Lyne, del viejo Pink Floyd–. Claudio Kleiman, el otro conferencista, aprovechó bien el tiempo para referirse al libro sobre De Ushuaia a La Quiaca, editado el año pasado.
Algo de lo que Kleiman dijo estaba ocurriendo al cierre de esta edición, mientras León Gieco impregnaba con su sonido nacional, popular y necesario el aire serrano, en la segunda contraluna. Noche de desafío para los grupos destinados a llenarla –La 25, Kapanga, Rata Blanca, El Otro Yo, La Mancha de Rolando y toda la argentinidad punk rock–, que de pronto se vieron obligados a seguir el nivel de emotividad generado por Skay, al menos para que el festival no pierda su lucidez inicial.
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