Lunes, 1 de marzo de 2010 | Hoy
MUSICA › A 200 AñOS DEL NACIMIENTO DE FRéDéRIC CHOPIN
Tal como ocurrió mucho después con las canciones de Los Beatles, la obra del compositor polaco puede ser escuchada hoy de muchas maneras distintas. Innovador de la armonía, encontró en las danzas populares de su país un caldo de cultivo para la experimentación.
Por Diego Fischerman
En su partida de bautismo, probablemente por un error del párroco, consta como fecha de nacimiento el 22 de febrero de 1810. Pero tanto Frédéric Chopin como su familia siempre festejaron el cumpleaños el 1º de marzo y, como para saldar la controversia, en Polonia decretaron casi doscientas horas de concierto permanente y desde el lunes pasado se están turnando pianistas para unir las dos fechas. En todo caso, no era necesario. Música anfibia como tal vez sólo lo haya sido, mucho después, la de los Beatles, la de Chopin puede ser escuchada de muchas maneras distintas. Aunque de formas absolutamente diferentes, tal vez sea la más amada –o aquella amada por más personas– en la historia. Y, claro, allí sigue estando, dos siglos después de que su autor naciera.
“El 15 de setiembre de 1840, a eso de las seis de la mañana”, Frédéric se embarcaba en el Ville-de-Alontereau. Así, con un viaje hacia las provincias a través del Sena y las riberas de París desfilando ante los ojos como un decorado teatral –“como dos anchas cintas que se desenrollan”–, el joven de 18 años, “melenudo y con un álbum bajo el brazo”, recién terminado su bachillerato, comenzaba su educación sentimental según Flaubert. Una educación que atravesaría, entre otras cosas, la anarquía y la Revolución de 1848. Otro Frédéric, aunque nacido Frydryk Franciszek, llegaría a ese mismo puerto un mes después. Chopin regresaba de una gira a la ciudad en la que vivía desde hacía nueve años. Su propia educación sentimental también terminaría en esos años, aunque había comenzado antes, con una joven polaca a quien los padres le impidieron comprometerse con él, y junto a Aurore Dupin, esa escritora con dos hijos que usaba ropa de hombre y el nombre George Sand, y que acabó ridiculizándolo en el personaje de Karol en Lucrezia Floriani, su última novela.
Como el personaje de La educación sentimental, y como Goethe, el autor del Werther con el que su protagonista se comparaba, Chopin conciliaba con dificultad la aceptación teórica de lo revolucionario, con su aversión al caos y el descontrol de sus encarnaciones prácticas. “La revolución de febrero estalló en París y se hizo repentinamente odiosa a ese espíritu incapaz de aceptar una alteración cualquiera de las condiciones sociales”, escribiría Sand en Historia de mi vida. “Lo volví a ver fugazmente en marzo de 1848. Estreché su mano temblorosa y helada. Quise hablarle y se escapó. Quería poder asegurar que ya no me amaba. Le evité ese dolor y puse todo en manos de la providencia y del tiempo. No lo vería más.” El compositor murió el 17 de octubre de 1849, a las dos de la madrugada. Sus últimas palabras, se dijo, fueron: “Matka, moja biedna matka” (madre, mi pobre madre). Antes, según el relato de su amigo Grzymala, había pedido a Delfina Potocka que cantara “tres melodías de Bellini y Rossini, que ella interpretó entre lágrimas”, y, según contó la compositora Pauline Viardot, “él todavía encontró las fuerzas para decirnos una palabra a cada uno y para pedir a Gutmann, Franchomme y otros músicos que sólo se dedicaran a la buena música. “Hagan eso por mí, que estoy seguro que los escucharé”, les dijo.
Chopin había vivido enfermo. Y, podría pensarse, cultivó su enfermedad. En una época en que la salud se identificaba con la frialdad de la ciencia y con el mercantilismo de la burguesía, como mostraba Homais, el ridículo boticario de Madame Bovary, los poetas debían ser pálidos y toser con encanto. Aquel pianista exiliado de Polonia, a quien la propia Sand describía como “una encantadora niña”, era la representación más acabada de ese mito que se prolongaría hasta Hollywood y las gotas de sangre cayendo sobre el teclado, con fondo de polonesa, en A song to remember (La canción inolvidable), la biografía que Charles Vidor dirigió en 1945 con Cornel Wilde como protagonista. Al fin y al cabo también había sido en una película donde la Margarita Gauthier de Greta Garbo había dicho: “Nunca estoy más bella que cuando me estoy muriendo”.
El Frédéric de Flaubert era alguien que “nada había escrito en los últimos tiempos”, cuyas “opiniones literarias habían cambiado”, que “estimaba por encima de todo la pasión” y a quien “a veces le parecía que la música era la única capaz de expresar sus inquietudes íntimas”. Y la música de Chopin, según Sand, “introducía atroces desesperanzas en las almas”. La música expresaba, para el romanticismo, aquello que estaba más atrás y más profundo que las palabras y los argumentos. El público de los salones, sus seguidores –Delacroix, Heine, Balzac, Liszt– y el propio pianista creían en ello. Pero, en realidad, el interés de esas piezas casi siempre estructuradas sobre las formas más banales del entretenimiento, sobre la variación virtuosa, la danza o la miniatura, iba mucho más allá. Ninguna de esas melodías que aparentemente hablaban directamente al corazón –o al alma– hubiera sonado sorpresiva, interesante, ni siquiera romántica, si no hubiera sido por las innovaciones armónicas y por la tensión que su diseño era capaz de crear en relación con el del acompañamiento. Una tensión que tenía que ver tanto con las disonancias que se producían como con el ritmo. “Chopin acaba de tocar para mí y, por primera vez, entiendo su música”, escribía el compositor y pianista Ignaz Moscheles. “Escucho las duras modulaciones que me sorprenden desagradablemente cuando toco sus composiciones y esta vez no me horrorizan, porque él se desliza sobre ellas con sus delicados dedos como si fuera un hada.” Chopin, tal vez el máximo innovador de la armonía en las primeras décadas del siglo XIX, fue, además, el primero en percibir con claridad que la disposición de un acorde (no sólo qué notas sonaban sino cómo se ordenaban) y hasta la manera en que era tocado alteraban su color y aun su función.
La música de Chopin inaugura un rasgo que sería esencial para mucha de la música del siglo siguiente: lo que en las partituras se ve de una manera, se oye de otra muy distinta –sobre todo si se toca según lo que las crónicas de la época describen como “la manera de tocar de Chopin”–. Como en las obras de György Ligeti en la década de 1970, donde el movimiento casi permanente de notas brevísimas provoca la sensación de una masa inmóvil pero de densidades cambiantes, lo que en la notación del Nocturno Op. 9 Nº 2 se ve como una serie de modulaciones a territorios armónicos lejanos, se percibe, en la audición, como una sola modulación a la que se le sobreimprime un juego de colores. Como en algunos pianistas de jazz, la mano derecha a menudo comenta y establece con el acompañamiento de la izquierda un grado de tirantez tal que parece estar siempre al borde de la destrucción del ritmo regular.
Y hay, desde ya, otro tema romántico en juego: el de la nacionalidad. Segundo hijo de Nicolas Chopin, un francés emigrado a Polonia, y la polaca Tekla Justyna (créase o no, ésos son sus nombres) Krzyzanowska, Chopin vivió la mitad de su vida en París, pero no sólo se consideró polaco sino que su música encontró en las danzas populares de ese país un caldo de cultivo perfecto para la experimentación. Allí también el que establece las coordenadas del relato es el contraste. Un contraste que se dramatiza a la perfección en el famoso rubato (tiempo robado, alteraciones de la velocidad) y los interminables debates acerca de cómo tocarlo. El secreto, aparentemente, era que la única mano que debía detenerse en el tiempo y luego acelerar era la derecha, mientras la izquierda mantenía con firmeza el pulso. Es ahí, entre esa parte de la música que puja por sujetar el ritmo y la que intenta escapar permanentemente, donde reside el misterio de esa música. De una estética donde lo que construye el relato no es –o no lo es de manera única– el recorrido armónico, sino esos desvíos; esas zonas de indefinición, esos temblores, esa tensión suprema entre la norma y aquello que la pone en entredicho.
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