Lunes, 1 de marzo de 2010 | Hoy
LITERATURA › EL ESCRITOR SERGIO OLGUíN Y OSCURA MONóTONA SANGRE
En su flamante novela, ganadora del Premio Tusquets, el autor trabaja sobre una inversión de roles: “Una persona de clase media acomodada puede convertirse en un sujeto peligroso para la gente de una villa, a partir de una circunstancia fortuita”.
Por Silvina Friera
Es el último jueves de febrero; un mediodía fresco, casi otoñal para un verano de alto voltaje térmico y pasado por agua. Desde el balcón de un piso catorce, sobre la calle Sánchez de Bustamante, el viento roza los árboles de la Avenida Santa Fe. Los colectivos y los autos parecen miniaturas fosforescentes que patinan sobre el hormigón de Barrio Norte. Era justo el día en que el próspero empresario Andrada, el protagonista de Oscura monótona sangre, hacía un recorrido distinto, cuando llevaba al contador que administraba sus negocios a su fábrica en Lanús. No podía tomar por Amancio Alcorta hasta el Puente Uriburu; su acompañante lo desalentó en el primer intento: “Ni se te ocurra. En la villa te roban o te pegan un tiro”. Mientras la frase resuena con la incomodidad que genera este prejuicio escuchado hasta el hartazgo, Página/12 recibe un mensaje de texto: “Te mando a (Sergio) Olguín en moto, ya mismo”. El envío, el escritor en persona, llega media hora después con un puñado de ejemplares del libro –recién salidos del horno editorial– con el que ganó el V Premio Tusquets de Novela el año pasado. “La historia de un hombre ejemplar dispuesto a traspasar todos los límites por una relación inconfesable”, anticipa la faja de letras blancas, que resaltan sobre un fondo bordó-sangre.
Si en sus novelas para adultos –Lanús y Filo–, más que encontrar el final le costaba orientar esas narraciones, como caballos indómitos que rumbeaban para cualquier parte, en Oscura monótona sangre –título que tomó del segundo verso de “Ya vuela la flor magra”, de Salvatore Quasimodo–, las riendas, aceitadísimas como si se desplazaran por un territorio seguro, se deslizan hacia un final que explota con una pregunta: “¿Pero se puede acariciar un sueño?”. Al menos Andrada, ese hombre que cada vez que pasaba por delante de una villa pensaba que alejarse de la pobreza “era lo único que le producía una auténtica tranquilidad”, lo intenta. Aunque sea el comienzo del fin. Este padre ejemplar, con un hijo radicado en Estados Unidos que cursa un doctorado de economía en el MIT y una hija estudiante de psicología en la UCA, muerde el anzuelo en la parrilla llamada Roberto Mouzo (aquel zaguero central que hizo historia en la defensa de Boca Juniors en los ’70). Escucha una conversación entre camioneros. El tema: las pendejitas que paran en Amancio Alcorta e Iriarte, “que tiran la goma por veinte mangos”. Un jueves a la noche se dirige hacia esa esquina. No le importa que desde los otros autos lo miren irónicamente o con desaprobación. “¿Qué sabían sobre lo que él realmente necesitaba?”, se pregunta mientras merodea la zona en la que conoce a Daiana, de quince años. Regresará otra noche para buscarla –“el premio era disponer de los próximos años de esa chica”–, pero se encontrará con otra prostituta, con Luli, quien intentará robarle la billetera. Las corridas frenéticas por los pasillos de la villa terminarán con un pibe muerto: Andrada mata al Piraña.
“Me gustaba la idea de trabajar la inversión de roles: una persona de clase media acomodada podía convertirse en un sujeto peligroso para la gente de una villa a partir de una circunstancia fortuita”, cuenta Olguín con un café recién servido que parece que humea más por el entusiasmo del escritor ante los personajes de su última novela –Andrada, su enigmática hija Florencia, Daiana, Luli, la prostituta del edificio de la calle Charcas, entre otros–, que tanto le cuesta sacarse de encima. “Vivimos en una sociedad dividida en zonas. La gente de clase media que cree que no puede entrar a una villa no se da cuenta cómo la gente de la villa tampoco puede ingresar a los barrios donde circula la clase media. Si bien nos hemos acostumbrado a incorporar a los cartoneros al paisaje urbano, nos resultaría absolutamente raro que estuvieran en un bar de Palermo, tomando un café. Esos límites barriales se viven con total naturalidad. Hay zonas muy cerradas donde es difícil entrar. Quería trabajar con esas zonas; por eso la novela está dividida territorialmente, y a su vez esas partes se corresponden con la villa, con el edificio de clase media alta en la calle Charcas, con la fábrica en Lanús, y con la calle, que te lleva de un lugar a otro. Me interesaba ir contra el lugar común de lo que socialmente se suele suponer”, admite el escritor.
–En la novela el narrador cuenta que cada mañana Andrada hacía el camino inverso a su ascenso social, un recorrido que le señalaba de dónde venía y adónde había llegado. La curiosidad de Andrada por la villa, ¿quizá se explica porque representa un origen próximo para él, lo que pudo haber sido y no fue?
–Andrada tiene muchísimos defectos; por momentos es un personaje deleznable, pero tiene una extraña virtud: no hace juicios morales ni tiene prejuicios alrededor de la villa. Probablemente porque tiene un origen muy humilde y siente un rechazo mucho mayor contra el mundo que representan su contador, su mujer, su familia en general. Ese temor que siente a terminar en la villa a su vez es la atracción que lo lleva ahí; hay algo que forma parte de él y que no entiende muy bien. En una mirada rápida uno puede pensar que el deseo sexual lo lleva a la villa, pero me parece que va más allá. Andrada está tratando de satisfacer un deseo un poco más oscuro, más oculto dentro de su vida.
–Ese deseo más oscuro, ¿se puede entender también como una suerte de paternidad muy sugerida, la idea de rescatar a alguien?
–En realidad sí, aunque creo que está más evidenciado desde Daiana. No sé si ella busca un padre, pero necesita que alguien la saque de ese mundo de la villa. ¿Qué es lo que se esperaba socialmente de Andrada? Que el tipo fuera toda su vida un obrero. Una vez que se convierte en un empresario, ¿qué se espera de ese tipo socialmente? Que sea un buen padre de familia, no importa si como empresario estafa a la gente, eso es lo de menos. ¿Y qué es lo que se espera de Daiana? Que se prostituya y que muera joven, probablemente víctima del paco o de la violencia doméstica. Daiana comparte con Andrada esta cuestión de querer ir más allá de lo que se espera socialmente de ellos. Son de algún modo sobrevivientes de su entorno social; en el caso de Daiana es mucho más evidente porque está sobreviviendo, todavía no puede sentirse segura. Aunque él la usa sexualmente, ella siente que en Andrada puede encontrar algún tipo de seguridad: económica, física, social... no queda demasiado claro porque todo lo que sabemos de Daiana lo sabemos a través de Andrada. Pero Daiana ve en él una figura que al menos es lo suficientemente protectora para que se anime a hacer muchas cosas. Por lo pronto, salir de la villa e ir a buscarlo.
–¿El personaje es una especie de espejo donde se reflejan ciertos sectores de la clase media?
–Andrada es muchos hombres de Argentina; representa a ese tipo que de alguna manera gracias al peronismo, al impulso social e industrial de los años ’40 y ’50, encontró la posibilidad de ascender socialmente. Andrada se pudo convertir en un empresario y fue lo suficientemente inteligente para no quedarse solamente con su empresa sino apuntar a todo aquello que fue dando dinero en la Argentina: desde la tablita de Martínez de Hoz, hasta el mercado de propiedades a fines de los ’90. Es la figura de ese industrial próspero, que socialmente está bien visto y aceptado, que forma parte de “lo más sano de nuestra sociedad”. Se lo condenaría por andar con una prostituta adolescente, pero a nadie se le ocurriría cuestionarlo por haber sido especulador, por haber arreglado contratos de manera ilegal o haber formado parte de la patria contratista. Si bien es un personaje individual y único, está construido con los jirones de la clase media.
–Después de que mata al Piraña, Andrada está desesperado porque teme que la noticia salga en todos los diarios. Pero la muerte de un pibe de la villa nunca es noticia.
–¿Qué hubiera pasado si a ese tipo que fue a buscar prostitutas lo mataban? Los medios dirían que era un empresario próspero, un buen padre de familia; “mataron a un hijo nuestro”, como cada tanto aparece. Si matan a un muchacho boliviano, para la mayoría de los medios no es “un hijo nuestro”. Si en vez de “matar” al chico hubiera decidido matarlo a Andrada, seguramente tendría que haber incluido en la novela muchos capítulos donde los medios de comunicación se rasgarían las vestiduras por la muerte de una persona víctima de la violencia y de la inseguridad. Alrededor del tema de la violencia social siempre hay una mirada de clase. De hecho ha habido un montón de muertes de chicos en las villas, supuestamente por ajustes de cuenta, pero tampoco se sabe si es por ajuste de cuentas o por otros motivos. Es mucho más terrible que te roben en Palermo o en Recoleta a que te asesinen si vivís en una villa o en un barrio del Gran Buenos Aires. Sin duda, mientras escribía la novela, estaba funcionando mi propio rechazo hacia el manejo que hacen los medios de comunicación, que no se evidencia de manera directa, pero que está funcionando dentro del texto.
–En la novela hay un andarivel “sensible”, el hecho de que un hombre esté con una menor de edad. ¿Cómo se manejó con este tema que pone en el tapete la cuestión de la doble moral?
–Agarrá los avisos de prostitutas que dicen “Lolita”; no están queriendo decir que se llaman así, sino que son menores de edad. O que parecen. En la novela aparecen como menores, aunque nadie les pidió el documento; es algo que no se sabe concretamente. No es un tema tabú ni demasiado complejo; no me genera ningún prejuicio y hay suficiente tradición literaria alrededor justamente de las “lolitas”. El público lector en la Argentina no es tan políticamente correcto. Andrada representa la fantasía de muchos tipos y desde el punto de vista literario fue muy fácil hacerlo. Un escritor no debe pensar mucho si está escribiendo algo que será moralmente condenado o no. Obviamente si la lee Bergoglio, públicamente se va a escandalizar (risas). Ojalá la condene, ¡te imaginás cuántos ejemplares vendería! Ahora pido que le manden uno a Bergoglio (risas).
–Siempre en sus libros aparece subrayada las diferencias de clase. Sin embargo, pareciera que la literatura argentina de los últimos años es reacia a explorar este tema.
–Hay una especie de creencia de que si uno quiere tratar un tema político, va a dar una visión definitiva de la vida. Por eso cuando se habla de algo político en la literatura, se habla de la dictadura o de la época del peronismo; hay pocos textos que hagan referencia a lo que está ocurriendo ahora. Cuando te metés en un tema más actual, siempre podés dar una mala nota, quedar demasiado obvio, y eso rebaja un texto literario. Para mí fue un desafío narrativo ver cómo podía trabajar con un material que me resultaba incómodo socialmente, y que no se suele poner en evidencia a la hora de escribir hoy por hoy. Andrada es un personaje que construí a partir de la idea de hacer a un tipo jodido que me despertaba cierto rechazo. Pero no quería que ese rechazo se notara. Es un facilismo escribir un texto en el que estamos de acuerdo el lector y el autor. Yo quería incomodar; que el lector incluso sintiera que Andrada no es tan hijo de puta. O que creyera que yo, el autor, siento que no es tan hijo de puta. No quería que hubiera un juicio moral. Esa es la gran enseñanza que me dejó la lectura de Georges Simenon.
–En la última parte, cuando Andrada choca y le avisan que le robaron en la fábrica, la pregunta que podría hacerse el lector es cómo va a terminar la novela. ¿El final estuvo claro desde el comienzo?
–Cuando empecé a escribir la novela, tenía clara una sola escena: un personaje escapándose de la villa, perseguido por la gente. Había pensado ubicarla por los edificios tomados que hay en San Telmo; era un cuento que tenía y que nunca llegué a escribir. Estaba robado terriblemente de Después de hora, de Scorsese, porque me encanta robar; disfruto mucho con los robos (risas). La última frase de la novela la tenía escrita hace mucho, ¿pero se puede acariciar un sueño?; sabía que iba a terminar con esa pregunta. Esa aceleración final del robo, del choque, fue una de las partes más agradables de la escritura porque sabía que podía despertar cierto desconcierto en el lector, que podía preguntarse: “dónde mierda está yendo esta historia”. Sentía que tenía un control muy grande sobre la novela.
–No son tan frecuentes los finales con preguntas literales, ¿no?
–Sí, es cierto. No podía terminar como las novelas más tradicionales, que llegan a su clímax unas páginas antes del final, se aflojan las tensiones, se despiden los personajes, y si fuera una película, aparecen los títulos. Quería en lo posible despertar cierta angustia en el lector, que no se sintiera liberado ni tranquilo. La única manera de conseguirlo era que el punto culminante fuera la última línea. Que la novela terminara de una manera casi abrupta, un final más típico de cuento que de novela.
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