Viernes, 30 de abril de 2010 | Hoy
MUSICA › OTRO GRAN SHOW DE MEGADETH
Por Juan Ignacio Provéndola
Megadeth no necesitó demasiado estruendo escénico para anotarse otra noche porteña en su lista de shows memorables. Apenas un telón de fondo que ya lo explicaba todo: Vic Rattlehead, su eterna y recuperada mascota, relojeaba desafiante a todos desde la tapa del célebre Rust in Peace.
Es que, después de algunos discos mediocres, escandalosas peleas, bruscas separaciones y recurrentes amenazas de disolución, Dave Mustaine salió a patear el mundo junto con su pandilla de turno para rendirles honor a aquellos buenos (y viejos) tiempos en los que Megadeth acostumbraba a convertir en ley del thrash metal todas las innovaciones que experimentaba en álbumes como Peace Sells... But Who’s Buying? (1986), Countdown to Extinction (1992) y el propio Rust in Peace. El vigésimo aniversario de ese disco fue la excusa perfecta para este autohomenaje itinerante a través del cual Mustaine parece más decidido que nunca a recuperar el lustre una vez (¿otra vez?) superados los conatos de violencia.
Por eso no hicieron falta titánicos juegos de luces, arsenales de fuegos artificiales ni permanentes cambios de vestuarios: la única vez que el colorado más mimado de estas tierras se quitó la camisa blanca fue para campear en cueros el último tramo de los bises. Ni siquiera un sonido demoledor: cuando pasadas las 22 el cuarteto pisó el escenario para ofrecer el instrumental “Dialectic Chaos” y “This Day We Fight!”, de su reciente Endgame (tras una demora que pagó con escupidas e insultos el telonero Claudio O’Connor), el estruendoso monopolio de la batería hizo creer que en verdad se estaba en un show solista de Shawn Drover.
El primer momento intenso de la noche llegó inmediatamente después, con el rescate emotivo de “In My Darkest Hour”, aquella sentida poesía de So Far, So Good... So What! que conmemora a Cliff Burton, fallecido bajista de Metallica y tal vez una de las pocas amistades genuinas que supo hacer Mustaine a lo largo de una extensa carrera. Porque, además de riffs irrepetibles, solos rampantes y constantes críticas a la políticas bélicas de su Estados Unidos natal, el Colorado supo de violentas peleas con cuanto capitoste del metal se le pusiera delante.
Desde ese momento, fue dejarse llevar por el camino de los recuerdos poniendo un disco de cabo a rabo. O un viejo cassette en un equipo desconado: el defectuoso sonido fue el karma que padeció Megadeth a lo largo de su hora y media de show, tal vez el precio que tuvo que pagar por realizar una prueba de sonido en vivo minutos antes de su comienzo.
Tanto fue así que el cantante y guitarrista anunció (mitad en español, mitad en inglés) una inesperada pausa tras “Hangar 18”. ¿Habrá sido utilizada para resolver los inconvenientes en ciernes o para fustigar a los encargados de la seguridad por permitir el arrebato de un fan común y silvestre, cuya presencia sobre el escenario fue festejada por los casi 10 mil metalheads que rebasaron el Luna Park?
“Ustedes son el mejor público de todo el fucking planeta”, azuzó Mustaine a sus hordas cuando, concluida la faena evocativa de R.I.P., tuvo que volver al llano y retomar con canciones de “Endgame”, menester en el que también contribuyó el amnistiado David Ellefson. Unico sobreviviente de aquellos años dorados, mantuvo luego duros pleitos judiciales con el Colorado antes de volver a cargarse con los bajos de Megadeth y recibir una de las mayores ovaciones de la noche. Mientras, el cantante y guitarrista colgaba banderas argentinas en la modesta escenografía y se arrodillaba ante ellas, solidificando una pleitesía recíproca que tuvo su contrapunto con el clásico y atronador “¡Aguante Megadeth!” de “Symphony of Destruction”. Y para el final, un repaso de rigor por la etapa de los ’80: “Peace Sells” y “Mechanix”, esa composición de Mustaine en tiempos de Metallica que sus ex compañeros utilizaron casi por la misma época en “The Four Horsemen”. Las insalvables fallas del sonido no pudieron con la efectiva nostalgia de aquella época añorada, complementada por la dosis de demagogia necesaria como para que Mustaine siga reivindicándose como frontman dilecto de la feligresía criolla, justo antes de que tanta franela se volviera pegajosa.
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