Martes, 11 de mayo de 2010 | Hoy
MUSICA › ENTREVISTA A YUSA, LA CUBANA DE TODOS LOS RITMOS
Su repertorio de soul, jazz, bolero, pop y rumba le hizo ganar aquí un público devoto. “A los 6 años ya soñaba con algo así”, dice.
Por Cristian Vitale
“Cada vez que termino un show, pierdo la noción del espacio y el tiempo.” Yusa trata de acomodar sus rulos mota, que se disparan hacia arriba, erizados, y también trata de volver en sí para contarse. Para contar de sí. Acaba de dar un recital tremendo en el Café Vinilo –como presentación de Haiku, su tercer disco– y parece llevar en su cuerpo el peso de una pluma. “Ya ves, chico, dejo todo ahí arriba. Estoy en blanco”, sigue esta negra cubana (36 años) que, desde que Santiago Feliú la trajo al país hace dos años, se ha convertido en un polo de atracción para un público devoto de los sonidos afro(latino)americanos. En sus músicas –la mayoría propias–, Yusa muestra soul, jazz, bolero, pop, melodías intrincadas o simples, rumba, letras poéticas –casi de trova– y un agite que da con el resultado final. Está extasiada. “Yo creo que la amplitud de mis composiciones tiene que ver con la vida que he tenido... Cuba es una especie de esponja que ha absorbido todo tipo de géneros, y una no hace más que incorporarlos, pasarlos por su sensibilidad y entregarlos”, musita, mientras un café oscuro y amargo le devuelve el alma al cuerpo.
El toque se acaba de consumar en el marco de un ciclo con invitados que prosigue este viernes en la sala de Gorriti al 3700. Esta vez, el convidado fue Hugo Fattoruso. Yusa señala que desde que viene a la Argentina se siente “otra persona”. Lo explica: “Me la paso yendo y viniendo, soy una reincidente aquí. Me encanta esta ciudad. Yo viajo desde muy joven, y conozco muchos músicos del mundo que influyen en mis creaciones. Es como algo inconsciente, pero aquí he encontrado verdaderos genios como Cuchi Leguizamón o Marcos Archetti. Marcos es una gran fuente de inspiración para mí”. Archetti es el bajista que sustenta el versátil andamiaje musical de la cubana. La sigue en su diversidad de estilos. La monitorea en cada cambio de instrumento: Yusa, además de cantar impecablemente, toca guitarra, teclado, tumbadoras, chimes, claves, tres. “Yo lo siento como uno de esos compañeros que tenía cuando estudiaba en Cuba, ¿no? En ese clima de estudiantina, en el que siempre se está probando todo, porque en tu aula estás con amigos que tocan todo tipo de instrumentos. Soy tremendamente inquieta.”
–Fue el instrumento con el que me gradué.
–Una idea: llevar un instrumento cubano a la música de concierto. En un inicio tuvo que ver con un golpe fuerte que recibí a los 14 años, cuando entré en Nivel Medio: una maestra se enfermó y todos sus alumnos nos repartimos entre el resto de los profesores. A mí me tocó un racista, y es muy raro, porque en Cuba se vive una enorme tolerancia racial: incluso mi familia es una gran mezcla entre africanos, españoles y franceses. De repente choqué con algo que no sabía que existía: un prejuicio racial y cultural, algo que se había vencido con la revolución del ’59. Desde ese momento odié la guitarra, me desmotivé bastante. Pero mi camino estaba predeterminado. Es cierto que fui embestida por esos moldes retrógrados, pero mi mamá me hizo seguir, por suerte.
Yusa –Yusimil– nació frente al mar, en La Habana, el 24 de septiembre de 1973, trece días después de la muerte de Salvador Allende, y lleva la revolución en la sangre. Estudió música entre los 9 y los 23 años. Se graduó en tres y música clásica en el Instituto Superior de Arte, pero lo suyo no fue academia pelada: se trenzó con grupos de rock en el Patio de María –lugar clave para el género en la isla–, entre clase y clase se “mataba” sacando temas de Chick Corea, fue bajista de un quinteto de jazz, mamó a Silvio y a Pablo de su padre marino mercante, hizo música para teatro –“me encantaba por lo efímero”–, fue trovadora en las peñas de la Casa de la Amistad de La Habana, grabó con Lenine y hasta intentó estudiar matemática nuclear y física en la Escuela Militar, para entrar en la banda de música. “Mi madre me frenó a tiempo –se ríe–. Me di cuenta cuando, al graduarme, empecé a disfrutar de las giras y los cruces con todo tipo de músicos y músicas. Hice el servicio social en una banda como tresera y estuve ocho años tocando música tradicional cubana en cabarets. Música de la nocturnidad, bien de tacos, baile y mucha pintura. Aprendí muchas cosas, y me encantó. Siempre fui muy pendenciera, inquieta.”
–La columna vertebral es haber estudiado música clásica. En Cuba, su estudio es completo: aprendes a fondo historia, estética, morfología, solfeo, en fin... Sabes de todos los compositores y todos los estilos.
–Claro, le estoy muy agradecida. Los trapos sucios se lavan en casa (risas)... Pero no son muchos, ¿eh?
–Mucho. Cuando vine aquella vez con Feliú se me abrieron un montón de puertas sin que yo me diera cuenta. No pensé que existiera un público que pudiera escuchar mi música, y de repente fueron surgiendo los lugares... Increíble. A los seis años yo me pasaba los días en el mar, nadando, tocando y soñando con algo así.
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