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Lunes, 24 de mayo de 2010

MUSICA › RECITAL DE CATUPECU MACHU EN EL ESTADIO LUNA PARK

Música experimental y lenguaje rockero

A lo largo de dos horas y media en que se manifestó como una auténtica topadora polirrítmica, la banda de Villa Luro presentó oficialmente su séptimo CD, Simetría de Moebius.

 Por Luis Paz

La música de Catupecu Machu puede ubicarse entre la isla de Lost, los anillos de la Tierra Media de Tolkien y la política del situacionismo: prácticamente no se puede definir de dónde vienen tantas ideas, a qué zona geográfica, del arte o de la política corresponden ni cuál es su función ulterior. La diferencia es la practicidad de la propuesta musical de la banda de Villa Luro, un sonido en acto deslumbrante y en potencia impredecible, como un art-rock del presente futuro, basado en todo y en nada de lo que se ha hecho hasta aquí. Ni reciclar en arte los desechos sonoros de otras épocas ni cartonear de músicas pasadas para sobrevivir, lo que el imparable Fernando Ruiz Díaz dirige es una política posmoderna del sonido, del concierto y de la música. Sea amable, no pida más definiciones, porque cuando surgen erupciones de este tipo, debe pasar tiempo para analizar. Hoy sólo se puede relatar.

Catupecu Machu toca en el Luna Park porque quiere. En muchos casos, ese estadio reemplaza al ex Obras en recitales de amplia convocatoria, pero no en el de la banda que en la noche del sábado reúne a seis mil cuerpos cinéticos en el Luna. No hay ficción ni ilusión de grandeza. Les vale y, si la tradición sónica local hubiese sido otra, incluso les quedaría pequeño. Y les basta con una pantalla trasera en la que proyectar serpientes de leds y decibelímetros de neón para vestirlo.

En un plan estético que recuerda la visita de Nine Inch Nails en 2008, Fernando, Macabre, Herrlein y Cáceres aparecen de negro impoluto frente a las primeras manifestaciones láser en pantalla, para empezar con “Confusión” una apertura del show basada en Simetría de Moebius, su disco último, séptimo, esquizofrénico, dialéctico y entreverado. Lo tocan casi de punta a punta, incluyendo esa fractura melódica a tres bajos de “Anacrusa”, un abrazo de instrumentos a Gabriel Ruiz Díaz, el hermano del cantante e histórico bajista del otrora trío de rock alternativo (devenido en cuarteto de música experimental en lenguaje de rock), que permanece rehabilitándose de un complicado accidente de tránsito.

De allí irán hasta “Batalla”, con la que cerrarán la suite primera en compañía del saxo de Roberto Pettinato y el violín gótico de Javier Weintraub, el mismo músico que dirigió la orquesta que acompañó a esta banda en sus shows en el Gran Rex de diciembre de 2007, en el estreno del anterior Laberintos entre aristas y dialectos. Entre medio estarán la power ballad 2.0 “Cosas de goces” y las trastabilladas baterías de “Alter ego”, que de todos modos caminan, y cómo. Durante ese rato, Fernando –el músico de los abrigos navales, el vozarrón superlativo y los movimientos rebosados en nitroglicerina– recorre el escenario y arenga a los de abajo, que son miles y están ruidosamente encendidos, mientras los iniciantes buscan entender qué diantre está pasando, por qué cuatro tipos sólo recurren a las guitarras eléctricas en tres o cuatro temas y, sin embargo, golpean más que las reuniones del G3.

Los bises, cosa rara, serán toda la otra mitad del show, una hora y media de música deforme pero bien gestada, de canciones deconstruidas y un jugueteo vocal “nuevo” en Ruiz Díaz, pleno de arreglos vocales al palo y armonizaciones pirotécnicas de esas como las de Mike Patton, el vocalista de Faith No More, entre otros proyectos no menores. “Cuadros dentro de cuadros” a capella es la bisagra musical y emocional. Son unos versos, apenas y entonces: “Tus ropas caen, lentamente, soy un espía, un espectador”, el homenaje al que ya no hace falta nombrar, al que sobrevive en una situación tan delicada como la de Gabriel Ruiz Díaz, quien también recibe el aplauso que ahora vibra atronador.

Un lúdico “Tangoide” entre Herrlein y Fernando, como un Bajofondo en plan drum & bass pero pasado de MDMA, libera a Macabre y Cáceres para que tomen fuerza para el final, que será una topadora polirrítmica. “Óxido en el aire”, “Acaba el fin” y “Origen extremo”, de la parte más bien histórica, llegan entre guitarras sin clavijero (qué raras se ven a lo lejos), nuevas vociferaciones de ópera y el baile brutal y sexual de un Ruiz Díaz encendido que camina las pasarelas del escenario como un John Travolta posapocalíptico. Todo es tocado de un modo impecable y, aunque no pueda decirse lo mismo del sonido (ciertos bajos perdidos en la bruma de guitarra, un Macabre difícil de oír desde los palcos), de nuevo es sorprendente notar que lo que suena es una viola acústica.

Los covers “Plan B: anhelo de satisfacción” (Massacre) y “Hechizo” (Héroes del Silencio), el regreso a escena de la alguna vez suspendida “Dale!”, las melodías estructuradas de años atrás (“Magia Veneno”, “A veces vuelvo”) y la sobreexcitación de “Y lo que quiero” cierran los bises nunca anunciados: en todo el rato, y fueron dos horas y media, Fernando estuvo fuera de escena tres minutos y con una eléctrica unos quince. Viene “Abstracto”, el cierre en concepto y tal vez manifiesto a futuro: este experimento a dos sintetizadores que cierra Simetría de Moebius, ¿es aquella otra bisagra que conecta al Catupecu de hoy con el de mañana? Falso. El conector es la búsqueda, entendible y a la vez increíble, de una banda fundamental para la supervivencia del rock.

9-CATUPECU MACHU

Presentación de Simetría de Moebius

Músicos: Fernando Ruiz Díaz (voz, guitarra y bajo), Martín “Macabre” González (voces, teclado, sintetizadores, bajo y guitarra), Javier Herrlein (batería) y Sebastián Cáceres (bajo y guitarra).

Público: 6000 personas.

Duración: 2 horas 30 minutos.

Sábado 22, Estadio Luna Park.

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Fernando Ruiz Díaz, nitroglicerina pura sobre el escenario del Luna Park.
Imagen: Rolando Andrade
 
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