Sábado, 11 de marzo de 2006 | Hoy
MUSICA › TERCERA VISITA DEL MUSICO MEXICANO
Ante 15 mil personas, su show fluctuó entre los clásicos de los ’70 y sus últimos hits.
Por C. V.
Hace 37 años, en el Festival de Woodstock, un ritual de tribu, casi salvaje, fue el arma que aquellos hippies genuinos usaron para frenar una lluvia insoportable. Se tomaron las manos, giraron en ronda y dirigieron al cielo una plegaria: OoOoooh, oh-oh-oh, oh. Créase o no, el diluvio paró, el sol asomó y uno de los testigos del hechizo había sido Carlos Santana. Seguramente, aquella secuencia inundada de ensueños, viajes internos y sensaciones oníricas acompañó el largo peregrinar de este chicano mágico, imprevisible y único. Tanto que el primer signo de su tercera presencia en la Argentina fue, precisamente, el audio fiel de ese rito que en el famoso vinilo triple de Woodstock figuró como un tema más. En el coqueto y marketinero Campo de Polo, fue esa escueta rémora sonora la que permitió imaginar parte de aquel espíritu. Claro que no había ni hippies –apenas algunos barbones nostálgicos– ni barro, ni gente haciendo el amor o experimentando con ácido, sino personas cómodamente sentadas y bien vestidas, muchas familias y un rejunte de famosos que mezclaba al ministro de Educación Daniel Filmus, con Andrés Ciro y algún cómico de Tinelli. Tampoco estaba el verde extenso de las praderas de Woodstock, sino torres de cemento y puestos publicitarios, arquetipos de una nueva era rockera. Pero el espíritu apareció.
Pese al contexto de los nuevos tiempos, Santana tiñó de rémoras una noche fría y, a priori, apagada. La Portuaria, principal banda telonera, apenas había atraído la atención de una pequeña porción de las 15 mil personas que llenaron el lugar y fue preciso que este hombre de 58 años, nacido en Autlan, pusiera su máquina percusiva en marcha. El cantito de Woodstock –que Argentina patentó con los años– fue el nexo perfecto para que el frío mutara en magia a través de la primera entrega de la noche: Soul Sacrifice, nada menos. Igual que cuando vino en 1973 –algún memorioso recordó su show en el Viejo Gasómetro– y en 1993, cuando llenó Vélez, el guitarrista mixturó en casi tres horas –no fueron cuatro, pero casi– el sonido puro y único de su viola con una agrupación de fundamentalistas del sonido afroamericano. La calentura fue tal desde el vamos, que para el tercer tema –Victory is Won– Santana tuvo que improvisar una ironía para invitar al agite de los cuerpos. “¿Están cansados?”, preguntó a la multitud, y le contestaron: “no”. La respuesta no tardó en llegar: “Parece, porque están sentados”. Entonces tocó María María y Foo Foo y el Campo de Polo fue una fiesta.
También hubo momentos para los más ortodoxos. Después de tantos Grammys y tanto coqueteo con figuras meta-rockeras, el fundador del latin-rock se hizo de un público más “televisivo”, o salsero en el mejor de los casos. Es ese público que disfruta más con temas como Apache, Corazón espinado, Dame tu amor u Hoy es ayer, que cantó el único invitado de la noche: Alejandro Lerner. Temas que suenan siempre impecables, porque la banda es un reloj y porque los yeites sentimentales de su guitarra impiden que sean temitas melódico-caribeños “sólo para bailar”, pero el verdadero Santana –o al menos el que anuda con el espectro de Woodstock– es el que no se olvidó nunca de lo que significaron Samba pa’ ti, Black Magic Woman, Jingo o Evil Ways para la historia del rock. Fue a través de esas canciones que Santana pobló de misticismo Buenos Aires y logró el cenit introspectivo de propios y extraños, tanto con el feeling de sus cuerdas como con sus melodías encantadoras. Y fue por ellos, también, que sus palabras –“Queremos inventar otra dimensión de amor en las venas de nuestra generación”– encontraron su correlato sonoro.
También hubo tiempo –y de sobra– para que esos dos mundos que tan bien combina Santana –el introspectivo y el bailable– se encontraran. Por caso, tocó toda la noche con una remera de Bob Marley y le dedicó una versión de Exodus a la altura de las circunstancias. Logró que nadie se hiciera el distraído ante una versión ajustada y hot de Oye cómo va y le cedió un espacio importante a su baterista para que hiciera un solo larguísimo, a la usanza setentista, ¡que aplaudió todo el mundo!... los que habían ido a bailar y los que habían ido a viajarse con sus notas. Hacia el final del concierto, antes de A Love Supreme, el artista mexicano dejó entrever también su costado militante: “Estamos aquí para hacer lo opuesto a George Bush”, dijo, sabiendo también que pisaba en tierra firme. Y lo logró, porque en esas tres horas de música lo que se respiró fue paz, libertad y alegría. Cuando lo despidieron, nadie se olvidó del cantito de Woodstock.
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