Domingo, 21 de noviembre de 2010 | Hoy
MUSICA › RAPHAEL HOMENAJEO A LA MUSICA DE AMERICA LATINA
A sus 67 años, el español despierta en sus fans una mezcla de erotismo, sospecha e instinto maternal. En Te llevo en el corazón, se dedica al tango, el bolero y la ranchera.
Por Facundo García
Siempre ha sido elegante. Excéntrico en la vestimenta, sí, pero elegante. La atención muerde ese primer anzuelo y se deja conducir de narices a la boca, que matiza al borde de la demasía. A los gestos turbadores que ocultan tanto como lo que muestran. A la media sonrisa. Más de cincuenta años después de su debut en los escenarios, Raphael, El Niño, se paseó por Buenos Aires para presentar Te llevo en el corazón, el triple disco con el que homenajea a América latina interpretando una selección de tangos, boleros y rancheras. Como de costumbre, fue imposible que pasara inadvertido.
–¿Qué personaje histórico le hubiera gustado ser?
–El Ratón Mickey.
¿Cómo “atrapar” a Raphael y describirlo, si él mismo se tira por el tobogán de la autoironía? Le sale naturalmente; un cachetazo que anticipa lo que puedan acotar los otros. “Sí, me gusta Mickey, fue siempre simpático y no le hizo mal a nadie”, comenta. Difícil saber si es una gastada o una frase veraz. Es cierto, las orejas del divo no son grandes, pero como el roedor antropomórfico de Disney, él también tiene una voz inconfundible y se ha convertido en una industria que genera millones: ya son trescientos cincuenta discos de oro y medio centenar de platino. Hasta tiene uno de uranio, que sólo se le ha otorgado a él, a Michael Jackson y a Queen, y que recibió por haber vendido más de 50 millones de unidades. Por supuesto, esos datos no logran ahuyentar la sensación de que hay algo más que espera ser develado. Es que, igual que Peter Pan, Raphael va por el mundo jugueteando con su sombra. Ese alter ego ha cobrado espesor a lo largo de su carrera, y así el efebo de los ’60 le dejó paso a un caballero que a pesar de la madurez sigue despertando en las fans una amalgama de instinto maternal, sospecha y erotismo. Se sabe que la coquetería se basa en la ambigüedad y que este señor es el sultán de los equívocos. Pero cualquiera que haya desprendido un corpiño admitirá que no basta con eso para que miles de mujeres fantaseen con arrullarlo a uno entre los pechos. Hace falta algo más, y en ese ingrediente misterioso reside uno de los encantos del entrevistado.
–Para sostener un fenómeno como el suyo no es suficiente la voz. Sirve tener, por ejemplo, capacidad para absorber el desgaste que generan las parodias o los chismes. Y es un hecho que los parodistas de Raphael nunca resultan más entretenidos que el Raphael real...
–Hay que ser disciplinado y sobre todo listo y cauto. En cuanto a los que intentan tocar mi figura, creo que se encuentran con que tengo un gran sentido del humor hacia mí mismo. ¡Vamos, que nadie puede ser “serio” las veinticuatro horas del día!
Y la sombra pícara se asoma ahí, a un costado.
Miguel Rafael Martos Sánchez nació en Linares, provincia de Jaén, España, el 5 de mayo de 1943. Es de Tauro. Un estudio astrológico que le hicieron en 1967 para una biografía barata que publicó Ediciones Este resaltaba que era un individuo de “alma romántica y cambiante” con “sentimientos delicados” e “influido por fuerzas centrípetas que lo incitan a atraerlo todo hacia sí mismo”. Repasar el resto de los vaticinios causa un estupor entretenido.
En efecto, es verdad que fue indispensable contar con una personalidad avasallante para escalar desde las barriadas obreras –con tres hermanos y un padre empleado municipal– hasta las cimas del star system latino. “Yo soy mi origen. Me considero un obrero de la canción”, reconoce él; y añade que en su tesón está la impronta de la madre, Rafaela. “Yo estaba siempre cerca de ella. Tenía dos hermanos mayores y otro nueve años menor. Eso hacía que siempre me agarrara a mí para sacarle las castañas del fuego. Eramos muy cercanos”.
En el ’64, El Niño dio sus primeros conciertos multitudinarios. Desde lo físico, los archivos fotográficos muestran a una especie de Jim Morrison incrustado con saña en los moldes del Club del Clan. Acerca de su estilo, por aquella época explicaba que “antes los cantantes no movían las manos, se las metían en los bolsillos porque no sabían qué hacer con ellas”. “En cambio a mí me encanta usarlas. Incluso creo que necesitaría más que las que tengo.” Raphael fue desborde desde el vamos. Nada cuesta imaginarlo haciendo giros flamencos con el cuerpo múltiple de las deidades hindúes. Aunque mejor no.
Y ya que se habla del cuerpo: aquel estudio astrológico también daba “información” sobre la salud. “Debilidad estomacal y hepática”, advertía. Otro acierto. Mucho más tarde, el linarés atravesaría su momento más crítico al sufrir un cuadro de hepatitis B, lo que lo llevó a recibir un trasplante de hígado en abril de 2003 y lo convirtió en un férreo defensor de la donación de órganos. Con tantas pegadas, a lo mejor vale la pena rescatar una última pista que daban los autores de aquel viejo análisis zodiacal. “Su carácter –aseguraban– es firme, aunque suave.”
En medio siglo de éxitos, el sex-symbol ha cosechado aventuras a granel. A los 9 ganó un concurso de canto en Salzburgo, la ciudad natal de Mozart. A ese galardón le siguieron otros y luego la histeria masiva, que coincidió con la de los Beatles. Entre el chauvinismo y el orgullo, la prensa ibérica de entonces contraponía a Raphael con “lo extranjero”, y por su parte él declaraba que le disgustaba “lo yeyé” (en referencia al rock naciente). “No sé lo que es eso, pero me imagino que con nata debe estar muy rico”, disparaba. Sin embargo, en algún repliegue del espacio-tiempo existió una oportunidad en que los Beatles se cruzaron con el Zorzal de Jaén. “Oye, a mí me encantaban Los Beatles –aclara Raphael–. De hecho, fue Brian Epstein quien me presentó por primera vez en el Madison Square Garden de Nueva York el día de mi santo, el 24 de octubre de 1966. Y una noche, en un hotel, los conocí personalmente a todos menos a John, que había tenido que irse.”
Las crónicas cuentan que, tal como las seguidoras de los Fab Four, las “raphaelistas” masticaban posters poseídas por el desenfreno, y ofrecían favores sexuales a los guardias a cambio de poder entrar al hotel donde descansaba El Niño. A tales extremos llegó el delirio, que se le hizo peligroso salir de los teatros, con corridas à la Help! cada dos por tres. “Los empresarios inventaban cualquier recurso para sacarte de los amontonamientos sin tener que pagar empleados de seguridad. Recuerdo que me decían ‘ponte este traje de camarero y lleva esta mesa como si la cargaras por arriba, así te tapas y no te identifican’. ¡Y tenía tanta mala suerte que siempre me descubrían y terminaba corriendo a los empujones, incrustándome la mesa en la cabeza!” La fiebre se interrumpió cuando a mediados de los ’60 le tocó el servicio militar. Mientras millones curtían pacifismo y melenas, a Raphael lo raparon –o rapharon– y lo enviaron a un regimiento de carros de combate de Madrid. En eso le llegó la primera invitación para actuar como figura principal por televisión. “Era una chance única. El inconveniente es que tenía el pelo cortísimo. Así que me conseguí un peluquín y pedí que le dieran con la tijera para imitar el corte que yo había usado siempre. Fui, hice ‘El tamborilero de Navidad’ –que vendió millones– y nadie se dio cuenta de nada.”
–¿Me deja ver de qué color tiene los ojos?
Raphael se acerca sin pestañear hasta quedar a uno o dos centímetros. “Más o menos como los tuyos. Quizás estás hablando de la fuerza de mi mirada, que heredé de mamá”, se enorgullece. Sea en situaciones como ésa, o cuando se viste con ropa tipo Kiss para cantar rock –sucedió en el Festival de Viña del Mar de 1987–, la impresión es que no lo inhibe la opinión ajena. Por algo su número favorito es el 13. “Ahí tienes una muestra. Me encanta llevar la contra y elijo esa cifra porque no creo en supersticiones y porque sé que mucha gente le tiene pánico.” Es extraño que esas características no le hayan impedido ingresar a innumerables hogares argentinos, con una penetración sólo comparable a la que han alcanzado Sandro o María Martha Serra Lima. “Mis discos están en todas las casas. Soy como un primo lejano que vuelve cada tanto”, se divierte. Y hay otro público que lo sigue con idéntica fidelidad, el de los gays. Aunque él no se incluye “entre esos casos”, le alegra que lo amen así. “No me esfuerzo por conquistarlos o rechazarlos. Me caen bien. Son gente culta y creo que está perfecto que defiendan sus derechos.”
–Sin duda. ¿Le quedó algo en el tintero que quiera agregar?
–No. Yo uso bolígrafo.
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