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Sábado, 6 de agosto de 2011

MUSICA › BOBBY MCFERRIN EN EL GRAN REX

La magia de una sola garganta

El principal riesgo del cantante es que lo suyo es tan sorprendente que llega un momento en que ya deja de sorprender.

 Por Diego Fischerman

Bobby McFerrin es un artista excepcional. Canta de manera extraordinaria, tiene un manejo único de la audiencia, es capaz de lograr una pequeña clase de canto coral con tres mil desconocidos y, de paso, sumarlos como acompañantes, además de contar con bailarines y cantantes espontáneos con los que se enlaza en dúos, y algún invitado local con el que ensayar alguna improvisación más. Tiene un control exquisito de la voz y de las posibilidades musicales de su cuerpo y es capaz, en ese rubro, de lo que ningún otro, desde cantar varios sonidos a la vez hasta moverse con soltura por registros que van desde el de bajo hasta el de soprano. Es, sin duda, un prodigio, y allí radica su mayor encanto y, también, su debilidad. Ya se sabe: si la maravilla, el asombro y el milagro están al comienzo del camino, puede producirse una obra de arte. Si ése es el final –y la finalidad– habrá, a lo sumo, exhibición circense.

El cantante que en 1988 se hizo inmensamente popular con un reggae humorístico donde cantaba las virtudes de la felicidad –y con un videoclip donde participaba Robin Williams– y que luego prohibió que fuera usado en la campaña de Bush –un ejemplo a tener en cuenta–, brindó en Buenos Aires un show impecable y generoso. La multitud que llenó el teatro Gran Rex hasta el tope (las entradas estaban absolutamente agotadas) lo ovacionó y respondió cómplice a las consignas colectivas de un show que repitió el esquema de sus presentaciones habituales y que sus fans tenían convenientemente estudiadas. McFerrin, con una botella de agua, un micrófono y una silla, hizo todo lo que sabe –que es mucho– y no podría haberlo hecho mejor. En algunos momentos trascendió al mero fenómeno y hubo música. En otros, más numerosos, se trató de una muestra de recursos expresivos sumados sin mucho más objetivo que la pura exhibición. Mal podría criticárselo por hacer de manera encomiable aquello que hace y por no hacer aquello que, indudablemente, no quiere. El límite, en todo caso, no es ético, ni universal. Se trata apenas de una frontera personal y el que la traza es el aburrimiento. La sorpresa permanente, en todo caso, tiene un efecto paradójico: llega un momento en que ya nada sorprende.

Si hubiera que trazar una genealogía para lo que hace McFerrin, además del blues, los cantos rituales de Africa Central, las lenguas “click” y sus cantos y, obviamente, el jazz, la fuente más importante es Johann Sebastian Bach. En sus suites para instrumentos melódicos solos, con su alternancia de notas graves y agudas y el despliegue en arpegios de los acordes, anida el secreto de esa suerte de ilusionismo con el que una sola voz remeda a varias. Canto y acompañamiento a la vez, bajo y melodía y, también, percusión, en los golpes sobre su pecho con los que McFerrin ritma la mayoría de sus interpretaciones, se articulan en un discurso fluido, pero inevitablemente repetitivo. El uso del falsete, de multifónicos, de la vibración de los labios o de distintos ataques de glotis, construyen un armazón técnico formidable, pero que rara vez trasciende hacia un lenguaje expresivo más profundo o significativo.

McFerrin, en ese sentido, no engaña a nadie. Dice que en el mundo hay demasiados pesares, que la música es mágica, que el artista tiene una gran responsabilidad acerca de lo que hace con ese poder y que su manera de asumirla es dando alegría. Quienes cantaron y bailaron con él, la muchedumbre que entonó, acompañada por sus sorprendentes arpegios el Ave María que Gounod escribió a partir de un preludio de Bach, o, simplemente, aquellos que después de cada una de sus intervenciones exclamaban maravillados “¿Cómo hace?”, fueron alcanzados por esa alegría y, a su vez, la contagiaron. Otros, tal vez inmunes a esa clase de gozo, ni estaban ni estarán jamás entre su público.

8-Bobby McFerrin

Público: 3200 personas.

Duración: 90 minutos.

Artista invitado: Chango Spasiuk.

Teatro Gran Rex. Jueves 4

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